A veces el placer viaja en tapas duras. El libro es un objeto misterioso que está para ser degustado, olido, devorado. Lo veo allí, en el estante, en la góndola de la librería. Lo tengo entre mis manos. Rozo sus hojas, acaricio la suavidad o aspereza de su portada. Me dejo seducir con su título, su índice, sus letras. No sé bien qué relación entablaremos: los primeros momentos, como en todo encuentro amoroso, son definitorios. Un libro puede maravillar o aburrir hasta el sueño.
Me gusta porque calla pero no está ausente. Su presencia me inquieta; me excita saber qué va a contarme. Mis ojos se fijan en las primeras líneas. Lo dejo hablar, me dejo llevar por esa voz todavía desconocida que me acompañará durante días, tal vez meses. Algo va naciendo entre nosotros. No hay brújula capaz de decirme a dónde vamos. Me hago preguntas. El libro también me hace preguntas. A veces me deja sin palabras o me hace reír. He llegado a pensar que alguna vez lloraremos juntos. Sus palabras toman forma de personajes creíbles o descabellados. En noches de insomnio, recorremos lugares inexistentes o visitamos esos sitios conocidos que ahora redescubrimos con una complicidad que el mundo ignora. Con una confianza que va naciendo poco a poco, entro en el escenario que me propone y me suspendo en la cuerda de una frase que se tensa y me emociona. Admiro la gratitud de su entrega, la mansedumbre con que me recibe cada vez que envuelve. Cabalgo sus párrafos con alucinación. Muchas veces me he visto temblar al llegar al borde de una página para continuar un segundo más tarde en la próxima que me deleita más que la anterior. Sorbo una escena, me relamo con esa idea acuñada en apenas un renglón. Oigo viejas voces. Otros libros, evidentemente, han pasado por aquí. Me reencuentro con ellos, los saludo o paso de largo.
Nuestro viaje sigue su curso impreso. He abierto cada hoja como una puerta para ir a la sorpresa o al hastío. Pude llegar al corazón del laberinto o las tinieblas.
El libro se cierra y en un último esfuerzo me ayuda a saltar hacia otra orilla donde puedo verme igual pero distinta.
En todo lector pueden verse las marcas inexorables que los artífices de la palabra han ido dejando para que el placer de leer no cese y se renueve cada día.
* Lectora.
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