Jueves, 19 de julio de 2012 | Hoy
Por Laura Palacios
“Cuando el amor es pleno, rara vez genera sentimientos bolerísticos”, escribe Carlos Monsiváis. Lacan, al referirse a la “fórmula de producción del acontecimiento amoroso”, advierte que lo que caracteriza al amante, al sujeto del deseo, es su falta: quien está en posición de amar, de dirigirse al otro que lo subyuga, no sabe lo que le falta. Por otro lado, el amado no sabe lo que tiene, ni en qué consiste su especial señuelo. “Entre estos dos términos que constituyen, en su esencia, el amante y el amado, observen ustedes que no hay ninguna coincidencia. Lo que le falta a uno no es lo que está, escondido, en el otro. Ahí está todo el problema del amor (...) En el fenómeno, se encuentra a cada paso el desgarro, la discordancia” (Seminario “La transferencia”). Y es en ese instante “de báscula, de reversión, en la conjunción del deseo con su objeto en tanto inadecuado, donde surge la significación que se llama el amor”.
En El malestar en la cultura, Freud advierte que el trastorno de la relación en los que se aman resulta esencial, que no afecta sólo a determinados sujetos. Colette Soler (La maldición sobre el sexo, ed. Manantial) lo pone con todas las letras: la perturbación amorosa “está presente en todos los casos: hay algo desfasado, desencajado entre el amor del hombre y el amor de la mujer, (...) sin duda, el hombre y la mujer pueden encontrarse, pero sus amores no se encuentran verdaderamente”. En la pasión del bolero, muy pronto asoma el primer fantasma, bajo la forma de una entidad ubicua, callada y transparente: los celos.
Bajo el dominio de los celos, el sujeto enamorado pasa las horas aguardando la emboscada. Lee en el aire la huella de su rival, y hasta lo llama con el pensamiento. En el amor todo es signo, advirtió Stendhal en 1811, y el amor bolerístico cela hasta de las ideas. En “Júrame” –escrito por una mujer–, “Tengo celos hasta del pensamiento/ Que pueda recordarte a/ Otra persona amada”.
Al comienzo, quien cela padece fantaseando, hasta que un día, con el alma sobrecogida, empieza a interrogar. Es que, con el correr del tiempo, los celos empiezan a parecerse a un ser vivo. A un animal exigente y voraz, siempre en busca de algo con que alimentarse. Esa voracidad, que trabaja sin pausa, obligará al amante a solicitar penosas confesiones. Tal vez no lo sepa. Tal vez ignore que el paso que separa la fantasía de la confesión abre un camino sin retorno. Porque el verdadero vía crucis comienza cuando escucha de esa boca tan amada: “Aunque me duela el alma...”.
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