SOCIEDAD
› ALBERTO MANGUEL, ESCRITOR, NOVELISTA, ENSAYISTA
El amante de las bibliotecas
De entre los tantos temas de la vida, eligió el de la lectura. Vicio, herramienta, placer, y también sistema para ver y entender. Tuvo un inesperado bestseller en “Una historia de la lectura”, ya traducido hasta el tailandés, y acaba de visitar la ciudad que dejó hace tanto –y ya le parece casi fantasmal– para presentar otro donde se dedica a leer las imágenes.
› Por Sergio Kiernan
–En sus visitas a Buenos Aires, ¿nota algún cambio en la cultura local?
–Cuando vengo a Buenos Aires, no estoy seguro de tener una visión objetiva, porque lo que traigo es el recuerdo inventado del Buenos Aires que conocí yo. Recientemente estaba releyendo La Invención de Morel, y se me ocurrió que para mí Buenos Aires es un poco como esa isla de proyecciones de fantasma. Lo que veo son las ausencias de personas y acontecimientos que recuerdo. Me es siempre difícil ver lo que estoy viendo, escuchar lo que me cuentan del presente, porque esas ausencias son siempre mucho más fuertes. Una esquina es la esquina donde nos encontrábamos con amigos que ahora están muertos, torturados. Una vez estaba paseando con Borges por el Paseo de Julio, y Borges me estaba contando lo que había en esa calle. Para él eran reales los tugurios, los cafetines. Lo que yo estaba viendo eran hoteles y grandes negocios. En ese momento se me ocurrió que sería una buena película. Ahora me pasa a mí con Buenos Aires. Por eso, tengo que decir que si me preguntás sobre mi impresión sobre la cultura en Buenos Aires ahora, parto de la impresión antigua, en que la cultura era parte de la definición de una persona. Nosotros hablábamos en los cafés de literatura, de pintura, de filosofía, nunca con un enfoque nacional, nunca dando más importancia a que un autor fuera argentino que a que nos gustase. Teníamos momentos extraordinarios, como la primera vez que vimos películas indias en el Arte, o el día en que un compañero del colegio anunció que descubrió al mejor poeta del mundo porque habían salido unas traducciones de Ezra Pound. Ese mundo me lo llevé cuando me fui de la Argentina y nunca lo volví a encontrar. Me costó muchísimo acostumbrarme a la idea de que en el resto del mundo esa importancia de la cultura no existía.
–¿Tampoco en Europa?
–Supongo que en Europa existió en los años veinte, con esos personajes de la Mitteleuropa tan cosmopolitas, pero desde que me fui de Argentina creo que me pasé el tiempo sorprendido frente a la ignorancia de la cultura universal que hay en casi todos los lugares. Y sobre todo en América del Norte. Yo viví mucho en Canadá, es un país que quiero mucho y del que soy ciudadano, un país del que me importa mucho que sea realmente democrático. Pero supongo que eso se paga con una falta de cultura. Siempre tengo la sensación de que tengo que explicar cosas. Yo en Buenos Aires, al menos en la mía, no sé ahora, me puedo sentar a hablar en un café y puedo decir “Virginia Woolf”, “Merleau Ponty”, “Nazim Hikmet”, sin aclarar nada. Yo escribo en inglés, y cuando publico en Canadá o Estados Unidos tengo que escribir “el escritor francés Flaubert”, porque no puedo suponer que mi lector sabe de quién se trata. En mis traducciones, al español ciertamente y a otros idiomas también, tengo que pedir que saquen esas aclaraciones porque quedo como un imbécil. Nunca volví a sentir que la cultura universal, el producto de siglos logrado en todo el mundo, me pertenece, como lo sentí en la Argentina. O mejor, lo sentí en lugares rarísimos, como Turquía, donde mi editor me invita a tomar un café y de golpe me encuentro hablando como hablaba de joven en Buenos Aires con gente que conoce a Bioy Casares... un mundo común, en Turquía. Eso seguramente eso no pasa en América del Norte, o en España.
–¿Existe todavía esa Argentina?
–No sé. Quiero creer que existe, si no en la realidad, en la curiosidad que sigue habiendo. Tal vez los que nos siguieron no pudieron tener acceso a esa cultura universal, por las tragedias que sufrieron, pero que todavía tienen esa curiosidad de lo ajeno como propio. Quizás eso pueda volver a convertirse en una cultura nacional que es universal. Dije antes, y lo creo que tengo la sensación de no haber aprendido nada después de los 18 años, que todo lo aprendí en el Nacional Buenos Aires, no sólo por lo que nos enseñaban sino por lo que descubríamos y leíamos. Hablábamos de Salinger, que acabábamos de descubrir, como ahora se habla de unrestaurante interesante. Y hablábamos sin saber nada del contexto, no había listas de bestsellers, no leíamos las críticas, era el entusiasmo de la experiencia propia y como nos reflejaba a nosotros. Tengo la impresión de que lo que viví después de los 18 fueron confirmaciones de lo que leí y escuché antes de los 18. Que el arte nos lo mostraba y nosotros a veces, después, lo descubríamos en la vida real. Sabía lo que era la muerte de un amigo, un enamoramiento o tener un hijo a través de la literatura, antes de haberlo vivido.
–Su bestseller, Una historia de la lectura, es un libro muy peculiar, un ensayo erudito, simpático y bastante aluvional. ¿Qué reacciones despertó entre los lectores?
–Cuando me encuentro con lectores, primero hay la reacción de “yo también soy lector, yo también me escondía para leer, yo también descubrí en algún momento mi libro preferido”. Como descubrir que uno es parte de un club secreto. Lo que es muy emocionante, porque hay mucha gente que toda la vida fue lector y se ha sentido, como nos hemos sentido todos los lectores, aislada. Y de pronto descubre que tiene una historia común. La segunda reacción es a eso que se llama erudición, palabra que no me gusta porque hay una diferencia muy grande entre un verdadero erudito, como una persona que estudió las fuentes del Quijote y descubrió manuscritos importantes, y un lector voraz como yo. En realidad, la literatura es un gran chiste que hay que seguir, y en el que uno descubre cómo no tenerles miedo a los grandes nombres, a gente que escribió grandes obras pero que no tenía con qué pagar el alquiler, le dolían las muelas o tenía problemas con sus hijos. Eventualmente uno descubre eso, que la cultura universal con mayúsculas es una versión de lo que nos ocurre todos los días. Es apasionante, en especial cuando lo descubren lectores jóvenes, que de pronto ven que un pensamiento que tuvo Quevedo o Nabokov lo tuvieron ellos también, sólo que los autores tuvieron las palabras justas para expresarlo. Para eso, al final, sirve la literatura, para descubrir lo que ya sabemos.
–Palabras para lo que ya pensamos o vivimos. Pero parece ser una experiencia cada vez menos popular, especialmente en la cultura norteamericana.
–En toda la cultura anglosajona, incluida Gran Bretaña, no es tanto sorpresa como la pregunta de ¿por qué importan esos escritores, si son extranjeros? Una tragedia mayor de nuestros tiempos es que la potencia mayor del mundo representa la cultura más inculta del planeta. Una cultura, por llamarla así, que cree que los límites de la civilización coinciden con los límites de su idioma. Hay un personaje en “El Amigo Mutuo” de Dickens, Míster Podsnap, que es un snob y un ignorante, y en una fiesta hay un francés, al que Podsnap asume como ignorante porque es francés, por lo que le explica cosas que son absolutamente obvias. Dickens lo describe como alguien que cada vez que se enfrenta con algo que no entiende hace un gesto con el brazo y dice “Not English”. Ese personaje es el 99 por ciento de la gente de la cultura anglosajona. Es un escándalo que el 90 por ciento de la industria editorial del mundo, que es la anglosajona, traduzca el uno o dos por ciento de la literatura universal. Si hablás holandés o turco, ni hablemos del español o italiano, podés leer la literatura entera del mundo. Cuando éramos chicos, salía la biblioteca Austral, que tiene todo, ¡todo!, qué sé yo, la literatura medieval yugoslava... Nada de eso es accesible al lector de lengua inglesa. Si sólo hablás inglés y te interesa la cultura universal, no podés acceder a ella, no podés leerla. Borges no se puede leer en inglés, ni Bioy. Borges en inglés fue editado en tres volúmenes absurdamente divididos en ficción, poesía y no ficción, algo que en Borges es imposible, y además son obras incompletas. Y las traducciones son abominables, con errores como traducir “caramelo” como “flan”, con lo que en un cuento hay un personaje ¡¡con un flan en el bolsillo!! Desgraciadamente, esta cultura anglosajona tan pobre afecta a las demás por su gran poder económico.
–Pero usted parece perfectamente inmune a esa influencia.
–Yo estoy profundamente agradecido por haber tenido mi experiencia argentina. No imagino cómo podría haber vivido la vida que tengo si no hubiera tenido esa experiencia. Yo me encuentro con escritores o con personas que son mucho más instruidas que yo, pero que adquirieron sus conocimientos después, cuando sabían que era instrucción. Cuando descubríamos a Artaud o a Pound, no estábamos estudiando literatura ni descubriendo escritores importantes, estábamos teniendo experiencias personales. Dio la casualidad de que también eran autores importantes. En cambio en la cultura anglosajona de hoy... Acabo de terminar un libro que se llama A Reading Journal, un diario de lectura, en el que a lo largo de un año, de junio de 2002 a mayo de 2003, leo doce libros, uno por mes, y anoto ideas y cosas que se me ocurren, comentarios sobre el mundo o mi vida privada. Es un intento de hacer un reflejo del acto de lectura en forma inmediata. Uno de los problemas que tienen mis editores de lengua inglesa es que ninguno de los libros que menciono están disponibles en inglés. Te voy a decir cuáles son: La invención de Morel, de Bioy, de la que sólo hay una vergonzosa traducción de la Universidad de Texas, agotada; El desierto de los Tártaros, de Dino Buzzati, agotada; Las memorias de ultratumba, de Chateubriand, de la que hubo una edición en el siglo 19; Don Quijote, que tiene varias ediciones; las Memorias póstumas de Blas Cubas, de Machado de Assis, de las que hubo alguna edición británica agotada; El signo de los cuatro, de Conan Doyle, que como es una de Sherlock Holmes cada tanto lo reeditan; La isla del doctor Moreau, de H.G. Wells, que está agotado; Las afinidades electivas, de Goe-the que... ¿Goethe quién es?; El libro de la almohada, de Seicho Anagon, de la que hay una edición en Penguin de hace muchísimo tiempo; Kim, de Rudyard Kipling, que cada tanto se reedita; El viento en los sauces, de Kenneth Grahame, que como es para chicos y hay una película, cada tanto se reedita; y algunas más. Como para comparar, Alianza, que va a sacar mi libro en España, tiene todos los títulos en su catálogo.
–Ni siquiera en castellano, sino en su propio catálogo.
–Exacto, en su propio catálogo, lo tienen ellos. Y van a publicar mi libro junto a los otros doce, para el que quiera comprarlos. Eso es un indicativo del valor de la cultura entre nosotros y la falta de cultura en el mundo anglosajón.
–¿Porqué hace tanto que no surge un escritor que resulte indispensable?
–No sé si estoy de acuerdo con eso. Primero, porque lleva tiempo que un autor se transforme en indispensable. Es un poco como el vino, que necesita añejarse. No sabemos quiénes son los indispensables entre nuestros contemporáneos, seguramente hay escritores que, como decía Borges, las generaciones por venir no se resignarán a olvidar... como Borges, por caso.
–Pensaba más bien en las cadenas de circulación culturales, lo que hizo que García Márquez no tuviera que añejar para resultar indispensable. Por ejemplo, para seguir su anécdota, seguramente en Turquía hay algún autor excelente que los turcos conocen y respetan, pero que nadie tiene idea de que existe...
–Enis Batur, por ejemplo, un novelista extraordinario, algo conocido en Francia, pero... Sin embargo, esas cosas finalmente se arreglan, aunque tome un siglo o dos. No creo en ese mito de que en la literatura mundial hay decenas de Shakespeares secretos que están por conocerse. Claro que uno puede recomendar, traducir, empujar como lector algo que le gustó y encontrar otros lectores que coincidan, pero que aun así no pase nada, no se logre ese misterioso contacto que hace a un escritor ser leído. Entonces, hay que esperar por algo que no sé definir. O a veces sí sucede, por ejemplo con el húngaro Sandor Maray, que se exilió en los Estados Unidos, murió a los noventa años totalmente desconocido, que fue traducido muy mal al francés, y al que no leía nadie. Y Roberto Calasso encuentra una de esas malas traducciones, se da cuenta que es genial, lo haceretraducir e insiste en la Feria de Francfort para que lo compren otros diez editores. Y Sandor Maray ahora es un gran escritor universal. A veces funciona, eso que los franceses llaman passeur, eso de pasar libros de uno a otro.
–Lo curioso es que los Estados Unidos, que están en el centro de todo, no están en este circuito de passeurs, como si los libros no llegaran al centro como llegan de frontera a frontera en el resto del mundo.
–Por supuesto, claro. Estas obras no pasan al lector de lengua inglesa porque sus editores no las compran, no las traducen. Los ingleses aunque sea publican autores de sus ex colonias, africanos, caribeños, y algunos escritores internacionales. Pero sólo a través de dos editoriales, Harville, que publica regularmente traducciones, y Faber & Faber, que tomó clásicos contemporáneos como Vargas Llosa y los traduce con algún sentido de responsabilidad. Justamente, eso falta, responsabilidad. Esos editores maravillosos de antes, esos españoles que teníamos aquí, tenían un sentido de responsabilidad: “Esto se publica porque es importante”. Ahora, esos conceptos vergonzosos que se introdujeron en la industria editorial, como “la vida de estante del libro”, el tiempo que un libro debe durar en un estante, como si fuera un huevo que se vence... Lo hacen hasta con los bibliotecas. Paso al libro que estoy escribiendo, que se llama La biblioteca de noche, que parte de esa idea optimista que tenemos que el universo puede organizarse sobre una estantería. Mirando eso me encuentro con historias espantosas, sobre todo en Estados Unidos, donde el impulso comercial de la industria electrónica, que necesita vender, trata de convencer al lector de que el libro es algo que se pierde y hay que convertir todo en una biblioteca virtual. Esto ni científicamente es cierto, porque un diskette tiene una vida mucho más corta que un libro. Una historia que me conmovió mucho: estaba yo en el museo arqueológico de Nápoles, y entre dos placas de vidrio veo las cenizas de un papiro rescatado de Pompeya. Y el texto se podía leer. Me tocó ver un texto que tenía dos mil años.
–Difícil imaginar un disquete entre dos vidrios...
–No, si todos los días nos pasa que algo se pierde, la computadora se rompe, el diskette se moja, el CD se raya. Para peor, las bibliotecas tienen otros problemas. Por ejemplo, hace seis años, se dieron cuenta en San Francisco de que la biblioteca local no alcanzaba y decidieron hacerle otro edificio. Lo construyó como de costumbre un arquitecto que no sabe leer, con lo que cuando la terminan descubren que tiene menos capacidad que el edificio antiguo. ¿Y qué decide el director de la biblioteca? Que hay que eliminar libros. Para seleccionarlos, decide que todo libro que no haya sido retirado en diez años, será eliminado. Empiezan a sacar los libros que, como son de una biblioteca pública, no se pueden vender y entonces los usan como relleno sanitario. Horrorizados, los bibliotecarios se iban de noche a la biblioteca y sellaban los libros con fechas recientes falsas para salvarlos, como si salvaran chicos refugiados. Luego se hizo público, se paró, pero ya se habían perdido cientos de libros. Estamos construyendo nuestras propias Alejandrías, como si no bastaran los terremotos y los incendios, los saqueos y las guerras. Parece que tuviéramos miedo de las lecciones del pasado y nos negamos a aprenderlas. Esa educación que tuve yo en la Argentina no vino sólo de los editores que teníamos, de los profesores de mi colegio, sino de una sociedad que creía que la cultura era importante, donde el acto intelectual tenía prestigio. Pienso que ahora en la mayor parte de nuestras culturas, el acto intelectual no tiene ningún prestigio. Se publica como un acto comercial, se lee como una distracción o una forma de aprender algo. Pero no por el prestigio del acto intelectual mismo. Espero que podamos recuperarlo.
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