Por Carlos Hugo Sánchez *
Llueve más allá de la ventana del bar. Es una lluvia tonta, indecisa, que me hace recordar un verso de Borges: “la lluvia es una cosa que siempre ocurre en el pasado”. En la esquina, una camioneta espera la luz verde del semáforo. Al volante está Dustin Hoffman. Es raro, pero no tengo la menor duda de que sea él; el perfil casi triangular, los ojos fijos, levemente desorbitados, el gesto tantas veces actuado de no estar donde está, de soportar alguna lejana herida del alma.
Me gustó en Muerte de un viajante. Se lo diría, pero el cambio de luces no me dará tiempo y además llueve.
Me tranquiliza pensar que tal vez no necesite de mis elogios; que otros y otras se lo habrán dicho. La luz verde se demora y, con un gesto de impaciencia, gira la cabeza hacia el bar y nuestras miradas se encuentran. Me mira con intensidad, como si yo fuera otro actor y estuviéramos obedeciendo las consignas de un director y de un libreto. Yo le doy una pitada larga al cigarrillo y lo saludo con un movimiento sobrio de la mano. Me sale bien, pero sé que no es una cualidad mía, que cualquiera puede ser convincente cuando lo ayuda la mirada, levemente desorbitada, de Dustin Hoffman.
El suyo no es un saludo explícito, pero la inclinación de su cabeza y la boca pequeña entreabierta me convencen de una fugaz complicidad. Pero es su mirada la que nos hace amigos, su mirada cargada de profundidades y de ternuras.
La luz cambia y la camioneta desaparece pronto. No sé si les voy a contar a mis amigos, a mi mujer, con quién me crucé en la esquina de Agüero y Córdoba.
* Lector.
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