PSICOLOGíA › ACERCA DE LA EXPERIENCIA DE SOBREVIVIR A UNA CATASTROFE
Volver del infierno
La “neurosis traumática”, que puede afectar a sobrevivientes de catástrofes, es entendida por el autor de esta nota como resultado de un viaje a los infiernos, “lugar de horror, pero también de beatitudes”. Y este castigo puede convertirse en una oportunidad de acceder a “esa sabiduría particular que se adquiere en el intercambio con la muerte”.
Por Louis Crocq *
En boca de muchos traumatizados, eclosiona a menudo y casi sistemáticamente la palabra “infierno”, como referencia a la vez evocadora e imprecisa de la experiencia que acaban de vivir, en tanto que la palabra vivir puede aplicarse a una experiencia de confrontación con la muerte y la nada. El infierno, empleado aquí como metáfora, constituye un lugar mítico y misterioso del que no podemos poseer ningún conocimiento verídico. Nos limitamos a evocarlo a través de representaciones mentales inadecuadas, forjadas por nuestro imaginario, nuestras leyendas y nuestras culturas. Decimos que es el lugar de los difuntos; que es lugar de sufrimientos, castigos y expiaciones; pero los infiernos son asimismo el lugar de las beatitudes. En todo caso, se trata de otro modo de existencia que la existencia carnal. Por lo tanto, cuando el soldado sobrevive a un combate mortífero, cuando el civil escapa de un bombardeo apocalíptico, cuando la víctima emerge de los escombros de una gran catástrofe, o cuando acaba de sufrir los horrores de la violación o de la tortura, dicen que “retornan del infierno”. Forman parte de una experiencia de muerte, de horror y de sufrimiento, pero también de una profunda modificación de la existencia que va a manifestarse en el reencuentro con los vivos. Tres casos clínicos, expuestos a través de las propias palabras de los pacientes, ilustrarán en qué sentido su trauma ha constituido una incursión, una estancia y un retorno del infierno, con la perpleja interrogación que ello suscita.
Incendio
“En ese preciso momento, el cielo se incendia. ¿Cómo explicarlo? ¿El fuego había encendido mis ojos? ¿O se trataba aún del centelleo violeta del tranvía, pero un millón de veces más intenso? ¿Qué fue primero, la explosión o el formidable golpe de gong que vibraba hasta el fondo de mis entrañas? Fui arrojada violentamente cuerpo a tierra. Y una lluvia de objetos se abatió sobre mi cabeza y sobre mi espalda. Enceguecida, quedé sumida en las tinieblas. Creí que el momento fatal para el que siempre me había preparado había llegado. En ese instante, las caras de mis tres niños se me aparecieron; empujada por un impulso desesperado, reuní todas mis fuerzas para volver a enderezarme. Pero hubiese sido mejor que despejara los trozos de madera y las tejas que me recubrían, que me paralizaban... Sentía un hedor de azufre en el aire. Maquinalmente, sequé mi nariz y mi boca con el paño que llevaba en la cintura; pero percibí una sensación anormal en el rostro: ¡mi piel se pegaba al paño! ¡Y la piel de mi mano derecha colgaba en jirones de las puntas de mis dedos, como un guante! Al borde de mis fuerzas, me agaché en el lugar. Hacía apenas un instante, todo era tan hermoso y ahora todo se había sumido en una penumbra crepuscular, y mi visión era perturbada por una niebla. ¿Me habría vuelto loca? Para huir del mar de fuego que se aproximaba por detrás de mí, escapé hacia delante y, saltando por encima de los escombros, me lancé hacia el puente. ¡Qué espectáculo! Las escenas atroces que encontraba en mi camino permanecerán grabadas para siempre en mi memoria. Un enjambre innumerable bullía en el agua. Todos –¿se trataba de hombres o de mujeres?– con el rostro ceniciento e hinchado, los cabellos erizados, agitando los brazos hacia el cielo, profiriendo sonidos estrangulados, atropellándose para ver quién se arrojaría más rápidamente al agua... Más allá vi, como perros y gatos reventados, innumerables cadáveres que todavía conservaban jirones de vestimenta. Cerca de la orilla, una mujer estaba tendida sobre su espalda, y la sangre brotaba a borbotones de su pecho... El infierno búdico, que mi abuela me había descrito tan a menudo cuando yo era pequeña, había surgido bruscamente ante mis ojos.”
Este es el relato que la señora Kitamaya, sobreviviente del bombardeo atómico de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, hizo muchas veces ante los periodistas. Se recopilaron otros relatos similares. Todos acuerdan en conferir el nombre de infierno a lo que vivieron.
La barca
“Me hizo sentar en un sillón y salió hacia otra habitación. Luego retornó armado con un fusil de caza, lo dirigió hacia mi pecho y me dijo ‘te voy a embarcar’. Me levanté de un salto y me arrojé a un costado en el momento en que él disparaba, a un metro de mí. Sentí una quemadura sobre mi costado derecho, ya que no había podido esquivar totalmente la descarga, que me hirió a la altura de las costillas. Como iba a disparar por segunda vez, agarré el cañón de su fusil y logré desviarlo hacia abajo; pero el disparo me destrozó el pie izquierdo. Enseguida, dejó su fusil y sacó un revólver del bolsillo. Había premeditado su disparo y quería matarme sin miramientos. Aferré su muñeca. En la urgencia, busqué más bien no ser alcanzado por el disparo que desarmarlo. Nos abrazamos. En un momento disparó, justo cuando yo torcía su mano en su propia dirección. El disparo lo alcanzó en el pecho. Cayó. Era él quien estaba muerto, y no yo. Yo estaba aturdido, espantado. Después, y aún hoy día, después de muchos años, la frase que me dijo al ingresar (te voy a embarcar) no deja de retornar a mis oídos y a mi cabeza, y no deja de provocarme una angustia terrible. Pienso que él quería embarcarme en la barca de Caronte, hacerme atravesar el río que conduce hacia el infierno, pero fue él quien partió solo. Esta idea no deja de obnubilarme.”
A través de este relato, un hombre de negocios, conducido a una celada por su socio enloquecido, da cuenta de la sorpresa que experimentó al ver la inminencia de su propia muerte reflejada en la muerte del otro, y su experiencia imprevista de encontrarse “embarcado” en el viaje que conduce a los infiernos. En el curso de la terapia, él habló a menudo de esta frase, “te voy a embarcar”, y de la interrogación obstinada que suscita en él.
Resplandor
“La bomba explotó a pocos metros de mí, de frente, con un gran resplandor. No creo haber perdido el conocimiento, pero me encontré elevada y flotando, de pie, con los brazos separados. No me sentía mal y no estaba gravemente herida, porque, según se me dijo más tarde, la mesa tras la cual me guarecí me había protegido el tronco, y solamente fueron afectados mis brazos y mis piernas por las esquirlas de vidrio, y los ojos momentáneamente cegados por el efecto de la explosión. Yo no sentía nada, y estaba incluso en un estado de total bienestar, liviana y sin pensar en nada, como con un gran vacío dentro de mí. Me dije: ‘¿Qué es esto, la muerte?’. A continuación, lamenté ya no experimentar ese estado de bienestar y vanamente intenté volver a encontrarlo. Porque lo que lo sucedió fue penoso. Lo más penoso no es el atentado, es el después. No voy a hablarles de los veinte días en el hospital ni de los dolores causados por las explosiones y algunas quemaduras, porque todo ello es soportable. Pero uno o dos meses más tarde todo comenzó a andar mal, cuando comencé a tener visiones de personas heridas alrededor mío, como flashes, y pesadillas de bombas y explosiones que me despertaban, sobresaltada, muchas veces durante la noche, con el corazón latiéndome fuerte, y tenía temor a salir e ir a mi trabajo, donde había sucedido el atentado, veía terroristas en todos los transeúntes y bombas en todas las valijas, no me atrevía a accionar los conmutadores eléctricos por miedo a provocar una explosión, y todo el día pensaba en los terroristas, por qué habían hecho eso y por qué eso había caído sobre mí, y que tal vez ellos me buscaban aún para matarme... Y lo más duro fueron los otros. Mi marido y mis chicos eran amables conmigo, pero yo sentía que los irritaba con mis temores continuos. Ellos no podían comprender lo que me había ocurrido. Los policías me habían interrogado, pero todo lo que les interesaba eran las pistas. Los médicos, apresurados, me escuchaban distraídamente y me prescribían medicamentos. Yo no les interesaba a las asociaciones de víctimas, porque había quedado poco herida: ¡desde el momento en que uno tiene sus brazos y sus piernas, arrégleselas, usted no le interesa a nadie! En cuanto al experto psiquiatra que me examinó, y a quien tuve la imprudencia de contar el estado de bienestar que había experimentado justo después de la explosión, se burló de mí y me trató de histérica. Se levantó un muro entre todos los otros y yo. Y lo peor, tal vez, es que yo misma cambié completamente. Un día, mi hija me había confiado su bebé para que se lo cuidara y yo me alegré anticipadamente; pues bien, cuando se lo devolví a la noche, ¡me di cuenta de que era incapaz de amar! Todos los gestos que había realizado para ocuparme del bebé, lavarlo, arroparlo, alimentarlo, mecerlo, los había ejecutado como una máquina. Todo era muerte en mí, momificada, estoy muerta en mi interior, soy una muerta entre los vivos que me rodean y que no lo saben. Esto es lo más terrible.”
A través de sus palabras esta mujer, que se encontraba entre las numerosas víctimas de un atentado perpetrado en 1986 en un centro comercial parisino, expresó su profunda confusión, con los principales síntomas de una neurosis traumática y el profundo cambio de personalidad que la caracteriza. Por lo demás, en el relato de este cambio, todo evoca una visita a los infiernos y un retorno de los infiernos: la experiencia inaugural de la muerte y el retorno con reminiscencias, el sentimiento de estar en lo sucesivo impregnada por la muerte, y una nueva mentalidad, una imposibilidad de comunicarse con los demás, imposibilidad que depende más de la víctima en sí que de su entorno, mientras que éste experimenta de manera confusa la diferencia radical que la excluye del mundo de los verdaderos vivientes.
La nada
¿Qué quisieron decir estos tres pacientes? ¿Cuál fue su experiencia de la muerte y de la nada? Y, al retorno de esta experiencia, ¿qué mensaje nos traen, para los otros y sobre todo para sí mismos? ¿Qué son, para el traumatizado, la entrada, la permanencia y, sobre todo, el retorno de los infiernos?
De la entrada a los infiernos, cada uno se concede retener la vivencia de sorpresa, imprevisibilidad, espanto, el sentimiento de ausencia de socorro y la angustia que le sigue a ello. Pero es sobre todo la confrontación con la muerte, la perspectiva inminente de la propia desaparición y el advenimiento de la nada, que dominan esta inmersión y que se despliegan en una vivencia de extrañamiento y desrealización y hasta de despersonalización. Se han invocado dos mecanismos patogénicos, que son el desborde (o la efracción, cuasi mecánica) de las defensas del sujeto, y sobre todo la confrontación brutal con lo real de la muerte y de la nada, sin la mediación del lenguaje y los sueños, que en la vida cotidiana nos evitan ese contacto bruto.
Porque la experiencia última del trauma es esta presencia inopinada de la nada, en la fulgurancia de una síncopa de tiempo (in icto oculi, en un abrir y cerrar de ojos, dice San Pablo en su Epístola a los Corintios, mostrando con toda precisión en qué sentido esta epifanía es una breve apelación lanzada por la muerte), y la revelación de su verdad, de estanada misteriosa y temida, de la que cada uno posee entera certidumbre sin poder adquirir jamás conocimiento de ella; tan verdad es, que la afirmación de nuestra existencia y la fe en la vida se fundan sobre la apasionada negación de la nada (cada ser, cada cosa que existe, decía Merleau-Ponty, es no sólo “algo” sino “algo y no nada”).
Pasado ese estado inicial de inmersión, sobreviene la estancia en los infiernos. El traumatismo es vivido a menudo, ahí, como horror absoluto, terror perpetuo, sufrimientos y tormentos que superan todo lo previamente padecido, en una convicción de ausencia de escapatoria que desemboca en la desesperación. A veces, se superpone a esos tormentos la impresión de sufrir un castigo y expiar las faltas o defecciones cometidas durante la vida y, más allá, la falta primera de haber nacido, la “falta originaria”.
En otros casos, la estancia en los infiernos es experimentada como un estado segundo, como un prolongado síncope, un estado de inmaterialidad próximo al éxtasis. Tanto en un caso como en otro, la atmósfera de extrañamiento y desrealización subsiste, suscitando eventualmente las vanas denegaciones de exorcismo (“esto no es verdad”), pero más generalmente el descubrimiento, por parte del sujeto, de que a partir de ese momento pertenece a un nuevo mundo. Ya no pertenece al mundo de los vivos y a sus valores sino al más allá, por un lapso que ya no transcurre y ofrece un aperitivo de eternidad. Descubre que no es más que una sombra, sin sustancia, sin identidad, sin nombre, sin relación con sus semejantes, y se inclina a la mansa aceptación de este borramiento. La estancia en los infiernos es la promiscuidad con los muertos, la copresencia entre ellos, la pertenencia al pueblo de las sombras.
Al retorno del infierno, se constituye el síndrome psicotraumático como remanente de la experiencia traumática. Fijación al trauma, sin duda, que persiste en presentarse en las reviviscencias realistas y ansiógenas; y, por consiguiente, mirada fascinada hacia la desgracia detrás de sí, como los augures del Infierno del Dante, condenados a mirar hacia atrás (“Porque por lejos que hubiese querido ver,/ Mira atrás y hacia atrás camina...”, Canto XX), y, como Orfeo, reiterando sin cesar su lamento. C. Barrois (Les névroses traumatiques, París, Dunod, 1988) destaca que el síndrome de repetición es tanto “el infierno del recuerdo” como “el recuerdo del infierno”. Pero también memoria bruta, más bien que recuerdo construido, y, más exactamente, reminiscencia, palabra que Freud tomó de Platón y que Janet no había sabido encontrar. Janet empleaba a disgusto la palabra recuerdo o “idea fija”, dejando expresa constancia que no se trata de una representación mental cognitiva sino más bien de un vago recuerdo primario, no elaborado, mezcla de imágenes, sensaciones, vivencias, veleidades y gestos ligados a la experiencia traumática inaugural, que, segregado en un rincón del pre-consciente, desencadena pensamientos y actos automáticos, aislado del resto de la conciencia que, por su lado, continúa elaborando representaciones mentales, de sentimientos y conductas diferenciadas y determinadas.
Pero, más allá de este mecanismo de cuerpo extraño, se constituye una experiencia vivida, fenomenológica, de triple transformación del universo, de la temporalidad y del ser, bajo el efecto dominante del horror, que va a infiltrar la existencia del sujeto, sus pensamientos, sus sentimientos, sus caprichos y actos y ejercitarse en el cumplimiento de su destino. Para el “sobreviviente” (palabra que expresa claramente que se trata de un suplemento inesperado de vida, y hasta quizás una nueva vida), el “resucitado”, o el “aparecido”, el retorno de los infiernos es experimentado bajo la modalidad de la remanencia de lo irreal. El sujeto permanece aún impregnado de su viaje a los infiernos, y conserva a la vez las visiones y las vivencias que allí ha conocido y una cierta perplejidad, una duda sobre la realidad de eso que reencuentra y sobre su propia existencia. Ya no reconoce su mundo anterior, que le parece lejano, no familiar; y ya no reconoce a sus semejantes, los vivientes, que le parecen extraños, hasta hostiles. Más exactamente, le parece que los demás no pueden comprender lo que él les dice, lo que le ha ocurrido; y renuncia a hablarles. Por lo mismo, no puede recuperar su temporalidad normal, y su tiempo permanece suspendido, fijado al instante del trauma, perpetuándose en el porvenir y reconstruyendo a su imagen un pasado mortífero.
Finalmente, el sujeto no se reconoce a sí mismo, y los testimonios abundan en imágenes evocativas de esta despersonalización: yo muerto, yo momificado. Amortajamiento de la personalidad, transfiguración de la persona, cambio de alma. Groseramente, esta alteración de la personalidad, se caracteriza por el establecimiento de una nueva relación del sujeto con el mundo, con los otros y consigo mismo. Una nueva manera de percibir, de sentir, de pensar, de amar, de querer y de actuar.
Los otros
En referencia a la relación del aparecido con los otros, se trata de un fenómeno que se conjuga de a dos; y la actitud de los otros, ante el sobreviviente, es complementaria de su vivencia de ser diferente. Los otros lo ven, en una primera aproximación, como transformado, diferente de cómo solía ser y distinto de ellos. Se espantan del retorno de este espectro, horrorizados ante este horrorizado, olfatean que él viene de otro mundo. Advierten que no pueden comunicarse con él, y conservan ante él un lenguaje que sanciona esta incomunicabilidad: sea por exceso de conmiseración, sea por crítica, irritación y rechazo. El exceso de compasión y el maternaje confiscan la autonomía del sobreviviente, y la irritación ante sus lamentos lo confina en la exclusión. Los vivientes no le perdonan haber transgredido la interdicción de la muerte, y por su actitud de ostracismo le imponen una segunda muerte.
La experiencia del infierno se perpetúa en la imposibilidad de transparencia de la relación al otro. “El infierno, son los otros”, dice Sartre. Pero el traumatizado puede también interrogar su perplejidad, su alienación, “enunciarse” y descubrir este “otro-él” que ha retornado del infierno con él; descubrir en las nuevas palabras, a medida que las profiere, la verdad de la experiencia infernal, el cambio que ha promovido en su alma y la posibilidad de asumir este cambio y asimilar esta nueva alma a la anterior. Obrar de forma que la experiencia traumática no sea más un cuerpo extraño, una “impostura” en una temporalidad muerta, fijada al instante trágico, sino una peripecia de la existencia, entre otras, faustas o adversas, en una duración que se desliza como el cauce mismo de la vida. Y es el discurso mayéutico, enunciación maravillada de un saber insospechado sobre el mundo y sobre sí y sobre los orígenes, gradual y no simple relato de lo ya sabido y que los otros esperan a escuchar; enunciación que procura la catarsis, o apaciguamiento esclarecido del alma, en la asunción de todos los acontecimientos de la vida y su transparencia para sí y para los demás. Reparar y consolar su alma, fusionar su nueva alma a la anterior, en la revelación de una verdad (se trata de la vertiente “revelación” del Apocalipsis, en contrapunto con su vertiente “fin del mundo”), el acceso al conocimiento, y la iniciación a esa sabiduría peculiar, que sólo se adquiere en el intercambio con la muerte y el viaje a los infiernos.
* Profesor asociado honorario de la Universidad René Descartes, París. Fragmento de “El retorno de los infiernos y su mensaje”, publicado en Revista de Psicotrauma, Vol. 2, Nº 2.