PSICOLOGíA › EJERCICIO DEL TORMENTO EN LA ENSEÑANZA MILITAR
La educación para torturar incluía la “formación mental”
El reciente descubrimiento de que, ya durante la democracia, la práctica de la tortura se incluía en la formación de militares dio lugar a testimonios de “ex alumnos”: su análisis ayuda a entender cómo los ideales compartidos en la institución militar se articulan con el sadomasoquismo para permitirle al torturador “resistir mentalmente”.
Por Sergio Rodríguez*
La denuncia sobre la existencia, ya instalada la democracia, de campos para entrenar militares en recibir y aplicar torturas, reactualiza la reflexión sobre estos fenómenos permanentes, aunque con reflujos limitados, en la historia de toda sociedad y cultura. Para examinar este hecho aberrante nos resultarán útiles los testimonios publicados en la prensa a partir del 18 de enero.
El oficial de Ejército E.L. –en actividad– asiente cuando se le pregunta si había torturas en la ahora célebre sección “Campo de Prisioneros”, que duraba tres días, y admite que perdió algunas piezas dentales durante ese aprendizaje. “Fue durísimo. Me cagaron a golpes”, rememora sin perder su buen humor.
Cuenta que el concepto del curso se instaló en la Argentina a mediados de los ‘60: el modelo eran los Boinas Verdes, las fuerzas especiales estadounidenses que actuaron en Vietnam desde 1957 en operaciones sucias de contrainsurgencia y guerra de guerrillas. “El ejercicio del campo buscaba evitar caer prisionero. Porque si pasaba, ahí se tenía una muestra de lo que venía. Ese era el trato a recibir como prisionero de los vietnamitas.” E.L. asegura que en ningún momento se enseñaba a torturar. “Sí, quizás, a resistir mentalmente, porque físicamente nadie puede aguantar.”
A distancia, E.L. tiene una mirada crítica: “Hoy diría que no sirve ni es necesaria esa parte. Cuando empezó el curso se seguía la doctrina de los Boinas Verdes. Con el tiempo creo que se fue desvirtuando”.
Por su parte, H.A., suboficial en retiro de la Fuerza Aérea, veterano en Malvinas, dijo haberse dado cuenta, en esa guerra, de que “no teníamos ninguna preparación”. Entonces, “volví, quería revancha, y me anoté en el curso de comando”. Señala: “En cualquier momento te podías ir salvo en la última materia: Campo de Prisioneros. Duraba tres días y dos noches, y de ahí no se salía”. Se suponía que “éramos prisioneros de Montoneros o del ERP”.
H.A. precisa que “en nuestro curso no había picana como en Ejército, que había mucha”. Confiesa que “yo hice el curso porque quería revancha, pero de Malvinas, no con el ERP”. Y comenta que, en el campo de prisioneros, “hablara o no, igual iba a ligar gomazos y submarinos”.
E.L. admite que hubo torturas en las que perdió piezas dentales, pero al contarlo mantiene el buen humor; haber soportado aquello lo enorgullece, refuerza su valor fálico ante su imaginario masculino y militar. Pero, sobre el final de su testimonio, tiene un quiebre lógico al decir: “En ningún momento se enseñaba a torturar”. Porque, ¿qué estaba aprendiendo el que le voló los dientes?
Luego, E.L. se torna ambiguo: “Sí... quizás, a resistir mentalmente, porque físicamente nadie puede aguantar”. La fórmula “se enseñaba a resistir mentalmente” parece responder a “no se enseñaba a torturar”, y la interpretación de esta ambigüedad pareciera ser la siguiente: se enseñaba a resistir mentalmente los efectos de torturar. Ya que, inmediatamente en la misma frase, se afirma que físicamente nadie –y por lo tanto él tampoco– puede aguantar. O sea, se enseñaba a que el torturador resista mentalmente, ya que, físicamente, el torturado no podría resistir.
El “hoy diría...”, en potencial, no afirma taxativamente que no se deba enseñar a torturar sino que esa parte ya no vale la pena enseñarla porque “se fue desvirtuando la doctrina de los Boinas Verdes”.
El testimonio de H.A. presenta destacables diferencias con el de E.L. El ingresó a la escuela de comandos porque, después de Malvinas, “quería revancha”. El no lo había hecho movido por la doctrina militar norteamericana sino por un sentimiento de revancha contra los ingleses, aliados fundamentales de los norteamericanos. Decepcionado, dice que “... quería revancha, pero de Malvinas, no con el ERP”. A diferencia de E.L., utiliza el pasado del indicativo y no el potencial para afirmar que, para él, no estaba mal.
Ambos militares dicen que en aquellos momentos estaban de acuerdo con esa metodología de entrenamiento. Las diferencias aparecen con respecto a la actualidad. E.L., oficial en actividad, condiciona su oposición actual a dichas prácticas a que, dice, se fue desvirtuando la doctrina de los Boinas Verdes. ¿Se referirá a que Estados Unidos, que introdujo esa doctrina en las fuerzas armadas latinoamericanas, ya no defiende a los militares que en diversos países de la región son acusados y hasta juzgados y condenados por haberla aplicado? Cuando dejaron de serle útiles, los dejó caer. En cambio, el suboficial retirado de la Fuerza Aérea estaba de acuerdo, en tanto y en cuanto lo hubieran preparado para tomar revancha contra los ingleses. Una diferencia en los ideales del yo los separa.
Lo que muestra que lo que en su momento los unió responde a lo advertido por Freud con motivo de la Primera Guerra Mundial. La psicología de guerra –centrada en identificaciones– hace posible que masas de hombres cometan acciones horrendas, en tanto ellos son incitados a dar vuelta los ideales del yo en que se sostienen, en nombre de otros “altos” ideales. Del “no matarás” se los insta a pasar al “matarás” en defensa de ideales supuestamente superiores. Franqueada esta primera valla, cualquier atravesamiento se justifica: torturas, violaciones hétero y homosexuales, terrorismo.
Pero, ¿sólo el cambio en el ideal del yo, con su correlato en el superyó, explica que hombres en armas se presten a torturar y ser torturados como parte de su entrenamiento? E.L., rememorando sin perder el buen humor; y H.A., ratificando que para él no estaba mal ligar gomazos y submarinos, dan a ver, en acto, una posición sadomasoquista que, ordenada por ideales supuestamente superiores y con distintas creencias, los transformó en instrumentos de la razón de Estado.
Esto vuelve a poner de manifiesto que vivimos dentro del campo de prisioneros que alambra el lenguaje, en su trabajo para agujerear lo real que, en cada situación, obstaculiza el equilibrio en las relaciones sociales. La utilización del lenguaje nos pone a los seres hablantes en una gran paradoja: por vía del discurso, permite los vínculos sociales al inhibir o sublimar las pulsiones. Pero que de las pulsiones queda, bajo inhibición, y de los deseos bajo represión, realimenta la presión de aquéllas. Las vicisitudes impulsadas por esos restos dan nuevo combustible a la pulsión y a los deseos, lo cual exige nuevos esfuerzos inhibitorios, sublimatorios y represivos.
La estructura del recorrido de la pulsión, que le permite autosatisfacerse en los agujeros del cuerpo propio, hace que toda pulsión, al poder así cumplirse en aislamiento, sea capaz de llevar al sufrimiento y la muerte. Y las paradojas del amor propio hacen que el yo pueda pasar, sin apercibirse, de una cara de su deseo a la contraria.
Si bien estas cuestiones se hacen presentes en toda actividad humana, alcanzan sus máximos niveles de tensión en aquellos lugares que deben pilotear las relaciones sociales: padres, docentes, autoridades y, particularmente, las fuerzas armadas.
Todo padre que se precie utiliza penitencias y hasta algún chirlo para civilizar a sus niños. Si no lo hace, corre el peligro de presentar una falla paterna excesiva. Los docentes tienen que recurrir muchas veces a medidas disciplinarias. Hasta mediados del siglo XX, no era infrecuente que estas medidas llegaran hasta el castigo corporal. En colegios ingleses y en diversos colegios católicos llegaron a utilizarse formas atenuadas de tortura: castigar al alumno con golpes de varas en las nalgas, obligarlos a permanecer de rodillas sobre granos de maíz, etcétera. En nuestro país, recuperados los derechos civiles y en nombre de los “derechos del niño”, se aprobaron reglamentos que dejaban inermes a los maestros y a los mismos chicos frente a los “revoltosos”: así se llegó al colmo de pibes que fueron armados a sus colegios y provocaron hechos de sangre, algunos de los cuales llegaron a la muerte. Apreciamos que manejar las peores manifestaciones del malestar en la cultura exige un saber hacer muy particular, que debe adecuarse a las circunstancias y diferencias.
El sadismo, el masoquismo y las violencias consiguientes son constitutivos y constituyentes de la estructura estructurante de los seres humanos. Es inevitable su recurrencia, lo cual no debe impedir que trabajemos para evitarla.
No hubo régimen político que no utilizara violencias sádicas contra quienes se le opusieran: repúblicas griegas, república e imperio romano, imperios indígenas como los aztecas y los incas, organizaciones tribales africanas y asiáticas, feudales orientales y occidentales, la Revolución Francesa burguesa y sus brotes, como la Revolución de Mayo, el comunismo en sus diferentes variantes, el nazifascismo, las democracias norteamericana y británica, etcétera. Si a la masa se le da una “buena razón”, su ideal del yo pasa de obstaculizar el desenvolvimiento de la violencia a propiciarla. Para lo cual se alimenta del masoquismo y el sadismo contenidos en la historia pulsional de cada uno y en la trampa narcisista anidada en cada yo. La razón de Estado, en defensa del orden constituido o de uno más justo por constituirse, da la justificación imaginaria necesaria para que pasen a ser reprimidas las ideas de respeto por el otro y de convivencia pacífica. La nueva represión o, a veces, renegación, suprime los sentimientos tiernos y de empatía por identificación con el otro. Eso sin contar que, cuando se desata la violencia, los contendientes quedan encerrados en la lógica irrecusable de “yo o el otro”, que reconoce como única salida el dominio o el asesinato; a menos que el equilibrio en la correlación de fuerzas obligue a negociar.
* Director de la revista Psyché Navegante, en Internet.