SOCIEDAD
› VILLA GESELL, INVADIDA POR JOVENES QUE CADA VEZ SON MENOS CHICOS
Ciudad de eternos adolescentes
La postal más usual de Villa Gesell solía mostrarla años atrás copada por chicos de 15 a 17 por primera vez fuera del control paterno. Hoy también dominan los jóvenes, pero son mayores. Producto de la crisis, de los miedos paternos y de un cambio de tendencia, estos adultos-adolescentes dominan la escena.
› Por Alejandra Dandan
Desde Villa Gesell
Hace poco más de un año Juliana Bianculli salía hacia el viaje de egresados. Su mamá, como toda buena madre, la sentó a un costado para hablarle de esas cosas que las mujeres tienen que saber. Juliana ahora está en la playa, por unos días, en uno de esos lugares habitados casi exclusivamente por la clase adolescente. Antes de salir de vacaciones organizó sus cosas, programó la estadía con dos de sus mejores amigas, preparó la valija y en la puerta de su casa, en Belgrano, despidió a su mamá: “¿De los chicos? –dice ahora–, de los chicos no hablamos de vuelta; no me va a estar hablando de lo mismo cada vez que salgo de viaje”. Este viaje de Juliana es su tercera estadía en Villa Gesell pero conserva los costados de un viaje de egresados. Juliana es un ejemplo más de la adolescencia tardía que ahora habita estas playas. Producto de la crisis, de los miedos paternos y de las tendencia a atrasar varios años la partida del hogar, ya no son chicos sino jóvenes los que dan aquí sus primeros pasos lejos de papá y mamá.
Las cosas en la Villa están cambiando desde hace años. No son iguales sus pobladores temporales, no son iguales los jóvenes ni los adolescentes que llegaban hace veinte años para habitarla durante los meses de verano. En aquella época, las peatonales eran espacios colonizados por esos jóvenes, chicos de 15 y 16 años que hacían aquí sus primeras vacaciones. Ahora en las mismas playas, en los mismos paradores los que aparecen son parte de la generación de Juliana: púberes adultos de 18 o 19 años que comienzan tardíamente a separarse de sus padres. Estos nuevos adolescentes, los que llegan tarde, se trasladan a la Villa para pasar sus primeras vacaciones entre amigos. Esa especie de corte umbilical tardío con la casa paterna, con sus sostenes, con los modelos o fantasmas tiene causas distintas, cuajan allí los miedos, las inseguridades, la crisis económica, la vida más ajustada. En esa deriva esta nueva generación intenta soltarse imponiendo distancias, secretos o límites mientras sus padres se resisten a abandonarlos.
Los datos estadísticos más viejos de la Secretaría de Turismo local permiten construir algún tipo de hipótesis. Del año 1995 al 2000, la población de verano que más creció en la Villa fue aquella de los jóvenes viejos, los de 21 a 35 años. En ese lapso, esa franja pasó de 27 por ciento al 30. Un proceso exactamente inverso atravesaron los más chicos, el sector de 16 a 20 años cayó en cinco años más del diez por ciento: de un 27 por ciento pasaron al 16 por ciento de los veraneantes. “A grandes rasgos podríamos decir –especula Jorge Ziampris, jefe de Turismo local– que los chicos de hasta 16 o 17 años suelen llegar acompañados por algún adulto.” Los veraneantes autónomos no están entre ellos sino entre los más grandes, o grandotes, que llegan a la costa atrapados por las fantasías de los púberes de antaño.
Más allá de los números, lo cierto es que muchos hacen de esta ciudad un punto de encuentro, un espacio de fuga de la civilización de los adultos, un mundo oscurecido donde los días son noches y donde las normas llegan ablandadas por la distancia obligatoria impuesta por un teléfono de línea, por una dirección de correo electrónico o por un celular, hasta ahora el mejor modo que han encontrado los padres para echar ese manto de sombra que los hace presentes a toda hora, en cualquier instante, en todo lugar.
–Hola, ma –le dice María Ferronato a su teléfono, en medio de la playa, rodeada de un grupo de amigos que agitan una cerveza, la abren, la prueban y la dejan andar ahí mismo, en la rueda, a la manera de los que echan mano a un estandarte o un símbolo libertario.
María está viviendo desde hace unos días con dos amigas. Juliana y Alejandra Rizzo, las tres de 19, las tres de Belgrano, las tres habitantes temporales de uno de los departamentos contratados desde Buenos Aires en medio de una gestión que no hicieron solas sino amparadas por una de sus madres. Para las tres, el viaje se trata de las primeras vacaciones entre chicas. No hay novios, no hay grandes –o más grandes–, no hay motivos que las devuelvan de inmediato a la vida de ciudad, excepto cuando cada tanto, en alguno de los bolsos aparecen los llamados del celular.
“Mi papá no quería dejarme venir, es recuida”, dice María que ahora terminó con la llamada. Antes de planificar las vacaciones y de arreglar los asuntos del alquiler, adoptó una de esas estrategias habituales décadas atrás entre los adolescentes más chicos. No habló con sus padres sino con su madre. Decidió tomarla de aliada para conseguir el permiso de un padre, profesor de historia de la UBA, habituado a la cercanía de los jóvenes y aparentemente entrenado en estos asuntos. Cuando llegó el día de la partida, las cosas se pusieron difíciles. Juliana preparó el bolso. Dejó todo listo. Y cuando llegó el momento de la despedida ya no pudo seguir avanzando. “El no lo soportó –dice ella–, cuando me iba se quedó dormido.”
A varios médanos de ahí, uno de los padres lee un Página/12 recostado en una reposera con su hijo. Roberto Bernasconi, tal su nombre, estuvo “casi a punto” de verse metido en una historia semejante este año cuando su hijo amagó pedirle permiso para irse de vacaciones, no con él sino con un grupo de amigos. “El primer tema es el de la violencia –comienza Roberto–, no digo que vaya a alcoholizarse o algo de eso porque a mi hijo en ese sentido lo conozco.” Y sigue: “El problema no es él, sino los otros, tal vez a la salida de algún baile aparezca algún otro grupo violento, no sé”. Finalmente para este hombre venido de Bella Vista las cosas serían más simples para las vacaciones independientes, si entre los colegas de viaje elegidos por los adolescentes existiese una cabeza visible, alguien tal vez mayor, alguien con más experiencia. ¿Cómo él?
Los miedos, esas fábricas de fantasmas que estos jóvenes traen cargados en las valijas, en los bolsitos de viaje o en las mochilas, llegan con todo tipo de formato. Están quienes se arrastran por la arena perseguidos por las imágenes de los bandoleros de casos policiales, quienes se mueven espantando sombras inventadas o los que pasean cargando las obsesiones que sus padres repiten semanalmente en el diván, cuando lo hacen. En la valija de Juliana, con su ropa, llegó alguna de esas cosas. Nadie las escribió, no están en ningún lado pero están. Fueron las últimas palabras pronunciadas por su mamá en la puerta, antes de abandonar la casa:
u Uno: “Cuidado cuando entres a la casa –le dijo mientras la despedía–: mirá bien que no llegue nadie atrás tuyo”.
u Dos: “No hagas rancho aparte, llevate bien con tus amigas, cuidalas”.
u Y tres: “Acordate, querida, que la vida no es igual cuando no estás”.
Juliana ahora está tendida en la playa, sobre una lona, mirando aquella cerveza que sigue dando vueltas y observando a María que sigue adelante con la llamada. A unos metros, entre la corriente de lonas que se extiende arena abajo, está una parte de la generación de Zárate, bien ordenados, en rueda, reposados, y por el momento sin cervezas en la mano. “¿Consejos? –pregunta uno–; es más, todavía me siguen dando los mismos desde hace años.” Martín Silvestro, de 20 años, guarda en el bolso la llave del departamento recién alquilado y una credencial, el comprobante de la obra social que le dieron sus padres, por las dudas, antes de la partida. Con sus amigos, se aloja en uno de los departamentos del centro donde no viven padres, ni primos ni adultos. Sin embargo algo de aquella presencia sigue existiendo. Cuando llegaron, alguno miró rápidamente la casa, analizaron los cuartos, estudiaron los baños y, finalmente, llegaron a la cocina. Ahí encontraron el calefón. “Por suerte –dice Nicolás Guidi–: vimos que en la cocina había una ventana, por la ventilación, también nos dijeron que nos fijáramos eso.” En términos generales podría decirse que los padres también cambiaron este año. Cuando alguna de las amigas de Juliana piensa en el verano de 2002, aquel enero de la crisis, de la devaluación y de los estallidos, piensan que sus padres tenían los ojos puestos en los cuidados con la policía. De las tres, dos estuvieron en este mismo lugar en ese verano. Salieron de noche, estuvieron de baile, en la calle y corrieron para escaparse de los operativos donde alguno de sus hermanos terminó detenido. Hasta ahora esa suerte de redada masiva todavía no apareció. Los problemas no son los policías sino los precios y la búsqueda de los alojamientos baratos, grandes y con propietarios capaces de acordarse de sus veranos.
Nicolás Nasi es uno de los inquilinos más fatigados. Llegó a Gesell hace una semana dispuesto, como siempre, a recorrer sólo un par de inmobiliarias antes de alquilar. No pudo. Estuvo desde las 9 de la mañana hasta las dos de la tarde entrando y saliendo de distintos locales. “¿Sabés lo que me recalentó? –dice–, que este año con tanta gente que hay, se pusieron en forros: para los grupos de pibes no conseguís nada.” Hace un verano las cosas eran exactamente al revés. Nicolás tenía todo Gesell a disposición con una población de turistas que ahora se cuenta como la peor de la historia. Tal como en el resto de la costa, la afluencia de público, los gastos y las estadías estuvieron sujetos a las satánicas influencias de la crisis. Había ofertas de sobra, había mesas, había promociones, había grupos de amigos como los de Nico que rápidamente lograban hacerse de una llave, una puerta y un dos o tres ambientes a todo confort. “Ahora nos cobraron 800 pesos la quincena por un departamento de dos ambientes; eso sí –aclara Nico– la casita es como de Blancanieves, de primera.”
Los miembros de la casa de Blancanieves ahora están desplazados íntegramente a los médanos de Windsurf, el podio de la Villa buscado por las bandas de adolescente. Al lado de Nicolás está Juan Cerruti, rosarino también, de 22, empleado de una estación de servicios, ahora de vacaciones, asiduo concurrente de Gesell y con los datos del verano pasado estampados en la frente: “Porque mirá –empieza–: cuando una noche te ibas a bailar la entrada te costaba cinco pesos y te daban una consumición, pero te la daban. Ahora –sigue– te cobran 12 y casi no ves el trago de cerveza que te sirven”. Los gastos de Rosario parecen más bajos, “ponele –propone ahora otro de los miembros de la casa de Blancanieves– unos cinco pesos, bah, ponele seis porque cinco queda como de bailanta”.
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