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Domingo, 4 de marzo de 2007

NOTA DE TAPA

La calidad....

 Por Claudio Scaletta

Más allá de la discusión mediática de si “con planes o sin planes”, es un hecho que el desempleo ya ronda el dígito. Después de más de cuatro años con la economía creciendo al 9 por ciento anual acumulativo, el dato podía esperarse. El 8,7 por ciento fue presentado como un éxito. Lo es, sin dudas, cuando se lo compara con el catastrófico 21,5 por ciento de mayo de 2002. Lo es menos cuando se lo vincula con la desocupación histórica. La economía argentina tuvo alguna vez ese desempleo que los economistas llaman “friccional” (el provocado por los movimientos propios del mercado de trabajo, sea por cambios de empleo de los trabajadores o por el tiempo que demanda acceder al primer trabajo), por debajo del 5 por ciento de la Población Económicamente Activa.

Un desempleo bordeando los dos dígitos sigue siendo elevado para cualquier economía. Y una desocupación elevada, más allá de la tendencia a su reducción en concomitancia con el crecimiento, es la que permite la continuidad de los graves problemas de calidad del empleo que persisten en el mercado de trabajo. Entre ellos, trabajo en negro, niveles de remuneración por debajo de la línea de pobreza y subempleo, fenómenos que no han retrocedido en paralelo con la tasa de desempleo, sino mucho más lentamente y que constituyen la herencia más persistente dejada por los ’90.

Un desempleo cercano a los dos dígitos, entonces, no es para festejar. Sin dudas el mercado de trabajo ya no se encuentra en el infierno gestado en la década pasada e inmediatamente después de su corolario, el shock devaluatorio, pero los rojos tras más de cuatro años de alto crecimiento lo dejan en el purgatorio. Seguir la metáfora religiosa, no obstante, tiene sus beneficios: todas las almas que llegan al purgatorio alcanzarán alguna vez el paraíso. También sus bemoles; el tiempo que demandará alcanzar la visión beatífica es incierto.

Negro

El empleo en negro aumentó permanentemente desde los ’80. En 1994 alcanzaba al 27,9 por ciento de los asalariados y en 1998, el año de inicio del último ciclo recesivo, era del 36,2 por ciento. Pero lo peor no había llegado. En 2002 se disparó al 43,4 por ciento y un año después alcanzó su pico del 45 por ciento. En el tercer trimestre de 2006, último dato disponible, la cifra fue del 37,5 por ciento, aunque excluyendo la incidencia del trabajo doméstico. Si se incluye a este último, el nivel actual ronda el 41 por ciento. El empleo en negro está todavía 1,3 puntos porcentuales por encima de 1998 y 0,7 por arriba de 1999, el pico de los ’90. En su último informe semanal, la consultora Ecolatina ubica la informalidad incluso un piso más arriba: 43 por ciento.

Estos números permiten las siguientes conclusiones. Primero, que la persistencia y la magnitud del problema de la informalidad lo vuelven estructural. Segundo, que su tenue reducción no fue la esperable en un contexto de alto crecimiento y constante reducción de la tasa de desocupación, situación que en principio demandaría la generación o reformulación de políticas activas.

Otro punto del fenómeno es su extensión. No sólo se presenta en las empresas de menor tamaño –donde es norma– sino también en las más grandes, donde convive con otras formas ocultas de no registración, como la tercerización o los contratos de “servicios”. De acuerdo con una investigación de mediados de 2006 del Cenda, el Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino, en las empresas de hasta cinco trabajadores la falta de registración llegaba al 70 por ciento. En las de entre 6 y 40 empleados, al 35,4 por ciento, y en las de más de 40 al 11,1 por ciento.

Las consecuencias más inmediatas para el trabajador son las conocidas: falta de aportes jubilatorios, ausencia de cobertura de salud y de accidentes y no contar con vacaciones y aguinaldo garantizados. También la mayor incidencia de la sobre y subocupación, la desprotección en caso de despido y la inestabilidad laboral. Pero estas desventajas evidentes no son las únicas. Tampoco las peores. A pesar de los argumentos justificatorios –los que sostienen que parte de los aportes patronales evadidos van a salarios–, el agregado muestra que los salarios de bolsillo de los trabajadores en negro son sistemáticamente menores. Siguiendo la investigación del Cenda sobre la base de la Encuesta Permanente de Hogares, entre quienes tienen educación hasta nivel universitario incompleto, los salarios en blanco superan en un 220 por ciento a los en negro. Entre los universitarios, la misma diferencia se reduce al 140 por ciento.

Barato

En el número 10 de su serie El Trabajo en la Argentina difundido a fines del año pasado, el Cenda también se ocupa de la evolución poscrisis del nivel de remuneraciones. Focalizando sobre la evolución del salario mínimo en blanco, el repaso muestra que entre 2003 y la actualidad esa retribución se incrementó en ocho oportunidades pasando de 250 a 780 pesos. Si el incremento se mide en pesos de poder adquisitivo constante, despejando la inflación, los 780 pesos de septiembre de 2006 equivalen a 587 pesos de enero de 2003. El incremento real del salario mínimo, entonces, fue del 134,8 por ciento. El problema es que esa suba no alcanzó para compensar la caída producida entre 2001 y principios de 2003. Además, para el tercer trimestre de 2006 más del 30 por ciento de los asalariados cobraba menos que el mínimo legal, situación que se agravaba en el caso de los empleados en negro, grupo donde el 63,3 por ciento recibía una retribución menor al salario definido como “mínimo, vital y móvil”.

El resultado de la lenta recuperación salarial iniciada a partir de 2003 es que el nivel de ingresos real promedio para el conjunto de los trabajadores era, para la segunda mitad de 2006, un 10,6 por ciento inferior al de fines de 2001.

Un dato que se destaca cuando se observan los números del mercado de trabajo es que a partir de 2003 la recuperación tiene un carácter progresivo. Quienes más se recuperaron fueron los sectores que hoy peor se encuentran. Parece paradójico, pero la respuesta debe buscarse en el carácter particularmente regresivo del período inmediato anterior (el shock devaluatorio). Los sectores más afectados quedaron realmente en una situación límite, como lo marcó el índice record de pobreza del 57,5 por ciento de octubre de 2002. De allí la decisión política y la necesidad incluso biológica –la indigencia tocó el 27,5 por ciento– de recuperar los ingresos de esa parte de la población. En términos salariales se tradujo en los aumentos de suma fija que tuvieron un parcial efecto arrastre en el sector informal.

A partir de 2003, entonces, los salarios de los ocupados formales fueron los que –en términos relativos– menos crecieron. En la segunda mitad de 2006 se encontraban un 23,6 por ciento por sobre el piso de 2002, pero 13,1 por debajo del valor de octubre de 2001. En cambio, los salarios de los ocupados en negro eran a fines del año pasado un 5,8 por ciento menores que en octubre de 2001.

Pobreza

El último informe semanal de la consultora Ecolatina distingue cómo afecta el desempleo según el nivel de ingresos. Así, la tasa de desocupación de quienes están por encima de la línea de la pobreza es hoy del 6,1 por ciento, mientras que para los pobres trepa al 19,4 por ciento. Luego, más del 60 por ciento de la demanda laboral insatisfecha está destinada a contratar personal con título secundario o con educación superior, pero sólo dos de cada diez jefes de hogares pobres cuenta con dicha calificación. Una situación en el borde del círculo vicioso que se suma a un dato generacional inquietante a futuro: casi la mitad de los menores de 18 años son pobres.

La consultora también avanza sobre la relación entre informalidad y pobreza. El 67 por ciento de los jefes de hogares pobres trabaja en negro. Las ramas de actividad con informalidad más fuerte son el servicio doméstico, la construcción, el comercio y la industria (en particular las confecciones textiles).

En términos de distribución del ingreso, la situación actual es peor que la de 1998. En este último año el 10 por ciento más rico de la población recibía 23 veces los ingresos del 10 por ciento más pobre, mientras que en los primeros nueve meses del 2006 esta relación era de 28 veces.

Futuro

La perspectiva de los economistas laborales acerca de la limitación del número de desocupación para aproximarse a la condiciones del trabajo es de vieja data, pero desde hace algún tiempo algunas consultoras comenzaron a intentar plasmarlo en algún tipo de indicador. El Cenda, con su Indice Global de Condiciones del Trabajo –IGCT, de actualización trimestral– fue pionero. El IGCT relaciona la cantidad de trabajo con su calidad y nivel de salarios. La calidad se mide en base al coeficiente de Gini, un indicador de desigualdad en los ingresos, la proporción de empleo registrado y la proporción de empleo industrial. Los datos hasta el año pasado mostraban que sólo el primero de los componentes, la cantidad, tuvo una evolución positiva en relación con octubre 1998. En cambio, calidad y salarios son hoy peores que en dicho año, aunque mejores que en 2002, lo que dicho sea de paso no resulta difícil. En consecuencia, también el IGCT queda por debajo de 1998 (la evolución del IGCT puede consultarse en www.cenda.org.ar).

En su último informe mensual SEL Consultores también lanzó su indicador: el Indice de Calidad del Empleo, que relaciona en proporciones iguales variables referidas a las características de la ocupación –como empleo pleno, formalidad y permanencia– y a los ingresos –como ingreso horario real, coeficiente de Gini y grado de cobertura de las necesidades básicas–-. Puesto que la diferencia entre los indicadores de ambas consultoras son de matices, el Indice de Calidad del Empleo (que también puede consultarse en www.selconsultores.com.ar) también resulta en la actualidad peor que en 1998 y mejor que en 2002.

La potencia de estos indicadores, no obstante, reside en su capacidad de predicción a mediano plazo. Si las tendencias se mantienen, el futuro se anuncia venturoso. Es posible que “pronto”, en los próximos años, se alcancen los niveles de calidad de 1998. El problema que resta resolver es en qué medida 1998 resulta un parámetro deseable de condiciones de trabajo.

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Imagen: Guadalupe Lombardo

Claves

La tasa de desocupación del 8,7 por ciento fue presentada como un éxito. Lo es, sin dudas, cuando se la compara con la catastrófica de 21,5 por ciento de mayo de 2002.

Lo es menos cuando se la vincula con la desocupación histórica, por debajo del 5 por ciento de la Población Económicamente Activa.

Continúan los graves problemas de calidad del empleo. Entre ellos, trabajo en negro, niveles de remuneración por debajo de la línea de pobreza y subempleo.

La persistencia y la magnitud del problema de la informalidad lo vuelven estructural.

Las consecuencias más inmediatas para el trabajador son las conocidas: falta de aportes jubilatorios, ausencia de cobertura de salud y de accidentes y no contar con vacaciones y aguinaldo garantizados.

 
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