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El museo del papel
“La Villa”, en Belgrano, alberga un museo en el que el grabador Ricardo Crivelli expone, después de haberla donado, su colección sobre la historia del papel, ese soporte en el que nacen desde cartas hasta litografías.
Por Soledad Vallejos
Subiendo la escalera, hay una puerta, y detrás de esa puerta, se esconden todos los secretos que algo tan (aparentemente) simple como un pedazo de papel puede guardar en pocos pliegues. El grabador Ricardo Crivelli franquea el paso: entrar en esa casa de tres maravillosos pisos construida cuando el barrio de Belgrano era apenas una zona de parques verdísimos y mansiones elegantes y enceguecerse ante las historias encerradas en prensas, litografías, moledoras y pergaminos son una y la misma cosa. Los caminos que transforman a un manojo de fibras naturales en hojas de todos colores y texturas son misteriosos, exigentes, deliciosos. Algo de eso sabrá Crivelli, que cuando todavía era un alumno de Bellas Artes chocó con el abc del arte del papel y jamás pudo despegarse. Hechizado, comenzó entonces esa paciente investigación que, con el tiempo, fue convirtiéndose en la colección del Museo del Papel “La Villa” (puede visitarse de martes a sábados, entre las 16 y las 20), esa esquina de Zapiola y Mendoza que cobija bajo sus techos al Palacio de las Artes.
En medio de ambientes primorosamente reciclados con espíritu de restauración, Crivelli no puede ocultar su orgullo por una moledora de ruedas de piedra blanca, rugosas, enormes, que supo ser construida hacia 1890. Pequeño molino (realizado a semejanza de los molinos harineros) en el que se vierten fibras vegetales (como las de formio extraído en el Delta, o las de amate, las plantas obtenidas en México que eran utilizadas por los mayas, que se pueden ver en sendos baldes) o textiles previamente procesadas (un trabajo que incluye cerca de 5 horas de hervor y soda cáustica), se encarga del desfibrado. Sólo entonces, una vez que las fibras empiezan a ceder, los mazazos pueden empezar a empecinarse para obtener la pasta propiamente dicha. Es un momento extraño, ése en el que un bollito ligeramente húmedo puede ser teñido y desarmado una y otra vez, filtrado por un cedazo de maderas y metal tejido, acunado suavemente sobre una fuente hasta que encuentra el equilibrio para armarse. Luego es cuestión de esperar el secado, sea en un secador papelero inmenso, todo madera y perchitas amables, o en uno al estilo oriental, mínimo, delicado y auxiliado por varillas. La transformación es sutilmente gradual, y seguirla paso a paso permite el gozoso momento de asomarse al placer sensual del instante final: es ese fragmento de material poroso, rugoso y suave a la vez, del color que se ha elegido y con las irregularidades que se han sabido conseguir, el que quienes van a los talleres breves o a las visitas guiadas podrán llevarse a sus casas. Es “el contacto con la naturaleza” y el descubrimiento de que es posible hacerlo sin intermediarios, dice Crivelli, lo que importa valorar aquí. Su “labor en este mundo” es dar esas pequeñas charlas para niños que vienen con sus compañeritos de escuela sin tener idea de que existe la vida vegetal y su transformación antes de los cuadernos de tapa dura; que se vayan del museo con una experiencia y algo más en la mano, “tenemos que dar, en eso estoy”. “Para mí, el papel es todo; todo lo transformo en papel y veo qué hago, si lo uso para obra mía o es para que puedan usarlo otros artistas”, me gusta que se vaya de acá y le demos algo. Yo creo que tenemos que dar algo. En eso estoy.”
Como quien no quiere la cosa, la voluntad de amparar las historias del papel va desenvolviendo el mundo de las escrituras y sus materiales.Frascos con fibras de muchos colores (tonos de blanco, celestes, beige) descansan a poquísimos metros de un objeto increíble: una hoja de un volumen incunable de El cantar de los cantares que alguna mano anónima copió alrededor del año 1420 sobre un pergamino (en realidad, más enlazado con la prehistoria del papel que con el papel), que otra mano llevó hasta el convento de San José de Quito, y que Crivelli resguardó amorosamente desde que la recibió como agradecimiento tras una serie de clases sobre papel. Sobre una mesa enorme pensada a medida descansan cinco enormes piedras usadas para publicidades litografiadas a principios del siglo XX; rocas alisadas, con las bondades de jarabes y bebidas espirituosas dibujadas en negro; el rodillo de cuero que pasaba las tintas. Un poco más allá, un pedazo de papel cuelga del techo en el lugar preciso para que un reflector suave lo destaque y llame la atención. “Es una de las primeras marcas de agua”, dice Crivelli, y enseña a observar con atención los rasgos de un Cristo doloroso de Fabriano que data del 1300. Hay, también, prensas calcográficas del 1900; placas grabadas en madera que sirvieron para anunciar, en posters xilográficos de un tamaño más que considerable, los espectáculos de teatros como el Mayo en el Buenos Aires de fines de 1800; cilindros con relieves como los usados por los incas para imprimir diseños en prendas y sobre la piel; litografías de Ernesto Pesce y Pérez Celis. El criterio resulta, ante todo, amplio, pero es definitivamente claro y generoso: acercar el mundo del papel, despojándolo de toda lejanía y extrañeza.
Si el asombro de los sentidos todavía ofrece un rincón por complacer, una sola recomendación: perderse por las escaleras que llegan al subsuelo. Allí debajo, gracias a una remodelación reciente que terminó por exigir el auxilio de arqueólogos urbanos, asoma un brocal de aljibe heredado de la época en que la zona era parte de los alfalfares de Juan Manuel de Rosas.