Domingo, 6 de julio de 2008 | Hoy
EL BAUL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
Supongamos estar en China, y que las leyes que nos rigen son las leyes chinas. Y que hoy nace nuestro hijo, el tercero. Y en el mismo momento en que nace nuestro hijo, una nueva ley dispone que a partir de ese momento todos los nuevos hijos en número superior a dos por matrimonio deben ser eliminados. ¿Es justa una ley así? Es tan justa como otra que estipulase la pena mencionada para aquellos cuyo nombre empezase con “M”, por ejemplo Manuel. A mi ver, sería injusta, porque yo me llamo Manuel desde hace muchos años, y sería eliminado, sin haberle dado a mi mamá la oportunidad de ponerme un nombre que no comenzase con “M”. Una ley, en efecto, puede disponer premios y castigos, por hacer o dejar de hacer algo, pero tiene que permitirle al ciudadano conocer lo que la ley dispone antes de realizar cualquier acción dentro o fuera de la ley. Ocurre que las acciones toman tiempo en ser planificadas, ejecutadas y finiquitadas. Un nuevo ser humano tarda nueve meses en nacer, y si lo que buscaba la ley era disuadir la concepción de un nuevo ser, el castigo que se aplique por la concepción no debería aplicarse luego de que la concepción se ha decidido. De modo similar, en el ámbito económico, los hechos económicos resultan de decisiones tomadas previamente. Si la ley se propone regular el uso de la tierra arable, induciendo determinada asignación de recursos, no puede aplicarse a situaciones en las que está en curso una asignación de recursos distinta y anterior. Si el partido gobernante entiende que en la tierra argentina se debe cultivar menos soja, no es justo que ese criterio se aplique a la cosecha que se está levantando, sino a partir de la próxima siembra que se realice. Disponer que un niño que se está gestando en el vientre de su madre deba morir al nacer, sin haber permitido optar o no por la concepción, es violencia pura. Tomar parte de una cosecha, sin haberlo anunciado antes de elegir ese cultivo que está en desarrollo, se parece más a una incautación que a un impuesto justo. Por otra parte, exigir un impuesto por algo que aún está en la tierra no cambia en absoluto un uso del suelo que pueda considerarse malo o mejorable. No parece justo cobrar un impuesto por un acto productivo que no estaba gravado al momento de ser proyectado. Se trata de un caso del principio por el cual “ningún habitante de la Nación puede ser pensado sin juicio previo fundado en la ley anterior al hecho del proceso”.
Si algo caracteriza a los reyes, al menos ante nuestros ojos de ciudadanos comunes, es su apego al lujo. Y si algo pueden decir los economistas acerca del lujo es que, como gasto extraordinario, forzosamente debe tener como contrapartida un ingreso equivalente. Estos principios financieros elementales eran lo primero que aprendían los reyes. Lo siguiente era encomendar a sus recaudadores obtener el citado ingreso. ¿Cómo? La forma usual fue el pago del impuesto, calculado sobre el valor de la tierra. Como ésta sólo podía ser poseída por quien tenía títulos nobiliarios, los candidatos a pagar los lujos del rey eran los aristócratas. En Inglaterra, las campañas reales para expandir las posesiones en tierras francesas hacían elevar transitoriamente los gastos del rey, y por tanto, las exacciones a los barones. Hasta que, en tiempos del rey Juan sin Tierra (1199-1216), los barones se plantaron: basta de justicia adicta, basta de impuestos confiscatorios, basta de presos sin causa legal. Los barones se sublevaron contra el rey y en junio de 1215 le obligaron a firmar la Carta Magna , que estipulaba que ningún impuesto podía establecerse sin consentimiento del Gran Consejo de Barones. Luego este consejo se llamó Parlamento y más tarde se dividió en Cámara de los Lores (los antiguos barones) y de los Comunes. Los legisladores del siglo XVIII vieron en la Carta Magna una garantía al pueblo inglés de derechos que los Estuardo negaban, como el juicio por jurados, el hábeas corpus y el derecho del Parlamento a controlar los impuestos. Nuestro Alberdi tuvo la prudencia de indicar como privativo del Congreso en la Cámara de Diputados –los representantes del pueblo– el derecho a fijar impuestos. La Carta Magna fue un hito fundamental de la humanidad, y esta última avanza en la medida en que reconoce tales hitos gloriosos. Si la humanidad no reconoce esos hitos gloriosos, como decía Nicolás Avellaneda, está condenada a volver a arrastrarse en penumbras, hasta volver a repetir su descubrimiento. Como decía Ortega y Gasset: “toda superación implica una asimilación: hay que tragarse lo que se va a superar, llevar dentro de nosotros precisamente lo que queremos abandonar; sólo se supera lo que se conserva –como el tercer peldaño supera a los dos primeros, porque los conserva bajo sí. En cuanto éstos desaparecieron, el tercer peldaño caería a no ser sino primero”.
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