Martes, 29 de noviembre de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › FUNCIONARIOS, GLOBOS ILUMINADOS Y FUEGOS ARTIFICIALES EN EL CIERRE DE TECNóPOLIS
La megamuestra de ciencia y tecnología cerró anoche con un acto del que participó el vicepresidente electo, Amado Boudou. Hubo música, suelta de globos con luces led y un show de Fuerzabruta. Reabrirá en 2012 de manera permanente.
Por Soledad Vallejos
El calor no cedía aunque empezaba la noche, pero de todos modos unas mil personas disfrutaban de los fuegos artificiales en Villa Martelli. A la vera de la General Paz, sobre la explanada, las luces en el cielo volvían oficial el cierre de Tecnópolis, la megamuestra de ciencia, técnica y arte que, entre julio y ayer, visitaron más de 4 millones y medio de personas. Expectante desde la tardecita, un público compuesto mayormente por familias, pero también por trabajadores de la exposición, había visto volar cientos de globos iluminados por dentro, bailado con un breve recorrido murguero hiperproducido, visto en una pantalla un documental que recordaba la historia de la exposición, desde que el predio era escombros hasta ese cierre lleno de luces, pasando por el desmalezamiento y los cientos de universos que convivieron durante meses. En la General Paz el tránsito discurría lento; a bordo de los colectivos, al pasar, los pasajeros se agolpaban en las ventanillas para no perder detalle.
Acompañado por integrantes del gobierno nacional, el ministro de Economía y vicepresidente electo, Amado Boudou, definió como “el presente, el pasado y el futuro” a lo que allí se había visto, y que, según confirmó su par de Ciencia y Tecnología, Lino Barañao, tendrá una nueva edición el año próximo.
Del cierre participaron, también, el ministro de Agricultura, Julián Domínguez; el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández; el secretario de la Presidencia, Oscar Parrilli; el secretario de Comunicación Pública, Juan Abal Medina, y el secretario de Transporte, Juan Pablo Schiavi.
El sol de la tarde había sido impiadoso. Pero ni siquiera eso había evitado que la avenida Houssay, que vertebraba el camino principal del predio de 60 hectáreas, pareciera, a la distancia, un hormiguero. A un lado del camino, velando un par de pequeñas banderas anaranjadas, una larga, blanca, con aspecto de pasacalles, y una remera blanca convertida en mural a fuerza de graffiti y fotos, María tomaba mate. “De una cooperativa de trabajo somos”, explicó a este diario, antes de aclarar que allá, en el otro extremo de la bandera estaba el presidente de la entidad. “¡Abregú! ¡Eh! ¡Abregú, vení!”, gritó para sumar voces, y José Abregú llegó entre sonrisas para decir que estaba “orgulloso y triste”. El, María, y otras cincuenta personas de Ezeiza, forman Trabajemos Juntos, una de las cooperativas que tomaron parte en la organización y el mantenimiento de Tecnópolis.
“Empezamos cuando no era nada. Somos parte de la historia. Escombros había. Tierra, basura”, recuerda. Por entonces el predio era todavía la seguidilla de hectáreas desangeladas a remozar de cabo a rabo. “Y nos decían vamos a poner esto acá, esto allá... no creíamos nada nosotros. No”, dice María entre risas pícaras. Al otro lado de la marea de personas que surcan Tecnópolis, el Pulqui pasa sus últimas horas de estrella del industrialismo de los 50. “Me acuerdo todavía cuando lo trajeron –dijo Abregú, haciendo un gesto con la cabeza–. Lo trajeron a pedazos, ¿eh? Y ahora mirá, cierra Tecnópolis.” Les va a costar acostumbrarse, explicaron, porque además allí, durante los últimos meses, ayudaron también a mantener el predio entre las diez de la noche y las cinco de la mañana. La vida va a cambiar porque fue casi un año el que vivieron así. Por eso el sábado pasado, cuando celebraron con un asado, “lloramos todos”. Por eso, también, ayer en vez de 50 eran más de 100: “Porque quisimos que viniera la familia a ver el show”.
Por la avenida central del predio pasaban, entre banderas y cantando el himno, 200 mujeres y varones jóvenes; todas las remeras eran anaranjadas. “Son los guías”, explicó un guardia de seguridad que conversaba con un colega. El malón naranja fluyó hacia la explanada, en vistas de que el sol, finalmente, se iba. Más al fondo, más hacia adentro del predio, para distraerse del calor, que aturdía, Mónica y sus dos hijos se habían instalado ante un simulador de olas. “Mirá, ¿ves cómo hace con el pie? ¡Mirá, mirá!”, detallaba Juan Pablo, de 8, a Antonio, de 5, mientras integrantes de la Asociación de Surf Argentino se deslizaban sobre el agua en plena llanura. El más pequeño miraba boquiabierto pero sin emitir palabra. Ese era, básicamente, el motivo para que la familia hubiera ido, desde la apertura, al menos dos veces cada mes. “Tan lejos no nos queda porque vivimos en San Isidro. Y como es gratis y a los chicos les gusta, venimos, paseamos. Hay que aprovechar, ¿no?”, aunque el marido de Mónica, transportista, apenas haya podido participar en algunas de las excursiones.
Algunos pabellones más allá, la sed se paliaba gracias a la compasión: una guardia había conectado una manguera a alguna boca de agua y surtía, a quien hiciera la fila, de la cantidad necesaria para mojarse la cabeza o llenar botellas. Adolescentes con cresta, skate y ropa negra, señores que buscaban alternativa al mate, señoras que compartían con amigas la travesura: la cola para refrescarse era democrática.
De regreso en la explanada, las banderas de los guías ondeaban mientras el show murguero de Fuerzabruta arengaba. Sólo unos minutos después, los globos verdes, rosados, celestes, amarillos, empezarían a volar para despedir, por ahora, a la muestra que, en palabras de Barañao, vio “uno de cada diez argentinos”.
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