Domingo, 16 de septiembre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Roberto Navarro
El gasto público se ha acelerado en este año electoral y ha encendido exageradas alarmas en la secta de economistas ortodoxos y en nos pocos heterodoxos. Para evitar confusiones a las que son tan afectos los gurúes de la city, Cash realizó un relevamiento sobre el nivel del gasto público en un grupo representativo de países. Y apareció la sorpresa, para los profetas del ajuste permanente: Argentina se encuentra entre los países que tienen el menor gasto público en relación con su Producto Bruto Interno.
Un informe de la Cepal precisa que en 2006 el promedio del gasto público sobre el PBU de América latina fue del 25,2 por ciento; el de Argentina se ubica en el 19,3. Sólo Chile, la economía con mayor acento neoliberal de la región, estuvo por debajo de esa cifra, destinado a erogaciones del Estado el 18,2 por ciento de su Producto. En Europa, donde se brinda una amplia cobertura social a la población e invierte millonarios recursos en infraestructura, contabilizan un gasto público equivalente al 40 por ciento de su PBI. Porcentaje que es financiado con un esquema tributario que recae fuertemente en el Impuesto a las Ganancias y al Patrimonio. Además, en esta investigación Cash arremete sobre otro mito, reiterado insistentemente por la ortodoxia: los muchos empleados públicos que existen en el Estado. El relevamiento realizado por este suplemento ofrece otra sorpresa: Argentina es uno de los países con menor cantidad de empleados públicos con respecto a su población.
En el primer semestre de 2007 el gasto se elevó en un importante 43 por ciento, bastante más que el aumento de la recaudación, que subió un 32 por ciento. El principal incremento se registró en la Anses. Entre el ajuste de los haberes de jubilados y pensionados y la moratoria que permitió incluir en el sistema a 1,3 millones de personas en edad de jubilarse, el gasto previsional se incrementará en 9900 millones de pesos en 2007, llegando a los 40 mil millones de pesos. De esta manera, el país tendrá una cobertura previsional del 95 por ciento, la mayor de América latina.
El modelo del dólar alto tiene la virtud de brindar competitividad a la economía y condiciones para obtener el superávit gemelo: fiscal y comercial. Pero la consecuencia es que mantiene salarios bajos, ingresos que en promedio todavía no pudieron recuperarse del violento recorte provocado por la megadevaluación; además ahora, con la aceleración de la inflación, se ha detenido esa recuperación lenta en términos reales. En ese esquema se encuadra la política de abundantes subsidios para mantener congelados los boletos del transporte, las tarifas de los servicios públicos, los combustibles y de algunos alimentos. Sólo en el primer semestre, el transporte se llevó 1551 millones de pesos y los subsidios a alimentos, 251 millones. En ambos rubros, el debate sobre ese gasto no es sobre el fin, sino sobre el proceso de asignación: no existe un eficaz mecanismo de control sobre el destino de los subsidios al transporte, colectivos y trenes que siguen entregando un pésimo servicio a los pasajeros. En el caso de los alimentos, en la mayoría de los casos se trata de monopolios que manejan los precios a su antojo y que exigen, como en el caso de los productores de trigo y los molinos harineros, recibir en el país el mismo precio al que exportan.
El otro rubro que se llevó buena parte del aumento del gasto fue el esfuerzo por enfrentar la crisis energética. En el primer semestre se destinaron 2284 millones de pesos a la compra de fuel oil venezolano y 1044 millones para las centrales térmicas, entre otros gastos. En este caso se abren, por lo menos, dos frentes. El primero, si hubo imprevisión oficial para llegar a este punto de máxima tensión en el sistema. El otro, si el Gobierno, en estos cuatro años, no incrementó la oferta energética porque no avanzó en la reformulación del sistema de servicios públicos y de su política de hidrocarburos.
Aunque no todos cumplen con esa meta, existe consenso entre los hacedores de política económica sobre la conveniencia de contar con superávit fiscal. Las crisis financieras de los ’90 y la que se está desarrollado en la actualidad a partir de la debacle del mercado de hipotecas especulativas en Estados Unidos reavivaron el tema. Pero en Argentina, el establishment local suele reducir el tema al gasto del Estado. Como si el superávit no fuera una cuenta entre lo que recauda y lo que gasta el sector público. La omisión no es inocente. La intención de los dueños del capital concentrado es pagar la menor cantidad de impuestos posible.
Los países desarrollados no lo son sólo por sus enormes economías, sino también por su calidad de vida. Virtud que alcanzan gracias a la racionalidad de sus políticas socioeconómicas. Países como Francia, Italia, Alemania y Gran Bretaña contabilizan una recaudación equivalente a cerca del 50 por ciento de su PBI. La mayor parte la pagan los que más tienen mediante los Impuestos a las Ganancias y al Patrimonio. En esos países el transporte es público y está subsidiado por el Estado. También el campo recibe generosos subsidios, no sólo para competir en el mercado mundial sino para mantener estable el precio de los alimentos en el ámbito doméstico. En estas naciones las erogaciones en infraestructura son enormes.
Pero pagar mayores impuestos no es la única preocupación para el establishment local. Un Estado robusto es un límite para los oligopolios que dominan la economía local. Bastan algunos ejemplos. La Secretaría de Defensa de la Competencia tiene cientos de denuncias de abusos de posición dominante que no puede investigar y mucho menos probar ante la Justicia por falta de personal; el Ministerio de Trabajo no tiene ni el 10 por ciento de los inspectores que necesita para controlar el trabajo en negro y lo mismo ocurre con otras carteras (ver nota aparte). Si se recaudara más, se podría gastar en cubrir todas esas carencias.
Aunque los economistas ortodoxos aseguran que 2007 es un año de despilfarro, el Gobierno insiste en que cerrará las cuentas con un superávit fiscal del 3 por ciento, porcentaje que no muchos países del mundo exhiben. Una de las razones de sus quejas es que el mayor gasto está empujando la inflación, sin embargo el Estado sigue sacándole al sector privado más de lo que le devuelve. Es decir, mantiene un papel fiscal contractivo en la economía, por el superávit de las cuentas públicas. Igualmente se sostiene el discurso mediático de que el gasto es malo de por sí, eludiendo el debate sobre la calidad del mismo y el origen de su financiamiento.
En el primer semestre de 2007 el gasto se elevó en un importante 43 por ciento, bastante más que el aumento de la recaudación, que subió un 32 por ciento.
Esa aceleración del gasto, en un año electoral, ha encendido exageradas alarmas en la secta de economistas ortodoxos y en no pocos heterodoxos.
Argentina se encuentra entre los países que tienen el menor gasto público en relación con su Producto Bruto Interno.
Un informe de la Cepal precisa que en 2006 el promedio del gasto público sobre el PBU de América latina fue del 25,2 por ciento; el de Argentina se ubica en el 19,3.
Sólo Chile, la economía con mayor acento neoliberal de la región, estuvo por debajo de esa cifra, destinado a erogaciones del Estado el 18,2 por ciento de su Producto.
En Europa, donde se brinda una amplia cobertura social a la población e invierte millonarios recursos en infraestructura, contabilizan un gasto público equivalente al 40 por ciento de su PBI.
Argentina es uno de los países con menor cantidad de empleados públicos con respecto a su población.
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