PSICOLOGíA
Los “severos”, los “moderados”, pero, ¿dónde está el sujeto?
Una reflexión crítica sobre las clasificaciones predominantes en la educación especial, que desestiman la singularidad de cada niño. “Si no concuerda con cierta clasificación cognitiva –dice el autor–, el problema que tendría ese niño sería que está ‘mal evaluado’.”
Por Esteban Levin *
Recuerdo la problemática que traían los padres de Juan, un niño con parálisis cerebral y dificultades en su desarrollo. El niño había sido derivado a una escuela de “motores”, donde le habían realizado una serie de tests diagnósticos a partir de los cuales le dijeron a los padres que, como el niño tenía un retardo mental, no podía ser aceptado en esa institución. Fue derivado a una institución de “mentales”; allí le volvieron a tomar una serie de entrevistas diagnósticas y, como sólo admitían niños “severos” y “moderados”, fue derivado a una tercera. Allí, a partir de un nuevo diagnóstico, les dijeron a los padres que desde el punto de vista cognitivo podría ingresar pero, como tenía un trastorno motor, Juan no era admitido.
¿En qué clasificación y topología entra un niño como Juan para ser sujeto?
El discurso actual sobre el desarrollo infantil lleva una y otra vez a suprimir al sujeto que emerge en cada acto y juego psicomotriz, pretendiendo de este modo la búsqueda de un armónico y adecuado desarrollo acorde a estadios, pautas y subestadios preestablecidos, los cuales a su vez dependen de cada clasificación y tipología que el discurso imperante considere más lógico, adecuado y equilibrado para su respectiva edad cronológica.
Esta lógica ha llevado a suprimir al sujeto-niño, de tal modo que, si no concuerda con cierta clasificación cognitiva o con ciertos patrones neuromotrices o con algunos parámetros estandarizados, el problema que supuestamente tendría ese niño sería que está “mal evaluado”. Se busca entonces denodadamente una clasificación o que se lo encuadre dentro de alguna tipología de las muchas que existen para respetar el currículum institucional o simplemente para la tranquilidad del evaluador.
El ejemplo más claro de ello es la clásica clasificación de la educación especial en niños severos (“los severos”), en niños moderados (“los moderados”), en niños leves (“los leves”) y en niños motores, que conlleva sus clásicos juegos y actividades pedagógicas para cada nivel sin posibilidad de ninguna evolución o progreso. Un “severo” es severo y nunca podrá ser moderado, por eso necesita actividades para severos; un “moderado” nunca podrá ser leve, por eso necesita una actividad para moderados.
También encontramos diferentes establecimientos donde se agrupa y ordena a los niños según su patología, que los nombra, los agrupa y los uniformiza. Es la discapacidad la que los nombra, como síndrome, como órgano o como objeto; lejos están así de ser considerados como sujetos. Lo que causa su posición en el discurso institucional que los agrupa y los designa como signos del fracaso, del retardo o la discapacidad es su patología que los abarca y engloba en todo su fallido desarrollo.
Este discurso “científico” de la modernidad acerca del desarrollo “patológico” convoca al niño y a sus padres a un lugar de integración social, cultural y educativo lleno de imposibilidades pues, por un lado, se lo nombra, se lo presenta y se lo incluye como un niño diferente a lo normal y, por otro, se centraliza el trabajo en parámetros, índices y clasificaciones estrictamente pedagógicas y cognitivas normales.
Consecuentemente con esta mirada, nos encontramos cada vez más con nuevas técnicas de estimulación, nuevas clasificaciones y evaluaciones, nuevos y específicos tests y nuevas y precisas técnicas cognitivas que pretenden la eficacia y el logro de conductas adaptadas al medio.
Pero, ¿qué ocurre con la singularidad de cada niño, de cada desarrollo, de cada historia? Si un niño no juega porque no habla, no dirige la mirada y realiza movimientos estereotipados, el objetivo no tendría que basarse en que el niño adquiera nuevos hábitos y conocimientos o que logre aprender los colores o adaptarse al juego de los otros niños o estimular su sensibilidad, sino en comprender cuál es la problemática que el niño nos da a ver en su estereotipia, en su cuerpo, en su no mirada y en su no palabra, estableciéndose una táctica y estrategia particular para ese sujeto-niño y no para su patología de base o su diagnóstico.
Siguiendo el ejemplo, si el niño no puede jugar, no es que él decide no jugar, sino que él no puede decidir, pues no juega y de este modo no puede configurar sus representaciones, ni sus palabras, ni su desarrollo. Reiteramos, el problema no es del niño, sino que lo es para los otros, para hallar el modo adecuado de encontrarse con él y no con su déficit.
Las resistencias a jugar y a aprender no son del niño, sino de los otros para comprender la singularidad que en esas producciones (aunque sean estereotipadas) el niño nos da a ver.
Desde este punto de vista, planteamos que el desarrollo psicomotor del niño es básicamente disarmónico (y no armónico como plantea el discurso de la modernidad), ya que el niño ingresa en la cultura a través de la demanda y el desea del Otro que lo constituye, lo que nos permite afirmar que la primera imagen del cuerpo de un niño es la imagen del cuerpo del Otro. Su primera imagen está en el Otro y no en su cuerpo.
Lo disarmónico, desde el origen, se establece en la diferencia y disyunción entre su cuerpo (sus sensaciones) y su imagen que está en un “extra cuerpo”, que está en el Otro. Desde allí se comienza a enunciar la singularidad y el misterio que determina el desarrollo psicomotor del niño.
Cómo encontrar, recuperar y engendrar el misterio, el enigma singular en la estructura y el desarrollo, será nuestro desafío actual frente al discurso uniforme de la modernidad.
La peor trampa para un educador o para un terapeuta es haber eliminado su propia ignorancia, su propia capacidad de sorprenderse (pues ya sabe lo que tiene que hacer y lo que va a pasar con ese niño); eliminar sus propias dudas, sus propios equívocos; eliminar el malentendido, el absurdo, el sin sentido, lo inesperado y el misterio y, entonces, resguardarse en la técnica, en la estimulación o en la pedagogización. De este modo, lo que se elimina es el sujeto que hay en todo desarrollo y en todo niño.
* Director de la Escuela de Formación en Clínica Psicomotriz, profesor de Psicomotricidad Terapéutica en la Universidad de Barcelona y docente en la Facultad de Psicología de la UBA.