Lunes, 7 de septiembre de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › INVESTIGAN EN CUYO LA UTILIZACIóN DE ALGAS PARA PRODUCIR BIOCOMBUSTIBLES
Son biocombustibles de tercera generación. Las algas consumen desechos, purifican las aguas cloacales y pueden ser utilizadas sin afectar tierras de cultivo alimentario. El proyecto avanza en la Universidad Nacional de Cuyo.
Por Pedro Lipcovich
Se lanzó el primer proyecto para producir comercialmente, en la Argentina, biocombustibles a partir del cultivo de algas. Lo desarrollan ingenieros de la Universidad Nacional de Cuyo, y ofrece perspectivas a tres puntas. Una es poner al país en la primera línea para producir el biocombustible que más apuestas a futuro convoca. Otra es aprovechar el hecho de que, para estas algas, los desechos que más repugnan al humano son manjares exquisitos, y utilizarlas para purificar las aguas cloacales, en este caso de la capital mendocina. Todavía otra perspectiva es usarlas para reciclar el dióxido de carbono de fábricas y centrales eléctricas y así integrarlas en la respuesta al calentamiento global. Las algas unicelulares –capaces de duplicar su tamaño en 24 horas– son la estrella de la “tercera generación” de biocombustibles. La primera generación, que utiliza plantas tradicionalmente empleadas para alimentación humana como el maíz o la caña de azúcar, es cada vez más cuestionada, no sólo por entidades ambientalistas sino por organismos supranacionales incluida la Unión Europea.
El equipo de la Facultad de Ingeniería de la universidad cuyana está dirigido por Jorge Barón: “Ya logramos producir aceite apto para fabricar biodiesel, a partir de algas unicelulares, con rendimientos muy interesantes, aprovechando las excelentes condiciones del sol durante el verano mendocino”. El desafío, en la Argentina y en el mundo, es “hacerlo a escala industrial, en condiciones económicamente sustentables”. Para anotarse en esta carrera, los investigadores cuentan ya con financiación, proveniente de una empresa norteamericana. “En el nivel científico, ya lo hemos probado: ahora se trata de dar el salto al nivel tecnológico.”
Las algas pertenecen a la denominada tercera generación en biocombustibles. La primera corresponde a la obtención de alcohol etílico a partir de cultivos como el maíz, la caña de azúcar o la soja. Este procedimiento es hoy fuertemente objetado: primero, porque quita tierra cultivable a la producción de alimentos; segundo, porque, aunque libere a la atmósfera menos dióxido de carbono que el petróleo o el gas, de todos modos el balance ambiental resulta negativo, especialmente si se considera la energía necesaria para las distintas etapas del cultivo, incluido el uso de fertilizantes. Por eso la Unión Europea, que a fines del año pasado estableció la obligación de que el diez por ciento del combustible usado en transporte en su territorio provenga de fuentes renovables, puso en condicional el uso de estas fuentes.
La segunda generación de biocombustibles utiliza las mismas plantas de cultivo pero se vale de partes residuales, sin valor alimenticio, como podría ser el bagazo de la caña de azúcar o las hojas de los árboles que se cultivan por su madera. Pero las tecnologías necesarias son demasiado caras. Según evaluó la Unión Europea, “es improbable que la segunda generación de biocombustibles sea competitiva con la primera antes de 2020”.
La tercera generación, la más promisoria, apela a cultivos desarrollados exclusivamente para la obtención de combustible: incluye palmeras de muy rápido desarrollo, pero la estrella son las algas. Estas son consideradas los organismos más eficientes de la tierra por su altísima tasa de crecimiento –algunas especies duplican su tamaño cada 24 horas– y su alto contenido de aceite aprovechable. Además, como se cultivan en agua, no usurpan tierra destinada a producir alimentos.
El agua donde han de cultivarse las algas no necesita estar limpia y en realidad es mejor que no lo esté. En el caso del proyecto de la Universidad de Cuyo, “pensamos aprovechar las aguas de Campo Espejo, que es el lugar donde se tratan todas las aguas cloacales de la ciudad de Mendoza”, contó Barón. Estas aguas ya reciben un tratamiento, mediante bacterias que degradan el material orgánico y las dejan en condiciones de ser utilizadas para el riego de cultivos no destinados a alimento. “Estamos en tratativas con el gobierno provincial para utilizar esas aguas servidas en el cultivo comercial de algas: componentes que son dañinos para la salud humana, como el amoníaco, para las algas son un alimento muy bueno. Y, como subproducto, quedará un agua totalmente purificada.”
Para alcanzar sus enormes velocidades de crecimiento, las algas –como todas las plantas– necesitan tres cosas: sol, para la fotosíntesis; nutrientes, señaladamente el nitrógeno; y dióxido de carbono. Otra de las patas del proyecto mendocino es “aprovechar el dióxido de carbono que emiten las fábricas o centrales de electricidad”, agregó Barón, y explicó: “El gas de la chimenea de la fábrica se hace pasar por el agua donde crecen las algas: así el dióxido de carbono se disuelve para formar agua carbonatada, una especie de soda: bajo la luz del sol, el alga absorbe ese dióxido de carbono y lo transforma en moléculas orgánicas más grandes, como azúcares, proteínas o aceite”. Este procedimiento “tiene la ventaja adicional de que reduce la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera por parte de las industrias involucradas”. Esto, además de su valor ecológico, tiene un valor económico gracias a los “bonos de carbono” que establece el Protocolo de Kyoto.
De todos modos, “por más que el desarrollo de las algas ya esté logrado a nivel científico, no es fácil poner a punto las tecnologías necesarias para hacerlo económicamente rentable, que incluyen determinar la temperatura, la salinidad y la acidez del agua –comentó Barón—. Si bien en la Argentina hay otros proyectos de investigación en el plano científico, el nuestro es el primero que encara la producción a escala industrial”.
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