Lunes, 8 de septiembre de 2014 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Mempo Giardinelli
Desde hace algunas semanas se viene instalando un tema recurrente de la política argentina: el traslado de la Capital a una ciudad del interior.
Treinta años después del presidente Raúl Alfonsín, quien en 1984 lanzó la idea de llevar la Capital Federal a la rionegrina Viedma, ahora Cristina Kirchner, y su vocero en este asunto, el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, abren el debate. “La capital del futuro debe ser Santiago del Estero”, dijo Domínguez, ya precandidato a la sucesión presidencial por el kirchnerismo en 2015.
Como no podía ser de otra manera, la idea generó un rechazo inmediato en la oposición. Rápida y brevemente se manifestaron en contra dirigentes como Hermes Binner, Pino Solanas y Laura Alonso. Por supuesto, otros destacaron que “hay problemas mucho más urgentes que resolver”, declaración habitual de la izquierda argentina.
Claro que en general el rechazo fue más bien frío y poco apasionado, seguramente debido a la marcada indiferencia al respecto por parte de los medios y periodistas que les dicen a los opositores lo que deben decir. Y se enfrió aún más cuando empezó a rodar el chisme de que era una nueva artimaña de la Presidenta para distraer al auditorio, si bien desde el kirchnerismo duro nadie se pronunció con vehemencia. Salvo la senadora del Frente para la Victoria, Silvina García Larraburu, quien sorprendió retomando la idea del presidente radical de trasladar la capital a Viedma.
Por cierto, uno de los pocos dirigentes de la oposición que se manifestó con serenidad fue Ricardo Alfonsín, actual diputado e hijo del recordado presidente, quien dijo estar “conceptualmente de acuerdo”, aunque estimó que “el momento no es oportuno”.
Como sea, el asunto quedó como en un freezer, aunque según una encuesta de la consultora Equis el 44 por ciento de los encuestados dijo estar de acuerdo con la idea, mientras un 30 se manifestó en desacuerdo. Entre los argumentos a favor: que habría mayor oferta de trabajo en el interior. En contra: el costo del traslado, que fue determinante del fracaso en los ’80.
Así las cosas, y al menos a juicio de quien firma este artículo, es una lástima que la idea se bastardee porque sigue siendo una cuestión esencial para esta república. Por razones geopolíticas, históricas, culturales, económicas y de ordenamiento y mejor administración futura, hay argumentos de peso para que la ciudad de Buenos Aires deje de ser capital nacional. Ellos constan en las actas de la memorable sesión del Senado del 29 de Mayo de 1987 cuando se aprobó la propuesta de trasladar la Capital Federal a Viedma.
En un artículo días después sostuve –como ahora– que había que apoyar enfáticamente el cambio de sede de los tres poderes de la república, aunque Viedma no era la mejor elección, porque no se integraría el país si la capital sólo cambiaba de puerto y no tenía sentido repetir esa mala costumbre de imperios y colonias.
Como fuere, ese sueño de Alfonsín fue una de las mejores ideas de aquel gobierno tan zarandeado como incomprendido en sus mejores intenciones y debió tener mejor suerte. Hubiera descentralizado a este inmenso país neurotizado por una ciudad –Buenos Aires– tan hermosa como frívola. Pero en la realidad no supieron enfrentar la incomprensión y la ignorancia: una pésima docencia al respecto permitió que el argentinísimo miedo reaccionario a los cambios frustrara la iniciativa.
Con argumentos más pasionales que objetivos, y más necios que racionales, y con una visión minúscula del futuro, se impidió aquel último intento serio de quebrar la macrocefalia porteña y de iniciar nuevas conductas políticas. Incluso la hoy Ciudad Autónoma de Buenos Aires se hubiera beneficiado, aliviada entre otras cosas del peso muerto que significa ser depósito del resentimiento del interior.
No es algo nuevo. La historia argentina está atravesada por la necesidad de sacar la Capital de Buenos Aires. Por lo menos desde que Sarmiento soñó a mediados del Siglo Diecinueve con su Argirópolis, capital de los Estados Unidos de América del Sur instalada en la isla Martín García, pequeño paraíso perdido en medio del Río de la Plata. Aquel breve libro publicado en 1850 y de marcada y fantástica intención utópica, rescataba entre otras cosas el valor de las piedras (fundamento de las civilizaciones duraderas, y material del que carecía la barrosa Buenos Aires) porque “no hay gloria sin granito que la perpetúe”.
Después hubo proyectos para llevar la Capital a Rosario, San José de la Esquina, Santa Fe, Huinca Renancó y otros pueblos y ciudades del interior. Pero más allá del sitio, si se pensara seriamente –es un decir, si la política argentina fuera capaz de ello– no sólo habría que trasladar la Capital al interior sino, y sobre todo, separar los tres poderes republicanos.
Hay quienes sostienen que Córdoba o Tucumán deberían ser sede de la Corte Suprema de Justicia, mientras que Paraná o Santa Fe –donde se reformó y juró la Constitución nacional– del Congreso y el Poder Legislativo. De ser así, forzosamente debería instalarse el Ejecutivo en el interior, sea en Santiago del Estero (que fue la primera ciudad que se fundó en este país) o en alguna más pequeña de las muchas que también se han propuesto alguna vez como Río Cuarto, Rafaela, Santa Rosa y sigue la lista.
Pero en la Argentina, ya se sabe, los grandes temas y las mejores ideas suelen dejarse para después. Quién sabe cuándo.
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