Lunes, 7 de septiembre de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › SON UNAS 70 FAMILIAS DE ORIGEN BOLIVIANO QUE ACAMPAN ENTRE VAGONES Y POLICíAS EN RETIRO
No pueden pagar los alquileres que les cobran por una pieza en la 31. Hace 15 días viven a la intemperie, junto a los vagones y hostigados por los federales. Presentaron un amparo para que la Justicia les permita edificar en un terreno externo a la villa.
“Hay un abuso con los alquileres. Por una pieza de tres metros por dos nos cobran hasta 600 pesos, y no quieren aceptar a las familias sino sólo a los solteros porque los niños molestan.” Las pausadas palabras de Sergio Castañeta resumen el problema de 70 familias bolivianas que alquilan o alquilaban una pequeña pieza en la Villa 31 y que hace 15 días permanecen a la intemperie en una porción de terreno delante de la manzana 105, entre la terminal del Ferrocarril San Martín y la Terminal de Retiro, con la esperanza de que les permitan construir una pieza propia (lo solicitaron mediante un amparo judicial). Desde el 22 de agosto, la policía custodia a las familias para que no intenten iniciar la construcción de sus viviendas, y hasta les quemaron frazadas, colchones y otros materiales que les permitían repararse del frío, según denunciaron las familias.
Entre el revuelo de relojes, golosinas, policías y pasajeros de tren o de ómnibus –según si salen o entran de la terminal del Ferrocarril San Martín o la Terminal de Retiro– sobre la calle Ramos Mejía, dos hojas de un portón abren el camino, sobre vías en desuso, a la manzana 105 de la Villa 31 bis. Ya sin bullicio, las vías abandonadas son una amplia peatonal que se estrecha a los 300 metros. Allí, una furgoneta y dos patrulleros de la Federal acotan el paso. Las primeras construcciones de ladrillo y cables a la vista comienzan a cien metros.
Pero hace 15 días, 70 familias bolivianas sobreviven sobre las vías, bajo los trenes de carga y entre los charcos de agua estancada que se desordenan en esos cien metros anteriores al primer techo de material. Felicidad Corrales trabaja como costurera para pagar los 300 pesos de una pequeña pieza en la que vive con sus dos hijos. Pero los dueños de la pieza ya le advirtieron que en octubre no le renovarán el alquiler.
“Estamos acá para poder tener un pedacito de tierra. Pero la policía nos maltrata. La semana pasada nos quemó los colchones y las frazadas. Por las mañanas nos despiertan gritándonos ‘vayan a su país’”, retrató Felicidad.
Es que por la tarde dos patrulleros y una furgoneta custodian el terreno que por concesión utiliza la empresa ALL –de capitales brasileños– y “a la noche llegan a ser hasta siete patrulleros, más la Infantería”, indicó Liliana Da Silva, una vecina que desde el primer día busca ayuda a las familias. “La empresa presentó una causa por usurpación y otra por interrupción del trabajo contra las familias. Pero acá todos saben que estos pocos metros del terreno no los usan. Por eso, aún no llegó una orden de desalojo”, explicó.
A un metro de Felicidad se ven las rueditas del cochecito de la bebé de Virginia. El resto del carrito está tapado con un nylon, por miedo de que llegue otra lluvia como la de la semana pasada, que le inundó la carpa. Unos pasos más adelante, Aurelia Avalos ironiza: “Llegaste a tu casa”. Es que su vecino de carpa, Germán Condori, llegó con su hijo José Luis –de un año– luego de ir a comprarle los medicamentos para la bronquiolitis. La enfermedad regresó con las dos semanas de frío durmiendo bajo el cielo.
“La señora no quiere alquilarme más porque el niño le molesta. Y si pudiera tener un pedacito de terreno, con lo que pago de alquiler construiría una piecita”, graficó Germán. Esta tarde su mujer no lo acompaña porque fue al hospital a atenderse, y él ya no tiene problemas de quedarse cuidando el lugar, ya que lo echaron de la obra de construcción en la que trabajaba por ausentarse en las últimas semanas.
Ramón Vera da vueltas como un modelo sobre un vagón de carga para mostrar la remera de “Cortinas Metálicas”, donde trabajaba hasta la semana pasada. No quiere llamar la atención, pero subirse al vagón es más cómodo que pasar por debajo, únicas dos maneras de salir de la carpa más grande del predio. Son las familias más alejadas de los patrulleros y son más de diez. Su refugio lo armaron dejando caer un nylon desde arriba del vagón en diagonal al piso. El problema es que lindan con las paredes de otro pilón de casas que desagotan las cañerías detrás de las carpas. El verde del agua de la zanja indica cualquier cosa menos sanidad y a la noche se levantan los “matungos”: así les dicen a los mosquitos.
“Me siento una tarada”, dijo una asistente social cuando se encontró en el predio con las familias después de dar una charla sobre el dengue en la villa. La anécdota es de Da Silva, quien asegura que en las últimas dos semanas golpeó las puertas de los ministerios de Desarrollo Social nacional y porteño, del Inadi y de la Defensoría del Pueblo, sin ninguna respuesta de asistencia.
Sin embargo, algunos empiezan a encender unas maderas para cocinar en las ollas de las que todos sacarán una tajada. Por suerte para todos, ayer un comedor del barrio se solidarizó y donó un poco de comida. Mientras el fuego calienta las ollas, Germán señala al cielo y advierte que “se viene el agua otra vez”, e instantáneamente un vecino blande un paraguas y deja escapar una risa. “Así resistimos”, aseguró Germán a la espera de que un funcionario los escuche y un amparo permita una “prolongación de la manzana 105”. Hasta que un día llegue la repetida urbanización.
Informe: Nahuel Lag.
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