Mar 05.07.2005

SOCIEDAD  › UN PROYECTIL LANZADO POR LA NASA IMPACTO
CONTRA UN COMETA DEL SISTEMA SOLAR

La guerra de las galaxias ya es realidad

Por primera vez, la especie humana “atacó” un objeto espacial. A las 2.52 (hora argentina), el misil de 370 kilos disparado por la sonda Deep Impact chocó contra el Tempel 1. Ocurrió a 133 millones de kilómetros de la Tierra, con el fin de estudiar el origen del sistema solar.

› Por Federico Kukso

Si hubiera sido un concurso de tiro al blanco, los científicos de la NASA se habrían alzado con el primer puesto o con la corona de laurel de la puntería. La precisión fue mucha pero en el asunto también el azar o la suerte tuvieron su papel protagónico: la primera expedición de cacería interespacial fue todo un éxito y los científicos norteamericanos ya se vanaglorian con haber “herido” –por primera vez en la historia de la especie humana– a un objeto del sistema solar, con el loable objetivo de saber un poco más sobre su origen y formación. La presa en cuestión fue el cometa Tempel 1, que ayer a las 2.52 de la madrugada argentina se sorprendió al verse atacado por un misil de cobre lanzado por una pequeña sonda no tripulada llamada Deep Impact.
La agencia espacial norteamericana no podía pedir más: una misión plagada de alusiones fílmicas –y hasta vengativas– que cumplió con creces sus objetivos destructores –en una fecha nada despreciable en el calendario estadounidense– y que ayudará a hundir más en el pasado (y en el indescifrable olvido) el mal trago que vivió cuando el 1º de febrero de 2003 el transbordador Columbia se desintegró en la atmósfera mientras regresaba al planeta, provocando la muerte instantánea de sus siete tripulantes. Haber programado el impacto para el 4 de julio le garantizaba a la NASA que todos los ojos del mundo se posaran en el cielo (o en sitios de internet que colapsaron unos tras otros debido a la estampida de miradas furtivas y curiosas que los acosaron). Lo único que faltaba era que la pequeña nave en cuestión cumpliera.
Y así lo hizo. El prólogo de esta puesta en escena, ubicada a 133 millones de kilómetros de la Tierra, comenzó el domingo a las 2.07 de la madrugada cuando, luego de 171 días de deambular por la noche perpetua, vacía y helada del espacio, la sonda norteamericana se estacionó en las cercanías del Tempel 1 –de 14 kilómetros de ancho por 4 de largo– y le arrojó un proyectil de cobre de 370 kilogramos –un metro de largo por uno de diámetro, llamado “impactador”– que hirió casi 24 horas después al cometa a unos 37 mil kilómetros por hora. Para suerte del cuerpo celeste, la bala no era de plata y no le dio muerte, como algunos temían, o llegaron a fantasear. Eran las 2.52 de la madrugada en la Argentina y la historia se daba vuelta: de especie atacada, la humanidad se convertía en especie atacante.
“En términos astronómicos –había comparado Don Yeomans, científico de la misión–, es como si un avión de pasajeros fuera atropellado por un mosquito.” Y así fue: el insecto picó al cometa. Números más, números menos, el impacto (que nadie escuchó y que nadie pudo haber escuchado ya que en el espacio no hay oxígeno y por ende no hay medio para que las ondas sonoras se propaguen) puede compararse con la explosión de cuatro toneladas de dinamita y dejó –como herida y como recuerdo– un cráter de unos 100 metros de diámetro en el núcleo de hielo, sin alterar apreciablemente la órbita de este nómada con forma de papa divisado por primera vez en el cielo de Marsella por el astrónomo alemán Ernest Tempel en 1867.
Fue un ataque silencioso y solapado, pero flagrante, que desencadenó en el cometa emisiones de escombros, gases y hielo, retratadas por las cámaras de la Deep Impact 16 segundos después que, como sangre derramada, ensuciaron su solemne marcha astronómica cerca de la Tierra, en el punto de su órbita más cercano al Sol, llamado “perihelio”, que alcanzó hoy, 24 horas después del impacto.
Aunque nerviosos, los científicos norteamericanos no estaban desesperados. Hasta unos 3,7 segundos antes del choque todo andaba bien y el proyectil, con sus microcámaras a bordo, enviaba a la Tierra fotos de la superficie del cometa, cubierta de cráteres y lo que se presume glaciares, que hicieron (y harán, cuando se analicen) deleitar a más de un geólogo planetario. Ahí estaba, en primer plano, un cometa como jamás se lo había visto antes. Sin embargo, el tramo más ríspido de la misión había tenido lugar antes, horas antes, cuando tanto el misil como la nave-madre se dispusieron a realizar un trabajo autónomo y sin que mediaran órdenes enviadas desde la Tierra. En realidad, en esa etapa, ambos inventos humanos estaban todavía arrojados a su suerte. Fue entonces cuando mientras el misil realizó (a través de su sistema de navegación óptica) varias maniobras correctivas de último momento para seguir a su presa, la Deep Impact “miraba” vigilante y atentamente a una distancia prudencial de 500 kilómetros, informando a casa todo lo que sucedía con un retraso de siete segundo y medio, el tiempo en que tarda en llegar la señal al complejo de antenas terrestres de la Deep Space Network de la NASA.
Pero todo funcionó bien y así estuvieron hasta el momento del impacto, exactamente como estaba planeado, a las 2.52. Cinco minutos más tarde desembarcaron en la Tierra las primeras imágenes del ataque que, cuando fueron pispeadas por los expectantes científicos estadounidenses que inundaban con sus miradas las pantallas y monitores de la sala de control de la misión, el Jet Propulsion Laboratory de Pasadena, en California, hicieron estallar ráfagas de aplausos y llantos de alegría. Al fin y al cabo, la nave (su nave, pues en este asunto las empresas son nacionales, o sea, de países, y no tanto en nombre de toda la familia humana) había sorteado con éxito los imponderables espaciales y los imprevistos de último momento que siempre afloran en estos emprendimientos. La probabilidad de que el misil no diese en el blanco era de un 1 por ciento. Casi nada. Había, pues, tres escenarios posibles: que el cometa se desintegrase por completo; que el misil lo atravesara como una bala; y, como efectivamente ocurrió, que el impacto le abriese un gigantesco cráter del tamaño de un estadio de fútbol y entre dos y catorce pisos de profundidad que dejase al descubierto su núcleo y los secretos que allí guarda desde la formación del sistema solar hace algo más de 4600 millones de años.
Lo curioso, o milagroso para algunos, es que la Deep Impact no fue destruida en la travesía, como se especulaba que podía ocurrir, por los escombros eyectados desde el corazón íntimo del cometa. En los catorce minutos siguientes al impacto, en cambio, realizó su trabajo al pie de la letra: enfocó con precisión, recopiló información y alrededor de las 3.10 entró en un estado defensivo llamado “modo escudo” para evitar que el polvo, gases y hielo expelidos por el Tempel 1 dañasen los componentes vitales de la nave mientras atravesaba la envoltura gaseosa –llamada “coma”– del cometa.
Y cuando volvió a la actividad a las 3.32, envió imágenes espectaculares: en una, por ejemplo, se ve en la superficie del cometa una especie de cono invertido de desechos causados por la explosión, que sale alocadamente. Por ahora, los científicos no tienen imágenes claras del núcleo, pero esperan que cuando se disipe la lluvia de polvo, puedan pegarle una buena mirada.
Nadie se quiso perder el evento. Entre los espectadores ubicados en primera fila estuvieron los telescopios espaciales Hubble y Spitzer, el observatorio de rayos X Chandra, el satélite norteamericano Swift, el XMMNewton y la nave europea Rosetta, que en 2014 protagonizará su propia epopeya al descender en el cometa Churuyumov-Gerasimenko. Y más atrás, pero atentos, estuvieron el telescopio Keck de Hawai y miles de astrónomos amateurs (del Hemisferio Norte) voraces por discernir algún destello extraño en el cielo.
Desde el minuto cero del impacto, las antenas de la NASA se encuentran exclusivamente dedicadas a recibir la señal de la Deep Impact, cuyos datos, se presume, tardarán meses e incluso años para ser analizados completamente y desenmarañar la bioquímica de este cuerpo celeste –su densidad, dureza, composición y porosidad–, testigo directo del momento en el que se formó el vecindario terrestre. La misión Deep Impact marca, se quiera o no, un hito: el fin de una era colmada por intentos de llenar, como cementerios, planetas con chatarra inservible, y el comienzo de una época de investigación diligente y prolongada en la que cualquier planeta, cometa o asteroide corre el peligro de terminar su existencia como blanco.

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