Por el puro gusto de aprender a bailar, Barbará Soubannier dejó todo lo que tenía en su París natal y alquiló un departamento en Buenos Aires, cerca de las milongas del centro que se encienden, por turno, todas las noches. Un intercambio de principios de milenio para devolver a Francia el furor tanguero que la envolvió cuando nacía el 1900.
Por Noemí Ciollaro
Barbará Soubannier (34), francesa, no es precisamente una griseta (del francés grisette, obrerita), aunque Griseta se convirtió en su tango preferido desde que los milongueros porteños le chamuyaron al oído “francesssita”, con el tono ronco, arrastrado, de Carlos Gardel, y le explicaron el significado de la letra del poeta anarquista José González Castillo, padre de Cátulo.
A Barbará, que vive en París y llegó a Buenos Aires hace diez meses con el exclusivo objeto de aprender a bailar el tango argentino, la fascinó esa canción poblada de personajes literarios como Margarita Gautier y Armando Duval; Museta y Mimí; Manon y Des Grieux, creados por Alejandro Dumas (La dama de las Camelias); Henry Murger (La Bohemia), y Antoine Prévost (Manon Lescaut).
A la francesita se la ve trajinar de día en las clases de tango, y de tarde o de noche en las milongas céntricas, Porteño y Bailarín, El Beso, Canning, Lo de Celia, La Ideal y tantas otras de las casi ochenta que hay en la ciudad.
–Cuando llegué a Buenos Aires empecé a aprender “milonguero” con distintos maestros, en la academia de Susana Miller con María Plazaola; y también tomé clases con Eladia Córdoba. Me gusta mucho más, la intimidad de la pareja, no es un show, sino que pasa algo en la pareja. En Francia se conoce muy poco este estilo de ustedes, recién ahora empiezan a llegar maestros que enseñan “milonguero”.
En París Barbará es profesora de inglés en un colegio pobre de los suburbios, un trabajo que le gusta. Pero su pasión por el tango, cuenta, nació siendo muy pequeña.
–Lo mío no es una moda, es una cosa muy particular que me ocurrió a los seis años. Mi madre tenía un disco de tango y paso dobles, que a mí me parecía tan lindo, que lo escuchaba sola. Muchas veces mi madre bailaba tango con una tía que murió hace poco; bailaban juntas las dos mujeres.
Cuando el tango fue furor, moda y escándalo en su país, Barbará no había nacido. Los historiadores dicen que en 1905 el tango arribó a los burdeles franceses de la mano de los marineros, los traficantes de blancas y los contrabandistas que anclaban en Buenos Aires y en Marsella. Se habla de cadetes que en un viaje de promoción en la Fragata Sarmiento, distribuyeron ese año en París partituras de El choclo y La Morocha, de Angel Villoldo, recién editadas. En 1910 un grupo de pitucos de la alta sociedad porteña, entre ellos Ricardo Güiraldes, Vicente Madero y DanielVidela Dorna, introdujeron en Francia el tango danza, aunque no era el que se bailaba en los salones de las madamas de entonces, sino una versión purificada y presentable para Europa. A partir de allí, sobre el final de la belle époque, la moda-tango arrasó Francia. Nació el color-tango, un anaranjado casi rojo, los vestidos-tango, similares a chiripás estilizados para que las señoras pudieran hacer voleos sin mostrar intimidades, y sitios-tango, donde los entusiastas franceses mezclados con porteños de alcurnia daban rienda suelta al nuevo verbo tanguer.
No duró el jolgorio, en 1914 el arzobispo de París sentenció “condenamos la danza de origen extranjero conocida como tango, pues su naturaleza lasciva ofende a la moral”. Y produjo efecto cascada, en Boston el cardenal O’Connell afirmó que si “la mujer bailarina de tango es la nueva mujer, que Dios nos libre de cualquier desarrollo ulterior de esta criatura anormal”. En Nueva York el rabino Wise aseguró haber quedado “mudo y sin habla por la repugnancia hacia la degeneración que ha sobrevenido”. Pese a todo el tango creció en Europa y sus ecos repicaron fuertemente en los ámbitos de la Argentina pacata; en diciembre de 1911 la paqueta y bien pensante revista El Hogar, comentaba indignada que “los salones aristocráticos de la gran capital francesa acogen con entusiasmo un baile que aquí, por su pésima tradición, no es ni siquiera nombrado en los salones”. La alta sociedad argentina que moría por ser parisina y parloteaba en francés, no dudó en ponerse a ensayar cortes y quebradas comme il faut.
Seguramente, la madre y la tía de Barbará bailaban entre los rescoldos de aquellos fuegos y supieron legarle esa particular pasión por la danza emotiva y sensual que la francesita vino a buscar a Buenos Aires.
–El ambiente de la milonga en París no es como el de aquí, allá no hay códigos, los hombres vienen a sacarte a la mesa, no hay algo como “cabecear”. Hay siempre grupitos de personas que bailan muy bien y que nunca te van a sacar, ellos son los divinos, los dioses del tango. Son como dicen acá, muy chetos. Acá hay ambiente de fiesta, hay muchísimas milongas, baila mucha gente, yo llego a los lugares y ya me conocen, tengo con quien hablar, con quien estar. Entre cada tanda te hablan, te saludan, hay comunicación, te chamuyan. Ahora vienen muchos franceses a aprender a Buenos Aires porque les pasa lo mismo que a mí. Si aprendiste a bailar acá te miran de otra forma, el tango argentino merece respeto. Yo veo que aquí el tango es algo popular, no algo de privilegio de unos pocos.
No bien llegó de París, Barbará alquiló un departamento cerca de las mejores milongas, durante meses iba a bailar casi todos los días y así conoció la seducción y el chamuyo milonguero al compás de Canaro, Pugliese, Di Sarli, acunada en abrazos porteños.
–Me encanta ir a bailar, pero ya no tengo esa fiebre de todos los días. Yo dejé todo en París por venirme a bailar acá, mi sueldo, mi departamento, mi novio. Es lento el aprendizaje, te hace conocer cosas de vos misma, tus capacidades, tus límites, y lo que buscás, si tu vida es eso, bailar todas las noches. Para mí el tango es enorme, pero no es toda mi vida.
A dos meses de volver a París, Bárbara dice que extraña, pero que hizo una buena experiencia al estar sola y conocer a los argentinos, aunque algunos códigos le resultan inexplicables y transmite cierta desilusión.
–Sé que mi vida es más allá que acá. Me han tratado muy bien, en la milonga sobre todo, soy francesa, petisa y rubia, algo exótico, y mejoré el baile. Los hombres argentinos chamuyan más que los franceses, los hombres de mi país son fríos. Al principio todos querían bailar con la francesa para ver qué onda, como dicen ustedes, ahora ya soy una más, perdí un poco de exotismo. A veces hay cosas que no entiendo, te sacan a bailar y después no te sacan más. A uno le pregunté por qué no me sacaba más y una argentina me dijo “te rebajaste”, yo no me siento rebajada,quisiera entender qué hice, qué dije. Los que te chamuyan y un día les decís que no, no te sacan a bailar nunca más. Acá lo llaman histeria, en Francia no hay nada de chamuyo y un poco hace falta, pero acá es demasiado. Dicen que hay histeria, no sé, en Buenos Aires hay más psicólogos que en el mundo entero... El famoso macho argentino que se comenta en Europa, bueno, ahora que lo conocí de cerca, es un hombre con pura actuación. En Francia es muy distinto, hay menos comunicación, tal vez porque las mujeres somos muy independientes, todas trabajamos, qué nos van a decir los hombres lo que tenemos que hacer; pero a veces con mis amigas pensamos que en Francia les cortamos las bolas a los hombres, la revolución feminista fue demasiado para ellos.
Aclaración: la semana pasada, en la nota “Empujar el límite” se mencionó a la profesora Adriana Mércuri como Cristina. Sirvan estas líneas a modo de disculpa.
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