SOCIEDAD › ALEXANDRA VIVE EN ARGENTINA, PERO NO CONSIGUE NACIONALIDAD
La chica de ninguna parte
“Existo sólo en el pasado”, dice Alexandra Groucheskii, una chica de 20 años de edad nacida en la ex URSS, que vive en Argentina hace seis años pero no consigue que le den una nacionalidad. No puede estudiar ni trabajar. En el casillero de “Nacionalidad” su documento dice “no tiene”.
Por Alejandra Dandan
“Soy una chica ex Unión Soviética, existo sólo en el pasado.” Es en ese pasado construido durante un puñado de años en uno de los países satélites de la Unión Soviética donde nació Alexandra Groucheskii, una chica de veinte años de edad que desde hace seis años vive en la Argentina buscando desesperadamente una nacionalidad. Alexandra escapó de Kiev con su familia cuando todavía no tenía edad para tener un documento propio. En estos años pasó de Kiev a Lima, de Lima a Santiago y de Santiago siguió a Buenos Aires, escapando de una historia de persecuciones y amenazas más cercanas a la vida de sus padres que a la suya. En algunos de sus documentos aparece como apátrida, en otros como refugiada política y en otros como de “ningún” lugar. Llegó a Buenos Aires trasladada por la Comisión de Refugiados de las Naciones Unidas. Desde entonces intenta nombrarse como de algún lugar.
“Cuando me dicen que no existo –dice–, yo digo que no, que existo, si estoy acá.”
Los padres de Alexandra fueron parte de la corriente de inmigrantes del Este que escapaban de las ruinas de la Unión Soviética cuando se caía el régimen. Desde Kiev se trasladaron a Perú con la idea de establecerse para hacer operaciones comerciales con la administración política de Lima. Ni Alexandra ni su familia suponían en ese entonces que poco a poco aquello se trasformaría en la trampa de la que aún ahora siguen escapándose.
Eran los primeros meses del gobierno de Fujimori, una época donde Perú buscaba canales de negocios en el Este europeo. Los padres de Alexandra eran dueños de una pequeña línea de aviación y de los contactos con las viejas compañías soviéticas. En ese escenario, los Groucheskii diseñaron el traslado con una hija única de seis años de edad. Alexandra no tenía documentos, sólo contaba con un nombre que viajaba anotado en el pasaporte de su madre.
Para Perú, Alexandra no era soviética como sus padres. El país de donde había salido ya no existía, ella no tenía pasaporte y sólo contaba con una carta de identidad para no inmigrantes residentes. En ese papel que ahora aún conserva, apilado sobre otros cientos en una vieja valija alojada en un cuarto de pensión, están sus datos y finalmente los de su nacionalidad. Allí no dice Ucrania, ni dice Unión Soviética. Dice “no tiene” en el espacio de la nacionalidad.
Por alguna razón y mientras aún era chica la sucesión de permisos de residencia temporaria en Perú le bastaron para hacer los primeros años de la escuela. Durante esa época lo único que le importaba eran los juegos o los paseos en los aviones de su papá, siete modelos Antanov soviéticos, pequeños, rápidos y buenos para aterrizajes de cabotaje en zonas críticas especialmente interesantes para el ejército peruano. “En Perú se negaron a nacionalizarme –dice Alexandra–, viví ahí como refugiada política hasta que tuvimos que irnos porque nos empezaron a perseguir.”
Esta parte de su historia fue uno de los primeros escándalos denunciados en Lima durante los años del gobierno de Fujimori. En sus negociaciones con el Estado, los Groucheskii perdieron dos de sus aviones Antanov. El gobierno los estafó y las naves pasaron ilegalmente a propiedad del Estado. En ese marco, comenzó el segundo éxodo familiar. Pero esta vez salieron de Perú amparados por la Comisión de Refugiados de Naciones Unidas.
“¿La Argentina? –pregunta Alexandra–. Te digo la verdad, a mí la Argentina me encanta, no me iría, pero acá me siento como rehén, en una isla y no puedo hacer nada.” Por el Acnur, su familia pasó en el ‘97 de Lima a Santiago de Chile y de allí a la Argentina, donde funcionan las oficinas latinoamericanas del organismo. En el ‘99, Alexandra le escribía una carta al representante regional del Acnur, Guillermo Cuhna: “Me dirijo a usted –decía– para expresarle mi mayor preocupación por la situación en la cual me encuentro: como ya es de su conocimiento, yo Alexandra Groucheskii soy apátrida...”.
Para entonces ella llevaba dos años en Buenos Aires, instalada en una pensión familiar de San Telmo. Todavía no tenía status de refugiada y para Cepare –el organismo encargado aquí de los análisis de estos casos–, Alexandra era una persona sin nacionalidad. No tenía documentos, no tenía pasaporte, no tenía otra opción que la que tiene ahora: renovar cada dos meses su permiso de residencia temporaria. En esas condiciones ella no podía trabajar o estudiar o hacer alguna cosa con reconocimiento legal. “Imaginate –dice–, yo me ponía a estudiar porque me reconocían algunos años del secundario en el Perú, pero cuando llegaba fin de año no servía, no me daban nada, ni un papel, nada de nada.”
Esa es la sensación que se repite cada una de las veces en las que escucha que alguien detrás de un escritorio se le ocurre preguntarle por un número. “¿Número? ¿Un documento? –dice–. Yo no tengo, y ahí es cuando te dicen que no existís, es como que estás borrada, que sos parte de la nada”, va diciendo mientras imagina cada una de esas veces. “No podés arrancar con algún proyecto, con algo, porque sabés que siempre va a estar eso presente, que te chocás, que no podés entrar, ni salir, ni pedir ni siquiera una libreta sanitaria.” Ni un número de CUIT, ni un CUIL, ni una factura, pero tampoco desde hace algo más de treinta días puede pedir el status de refugiada.
–¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser? –se desespera ahora su papá–: mi hija es doblemente apátrida, declarada así por dos países, yo tengo la calidad de refugiado y ella no es nada, no es nadie, no existe...
Alexander, su padre, obtuvo el status de refugiado a través de una de las oficinas uruguayas del Acnur. El no sólo no tiene asilo en la Argentina sino que debería abandonarla por su situación política. Aun así no puede hacerlo: su hija está aquí, en la habitación número 3 de una de las pensiones familiares de Palermo esperando alguna respuesta sobre su situación como lo hace desde hace seis años. En ese mismo cuarto leyó hace dos meses la última carta que recibió del Acnur. De acuerdo con la resolución de la sede de Ginebra, Alexandra no está en condiciones –dice el informe– de recibir el status de refugiada. “Después de seis años –dice ahora ella–, después de que me trajeron acá porque supuestamente arreglarían mi situación, me dicen que la forma de arreglarlo es que no me van a dar los papeles.”