SOCIEDAD • SUBNOTA
› Por Carlos Rodríguez
En septiembre de 2003, Tamara y su abuela tuvieron una muy buena noticia: por disposición de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la investigación sobre la detención y muerte de Walter Bulacio, declarada prescripta por la Justicia argentina, tenía que ser reabierta. El fallo de la CIDH fue acompañado de un anuncio sobre una indemnización que el Estado Nacional debía pagarle a la familia. “Eso salió por la tele y en los diarios, y en la casa donde vivíamos con mi abuela hubo un montón de robos. Nos sacaron casi todas las cosas, nos fueron robando todo, de a poco.” La buena noticia fue empañada por esa inesperada situación. Hicieron la denuncia en la comisaría 20ª, en San Alberto, en La Matanza, donde vivían, pero “nadie se hizo cargo de nada”.
“Nos cansamos de ir a esa comisaría y a la de San Justo, pero nadie nos dio pelota. El tema se fue haciendo cada vez más difícil, porque nos dejaban cartas anónimas en las que decían que nos iban a matar si no entregábamos la plata. Un día, cuando yo me había ido al colegio y mi abuela no estaba, entraron en la casa, nos tiraron lo que quedaba a la calle y se quedaron con la casa”, relata Tamara. En ese momento tuvieron que dejar la vivienda de Ruiz de los Llanos y Marconi.
Se tuvieron que ir a vivir a la casa de unos tíos, en Ciudad Evita, hasta que después se reacomodaron donde viven hoy, en Tapiales. Aunque nunca lo pudieron comprobar, la información que les llegó es que “los que nos robaron y usurparon la casa, estaban apañados” presuntamente por algunos agentes de la misma comisaría 20ª de San Alberto. Mucho tiempo después pudieron recuperar la casa y venderla. “Nosotras no volvimos nunca más porque teníamos la necesidad de cerrar esa historia. Ya era mucho lo que habíamos pasado. Eso que pasó ya es historia.” Tamara había vivido en esa casa desde que nació hasta cumplir 10 años.
“Mi abuela la pasó muy mal. Por suerte es una mujer muy fuerte que siempre estuvo conmigo y con todos. Se hizo cargo de mí cuando ya tenía setenta años. Yo no me puedo quejar de ella, sólo agradecerle.”
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