Domingo, 24 de julio de 2016 | Hoy
Por Matías Landau*, Florencia Luci** y Victoria Gessaghi***
Desde la asunción de Mauricio Macri una novedosa ingeniería ministerial ubicó a destacados managers de la banca internacional, las empresas energéticas, los organismos multilaterales de crédito, las compañías telefónicas, los grandes medios de comunicación, entre otros, en la alta función pública. Así conocimos, según la definición de las nuevas autoridades, al mejor equipo de los últimos 50 años. ¿Hay algo novedoso en este hecho? Si bien no es infrecuente que un gobierno elija individuos sin credenciales partidarias para ocupar los principales espacios del poder ejecutivo, ¿qué implica que se trate de managers de empresas? ¿Por qué estos son presentados como “los mejores”? A la aparente virtud de la meritocracia empresarial se suma otro elemento interesante dentro de este cuadro: la composición fuertemente clasista del nuevo gobierno. Muchas de las caras visibles del ejecutivo –el propio presidente, sin ir más lejos, pero también segundas líneas– forman parte del entramado de familias que se reconoce como “la clase alta argentina”. ¿Cómo interpretar esta relación entre exitosos hombres de empresa, herederos de apellidos patricios y participación en la más alta función pública?
En principio hay que señalar que no es la primera vez, en la historia argentina, que se conjugan relaciones familiares con legitimidades técnicas. Durante los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX las elites políticas se propusieron sentar las bases para un funcionamiento liberal de una sociedad que consideraban atrasada, tanto en sus fundamentos económicos como culturales. El proyecto fue movilizado por un Estado cuyos principales cargos ejecutivos eran ocupados por miembros de un círculo social restringido cuya legitimidad no provenía de las urnas sino de su lugar destacado entre la aristocracia patricia. El protagonismo en la “fundación de la Nación” distinguía –e iba construyendo– a un grupo de familias cuyos apellidos quedarían asociados a la labor de “haber hecho la patria”.
Si las credenciales de clase eran la llave para integrar el reducido grupo que participaba de los asuntos políticos, los criterios técnicos no estaban excluidos. Fue bajo el régimen oligárquico y el modelo agro-exportador que comenzaron a ganar espacio reconocidos expertos, tanto locales como extranjeros, a quienes se ubicó en las oficinas y reparticiones estatales recién creadas. Médicos higienistas, paisajistas, ingenieros, estadísticos o urbanistas imprimieron su saber especializado en las decisiones de gobierno.
Con el nuevo siglo, la crisis del régimen oligárquico y la complejización de una sociedad crecientemente aluvional esta situación se modificó en un doble sentido. Por un lado, con la universalización del voto masculino primero, y femenino después, se desplegó una legitimidad política, derivada del vínculo representativo que une al gobernante con el pueblo o la ciudadanía. Por el otro, con la democratización del acceso a los cargos públicos, ahora habilitados a las nuevas clases medias sin credenciales aristocráticas, y el despliegue de funciones sociales por parte del Estado, se afianzó una legitimidad técnica, basada en criterios estrictamente expertos.
La irrupción de las legitimidades políticas y la democratización de las legitimidades técnicas modificaron la relación de las familias tradicionales y el gobierno estatal. Pese a no lograr crear un partido político competitivo, la preocupación de estos sectores por orientar los rumbos de la Nación se mantuvo constante a lo largo del siglo XX y se concretó de modos diversos: ocuparon posiciones estatales durante gobiernos democráticos y de facto o incidieron en la elección de sus miembros. También movilizaron sus intereses por fuera de las redes políticas, a partir de corporaciones sectoriales, patronales o de ONG.
Diluidas las legitimidades familiares, el manejo del Estado se estructuró durante el siglo XX sobre la clásica tensión entre política y gestión. Ambas dimensiones son constitutivas de la autoridad estatal y están siempre presentes aunque no en la misma proporción ni relación. Las experiencias nacional–populares enfatizan el aspecto representativo y la relación con el pueblo como sujeto colectivo. El ciclo kirchnerista sustentó su discurso en el hecho de haber vuelto a poner a la política por sobre la gestión. Ello no suponía que no tuviera sus cuadros técnicos especializados ni que abandonara la pretensión administrativa. Pero sí presuponía una relación entre política y técnica en donde la segunda debía subordinarse a la primera, y no al revés.
Las experiencias neoliberales tienden a invertir el peso de ambas fuentes de legitimidad de la autoridad gubernamental y a auto presentarse como garantes de una gestión no política. Muy frecuentemente acceden al poder esgrimiendo un discurso de desprestigio hacia la clase política, construido en base a denuncias de corrupción, burocratización e ineficiencia gubernamental. Frente a la situación de debacle a la que supuestamente los políticos han conducido a la sociedad, postulan una mirada que privilegie aspectos técnicos, bajo una mentada neutralidad ideológica.
Las experiencias neoliberales argentinas de los últimos cuarenta años no han repetido, no obstante, la misma relación entre política y gestión. La dictadura de 1976 llegó al poder a través de un golpe de Estado y en consecuencia eliminó la dimensión representativa. Frente a una clase política desacreditada, un mix de gestores –entre los que se destacaron militares y economistas neoclásicos– se puso al mando de la administración pública.
El menemismo, por su parte, se caracterizó por acceder al gobierno a través del PJ. Tras el fantasma de la hiperinflación y los saqueos, Menem logró una autoridad política para llevar adelante las reformas que demandaban los organismos internacionales de crédito. Para ello ubicó en los principales puestos del gabinete a funcionarios de estirpe liberal, en su mayoría economistas formados en instituciones privadas –muchas de ellas extranjeras– y que pertenecían a fundaciones y think tanks a través de las cuales daban el salto a la función pública. Domingo Cavallo y la Fundación Mediterránea fueron sin dudas figuras emblemáticas. Se trataba de lo que algunos autores denominaron “tecnopolíticos” por su relación anfibia entre el mundo universitario, el de la consultoría, el de la gestión estatal y el de la política partidaria.
En base a estos antecedentes, volvamos entonces a la pregunta por la novedad y las implicancias de que managers de empresas, muchos de ellos provenientes de familias “tradicionales” o de la clase alta argentina, ocupen los principales puestos del gabinete ejecutivo y de empresas y dependencias estatales estratégicas.
A fines del siglo pasado, Boltanski y Chiapello encendieron un debate que se mantiene vigente desde entonces: el capitalismo tiene un nuevo espíritu que ahora se nutre del discurso managerial. Son los textos doctrinales provenientes del mundo de la gran empresa y sus satélites –como las Escuelas de Negocios o las grandes consultoras globales– los que hegemonizan la construcción de sentidos que hacen del capitalismo un sistema, si no deseable, al menos el único aceptable.
Los principales directivos de empresas son figuras centrales de este nuevo “espíritu del capitalismo” pues expresan, por la posición que ocupan, sus principales valores y puntos de vista. Estos “portavoces del capitalismo” tienen un rol preponderante en la difusión de la ideología managerial que promueve a la “gestión de sí” como norma rectora de la carrera en las grandes empresas globales.
La mutación valorativa que hace del emprendedor y de la acción de emprender virtudes superiores, debe traducirse en individuos llamados a tener un comportamiento flexible y autónomo, en seres que no temen al riesgo sino que están dispuestos a trabajar por proyectos y a cambiar de posición de acuerdo al contexto. Forjar la propia empleabilidad es responsabilidad de los sujetos que deben cultivar las propias competencias a fin de diferenciarse del resto y sobresalir en la lucha por el lugar.
Lejos de la expertise en un área del conocimiento particular, un buen manager es aquel que emplea la intuición y la visión estratégica para el desarrollo de los proyectos más variados. El éxito reside en llevarlos a buen puerto.
La relación entre el nuevo espíritu del capitalismo y el neoliberalismo, como práctica gubernamental, es estrecha. Ambos comparten la crítica al intervencionismo estatal, asociado con la proliferación de lógicas burocráticas, propias de las grandes organizaciones públicas, a las que se percibe no sólo como lentas e ineficientes, sino también como contrarias al desarrollo de un espíritu flexible y emprendedor. No asombra que estás experiencias sean acompañadas por una “modernización” estatal, sostenida sobre una crítica feroz a las disfunciones de las burocracias estatales.
A diferencia de los “expertos” que desde fines del siglo XIX legitimaban su espacio estatal como consecuencia del prestigio adquirido en un área específica del conocimiento, o de los “técnicos” provenientes de las ciencias de la gestión empresarial, como el new public management del último tercio del siglo XX, que operaban como capacitadores externos de las autoridades públicas o las burocracias estatales, ahora son los mismos individuos portadores del saber–hacer gestionario los que toman las riendas del Estado. Su presencia en puestos de alta relevancia pública se justifica no ya en su condición de “expertos”, sino en su éxito como “líderes”. Aunque en muchos casos están en funciones que obedecen a problemáticas específicas sobre las que trabajan hace décadas, en otros no.
El habitus managerial, lejos de limitarse a la expertise en un área particular, otorga a los sujetos un know-how que los habilitaría para emprender proyectos no sólo en el ámbito corporativo. Esa es la legitimidad que esgrimen los nuevos funcionarios y que, por oposición al saber técnico de antaño, descansa en la movilización de competencias lo suficientemente versátiles como para liderar con éxito los proyectos más variados, incluso la conducción del Estado.
La singularidad del gabinete macrista no se agota en la fuerte presencia de managers. Esta elite está emplazada en un entramado de vínculos construidos a partir de lazos de amistad o de parentesco dentro de lo que se suele llamar “la clase alta argentina”.
La abrumadora presencia de “los amigos del colegio” entre los miembros del nuevo gobierno muestra que, si hasta el momento eran ciertas escuelas públicas las mayormente reconocidas como ámbitos de socialización de futuros líderes políticos, ahora aparecen colegios privados que se han caracterizado a lo largo de su historia, no por pretender una educación de excelencia, sino por ser espacios de socialización para los hijos de las clases altas argentinas.
La trama de relaciones de confianza se observa también a partir de los lazos familiares entre ministros, secretarios y subsecretarios. Un recorrido por los organigramas visibiliza la variedad de “apellidos tradicionales” y de vínculos entre estos y los managers. La compleja trama de relaciones asume combinaciones diversas que van desde ex CEO con apellidos patricios a otros que se vinculan a “familias tradicionales” a partir de lazos de amistad o de parentesco.
La novedad aquí es doble. Por un lado, implica una fuerte homogeneidad social en las primeras líneas del gabinete. Por otro, da cuenta de los modos en que se reconfiguran algunas trayectorias dentro de los sectores más acomodados de nuestra sociedad que les permiten continuar disputando y buscando legitimar posiciones de poder.
Para finalizar, si observamos el fenómeno en términos históricos, y lo comparamos tanto con lo sucedido con la “generación del 80” como a lo largo del siglo XX, los años recientes parecen estar mostrando la voluntad de las clases altas de sumar nuevos espacios de acción pública: sin abandonar las arenas tradicionales del voluntariado social o corporativo, llegó la hora de “meterse en el barro” de la política. Así, los herederos, otrora desprovistos de legitimidad social para ejercer la función de gobierno una vez destronadas sus credenciales aristocráticas, han logrado reconvertirse y buscan construir una nueva base de legitimidad ahora democrática y sustentada en la moderna lógica meritocrática del éxito corporativo.
* Sociólogo. Investigador de IIGG-UBA/Conicet.
** Socióloga. Investigadora de IIGG-UBA/Conicet.
*** Antropóloga. Investigadora de FFyL-Flacso/Conicet.
gobierno
- Managers de la banca internacional, empresas energéticas, organismos multilaterales de crédito, compañías telefónicas, grandes medios de comunicación están en la alta función pública.
- A la aparente virtud de la meritocracia empresarial se suma otro elemento: la composición fuertemente clasista del nuevo gobierno.
- La relación entre el nuevo espíritu del capitalismo y el neoliberalismo, como práctica gubernamental, es estrecha.
- La singularidad del gabinete macrista no se agota en la fuerte presencia de managers.
- Esta elite está emplazada en un entramado de vínculos construidos a partir de lazos de amistad o de parentesco dentro de lo que se suele llamar “la clase alta argentina”.
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