SOCIEDAD
Altares La memoria de los pibes muertos
En las veredas de los barrios pobres del conurbano florecen los monolitos, capillitas con las que familiares y amigos recuerdan a los pibes caídos, a veces ejecutados por la policía, otras veces muertos en peleas. Son testimonios de una masacre silenciosa.
Por Alejandra Dandan
El vecino mira la calle desde el patio de la casa como a una pecera. Sus tremendas cejas negras saltan sobre sus ojos cuando pasa un extraño. La casa desemboca ante un baldío, y un altar. Una gruta de medio metro de alto, semejante a las que crecen en las cuadras vecinas. Están clavadas como estacas en una calle o en una vereda. Son monumentos a los pibes muertos en fusilamientos de la policía o entre ellos. Cuartel V, de Moreno, y el barrio Las Lomas, de Lomas de Zamora, no son los únicos del conurbano bonaerense donde los vivos marcan con un monolito la zona donde han caído sus muertos. Son sólo una muestra de los sitios donde la cantidad de marcas hacen del paisaje un cementerio a cielo abierto. Y de los barrios, una vecindad acostumbrada a la presencia diaria de la muerte.
La casa del vecino de cejas anchas está en uno de los extremos del Cuartel V, el barrio más numeroso de Moreno donde 60 mil personas viven encajonadas entre calles de tierra, planes sociales, punteros, comedores y una desocupación superior a 40 por ciento. El vecino ahora alza la voz. Mate en mano, su mujer se acerca desde el fondo.
–Che –le dice él–, acá preguntan por el altar...
–Qué... –dice ella, mientras le pasa un mate–, ¿está prohibido?
La última junta militar no los quería. Arrasó con los monolitos de los santos populares que crecían a la vera de las rutas nacionales, sobre todo en el norte del país. Quemaban los altares “porque, hermanados con la Iglesia Católica, consideraban que si eran santos no canonizados eran producto de la idolatría”, dijo Sara Josefina Newbery, una de las autoras de La Difunta Correa. Allí contó que los altarcitos arrasados reaparecían días más tarde a dos o tres cuadras del lugar, en una esquina o detrás de un monte.
Las prohibiciones continuaron con la democracia. Ya no se prohibían los homenajes a los santos populares sino los monumentos que sostenían la memoria de los pibes chorros muertos en enfrentamientos por la policía. Al otro lado del Riachuelo, en la frontera sur de la ciudad de Buenos Aires, los pibes de la isla Maciel visitaban los monolitos de sus muertos para pedirles una bendición, dejarles una petaca o prometerles la recompensa de un raviol de cocaína al regreso de alguno de los robos con los que sazonaban el día. Durante el último año, los monumentos fueron arrasados. En esa pelea diaria por el control territorial, la policía ha tumbado cada una de las grutas. Las del Anderson, el barrio de Cuartel V donde se levantaron tres altarcitos, siguen de pie. Alguno incluso ha quedado levantado con el permiso del comisario del barrio. Como en un giro de aquella prohibición original, las fuerzas de seguridad no intervienen para evitar las muertes, las administran y las velan.
Los caídos
La madre de Jesús Aarón Maciel puso aquel altar en la esquina del vecino de cejas anchas el día que un policía jovencito, aspirante de la Federal, le mató a su hijo de un montón de tiros en la espalda. Jesús cayó tumbado contra el piso. Tenía 13 años. Era grandote y tenía las mismas patas de Huguito, el número cuatro de sus diez hermanos. “Es enorme”, dice la madre con la gorra de lana empapada por la garúa. “Te digo que calza 43, para que te des cuenta: mirá lo que es.” Después de su muerte, Mónica Cisneros tuvo sólo un hijo más, el número diez. El bebé tiene ahora once meses. Y se llama Jesús Aarón, como el muerto. Por eso lo tuvo, para que “se me llene el vacío que el otro me dejó. Es una bendición de Dios, te digo, porque es blanquito como el Jesús, pero es cierto –dice al final–: después te das cuenta de que el vacío no te lo sacás con nada”.
El 19 de abril de 2002, Jesús abrió la puerta de su casa por última vez. Caminó trece cuadras desde el fondo del Anderson, el barrio donde las casas se desarman entre las chapas, y avanzó hasta la avenida Derqui, donde hay un supermercado y negocios de ropa como los que veía cuando cirujeaba en la Capital. Entró en una de las tiendas con un amigo. Adentro estaba el aspirante de policía. Los dueños de la tienda lo habían contratado como personal de seguridad.
–Hay muchas versiones de lo que pasó –dice Mónica–, hasta ahora le pido a Dios poder enterarme. Me voy enterando de a poco. Cuando estoy sentada aquí, en la grutita. La gente se acerca, pero como digo yo: maldita sea la hora que no tengo nada para grabarlos, porque nadie quiso declarar.
En una agenda, Mónica guarda lo único sobre lo que tiene alguna certeza: el número de causa judicial 49.770, el nombre del fiscal de la UFI 2 de Mercedes, Juan Rodolfo Mires, que nunca la citó y al que no le conoce la cara. La causa está caratulada como “homicidio en ocasión de robo”: la identidad del imputado no es el nombre del aspirante que sólo estuvo preso doce horas. El imputado es uno de los nombres que formó parte de la historia que empezó ese mismo día, en la tienda, cuando Jesús salió al galope con cinco pantalones robados.
Detrás de Jesús corría el aspirante. A varios metros de distancia le perforó una pierna de un tiro. Jesús siguió, regueando. A cuatro cuadras de la tienda, cruzó frente al patio del vecino de cejas anchas con los pantalones apretados en un brazo. Llegó hasta la esquina, en Río de la Plata y Acevedo y, rengueando, logró acercarse hasta un pino. Justo donde ahora está el altar escuchó:
–¡Parate ahí!
Los vecinos, después, hablaron con Mónica. Dicen que el aspirante le ordenó levantar las manos y después disparó. Todo pasó muy rápido, tanto como lo que tardó el comisario Miloco, de la seccional del Cuartel V, para decir que sí cuando le preguntó si por favor podía poner un altar en donde había caído su hijo.
Mónica no conocía a la gente de esa cuadra. Aun así, los vecinos prestaron herramientas durante la época en la que se construyó el altar, y se dedicaron a cuidar los tres floreros, una mariposa de metal plateado, un alfajor Guaymallén, dos portarretratos y una imagen de San Cayetano que puso en el interior. El barrio lo conoció así, desde la muerte. Con la intensidad lanzada por el espectáculo de las balas. A partir de entonces, Jesús Aarón es el chico del monolito. Todos conocen la fecha de su cumpleaños porque Mónica, para ese día, hace una misa en el altar. Todos dejan las copas sobre las mesas y corren a saludarlo después de las doce de la noche, los días de Navidad. Primero sale Mónica, y atrás suyo, la gente del barrio.
La irrupción del altar alteró ese ritmo marcado por la prolija sucesión de casas y de calles. Instaló una nueva lógica visual: la de la muerte cercana, vecina. Como si las calles se trasformaran en el emplazamiento natural de una masacre donde no hay soldados ni una guerra declarada, sino un sinfín de ejecuciones silenciosas. En ese contexto, parece posible pensar que estos barrios se acercan a la muerte como los viejos vecinos del terror: aquellos que durante los años de la dictadura escuchaban “gritos desgarradores” alrededor de los centros clandestinos de detención o se convertían en espectadores de los procedimientos espectaculares organizados por los militares.
–Yo todavía no me puedo olvidar cómo lo reté ese día –dice Mónica, mientras el frío le va congelando la cara, y las lágrimas.
–Papito –le dijo el último día–, ¿a dónde vas a ir? No te vayas con los pibes. ¡Vos no entendés! Mirá si un día me vienen a buscar para decirme que te tengo que ir a buscar a un zanjón.
El zanjón
Dicen que por la malaria, los quinieleros del barrio aceptan diez centavos para las apuestas mínimas. Cuartel V es una de las seis localidades de Moreno, la más joven, y probablemente la más pobre. Cuando comenzó la última dictadura, las tierras eran extensiones rurales, zonas de quintas de la clase media y descampados donde el cura Pepe Piguillén reunía a los militantes de la JP que soñaban con nuevas formas de organización barrial. Después, esa organización barrial se hizo trizas. Y ahora el barrio es un zanjón: una mancha poblada por carretas, cartoneros y casillas de chapa donde los monolitos la asemejan a la arquitectura de un cementerio.
La banda de Los Hígados puso la primera cruz de ese cementerio urbano en 1995. A cuatro cuadras de la gruta de Jesús Aarón, levantaron una para el Mara Velázquez. Al Mara no lo mató la policía, murió cuando tenía 16 años en uno de esos duelos en los que los pibes terminan sacando ese resuelvepleitos doméstico que guardan más a mano que las certezas de otro tipo de salida. Era un día después de la Navidad, el 26 de diciembre, en la esquina de Somellera y La Pampa. Los Hígados pusieron ahí un monolito del tamaño de una cucha, apenas a unos centímetros del suelo. Aún está ahí. Bajo un árbol, sin flores, ni fotos. Sólo un cigarrillo sobrevive adentro, como si el alma del Mara no necesitara ni más espacio ni más alimentos que un cigarrillo. “Siempre estarás con nosotros”, le escribieron Los Hígados antes de terminar muertos o en la cárcel.
–¿Y los amigos del Mara?, ¿dónde están?
–O los mató el sida, o se mataron, quedan pocos. Y Los Hígados, no, Los Hígados están todos presos –va contando uno de los guías de la recorrida de este campo santo a cielo abierto.
La próxima parada está a unas cuadras, cerca de la Ruta nacional 24. A una cuadra de la seccional de Cuartel V y a cincuenta metros de donde un grupo de cuatro nenes salen con sus gomeras dispuestos a tirarle al coche que nos lleva. Es la esquina de Allende y Coronel Estrada, la gruta que marca el lugar donde mataron a Diego Martínez. Los padres pusieron ahí una cruz y la camiseta de Boca. La llevaba puesta cuando le dispararon en septiembre del año pasado. “Diego estaba con los pibes tocando una chacarera, con la guitarra, y un viejo salió a matarlos”, dice el guía. Dicen que Diego intentó pararlo antes de que le llenen el cuerpo de balas. Los padres hicieron un escrache. El hombre quedó preso, tenía 69 años y la misma historia de balas y peleas que surcan el barrio: un hijo caído por un balazo en un ojo tiempo antes.
Enrique Emilio Gómez cayó en la esquina de Matienzo y Luis Agote, a unas 15 cuadras de allí. Cenaba en su casa, cuando el disparo de una bala perdida entró por una persiana. Enrique salió a correr a los tres pibes que jugaban con el arma. “Pero en la esquina lo agarraron y le metieron un tiro en el corazón: pasaron cuatro años y hasta ahora no se sabe nada de la causa”, dice Simona Vera, la tía de Enrique y de otros dos chicos que barrios más adelante cayeron de la misma manera. Enrique tenía 22 años. La zona de su caída no está marcada por grutas, ni cruces ni monolitos. Simona dice que las grutas son para los pibes que andan por el mal camino, que cuando “uno es inocente busca la justicia por otros lados y el dolor no está en un lugar sino que está metido en el corazón”. Los Vera le pidieron una novena a la catequista del Anderson. Se llama Antonia y es una de las que peregrina por las casas de los caídos con un rosario.
Para los egipcios, los monolitos se asocian con la idea de perdurar. Los monolitos del Anderson parecen eso: tras cada una de las cruces perdura la memoria de los muertos. Pero además, los altares parecen una foto que recuerda a cualquier hora del día, en la puerta de una casa o en una calle, que la muerte es una instancia vecina.
Hace apenas unos meses, una vecina de la madre de Jesús Aarón golpeó la puerta de su casa. Le traía noticias de aquel chico que había entrado con Jesús en la tienda de ropa el día que lo mataron. Se llamaba Angel Robles y la policía lo detuvo tiempo después por otro robo. La vecina que golpeaba la puerta era la madre de Angel. Le pedía a Mónica que por favor la acompañe al juzgado. Resulta que ahora quieren imputarle a Angel el homicidio de Jesús. Mónica dice: “Más allá de que yo lo ayude, él es el que se tiene que ayudar ahí adentro. ¡Que diga: “No señor juez, las cosas no son así”! ¡Que le diga: “A Jesús lo mató fulano de tal”! Que lo diga, porque tal vez así, el aspirante de policía en algún momento termina en la cárcel.