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Espiar

 Por Diego Fischerman

Durante años practiqué una forma de placer que juzgaba inofensiva. Al entrar a un bar, al subir a un colectivo o ubicarme en una cola para realizar algún trámite, trataba de situarme cerca de grupos de al menos dos personas. Después, simplemente, oía la conversación. En ocasiones me divertía, en otras me indignaba. Las mejores eran, por supuesto, aquellas en las que se discutía algo con cierta violencia o acaloramiento y el punto más alto de placer se correspondía en relación directa con la ignorancia acerca del tema que había originado la disputa. A veces tomaba partido, sin dudas, por uno de los contendientes. Los motivos, al no conocer la causa de la discusión, eran puros y desinteresados. Lo que valoraba, en esos casos, era la calidad de la argumentación y algunos detalles aparentemente ajenos pero de vital importancia para mí: la tranquilidad en la exposición, el cuidado en las gesticulaciones, la sensación de verdad que pudiera transmitir el tono de voz. Mis enemigos instantáneos eran las voces muy agudas y, desde ya, las intensidades excesivas.
El uso indiscriminado de teléfonos celulares aumentó, en principio, la oferta de conversaciones ajenas por ser espiadas. La mejoría, no obstante, fue sólo aparente. A pesar del obvio atractivo de no escuchar a uno de los que conversaban y poder, por lo tanto, imaginarlo a partir de lo dicho por el otro, la calidad de estas conversaciones era notablemente inferior a la de las personales. Comunicaciones para indicar que la tarta que estaba en la heladera debía ser puesta en el horno a las 12.15, o que los papeles de la transacción los llevaría Giménez eran la norma. Pero ése no fue el problema. Las complicaciones comenzaron cuando empezó a ser evidente que la regla que yo me había impuesto no iba a poder ser respetada. Todo el andamiaje descansaba en un principio básico: yo no debía intervenir. La primera vez no fue grave. Apenas una discusión marital en la que no fui capaz de sustraerme a la necesidad de reclamar indulgencia para el marido ante las quejas airadas de la mujer. La segunda ocasión, una discusión acerca de un dinero que había desaparecido de la caja y de la confianza de años que el empleado había dilapidado, fue más complicada: el placer de espiar fue reemplazado por cierto daño físico. Ya no espié más.

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