Domingo, 4 de septiembre de 2016 | Hoy
Por Mariano Kestelboim *
El cuco de la competitividad sobrevuela de nuevo y genera preocupación en los sectores sensibles de la industria. El gobierno hizo trascender lineamientos básicos del Plan Productivo Nacional. Clasifica a los rubros fabriles en tres tipos: competitivos, semi competitivos y los que deberán afrontar una “reconversión productiva”. Estos últimos son industrias con gran parte de la producción atomizada en Pymes que, sin protección comercial, deberían contraerse o cerrar por las grandes diferencias de precios en relación al resto del mundo.
Si bien casi todos los bienes y servicios en el país poseen precios desproporcionadamente altos respecto a los internacionales, los sectores emblema, donde la competencia internacional podría estar más presente y ser desplazados, son los de electrónicos y textiles. No obstante, hay otros rubros con condiciones productivas y de mercado similares que también podrían correr la misma suerte.
Este criterio de administración pública se contrapone con el de la mayoría de los países desarrollados. Sus gobiernos promueven en especial a las áreas productivas más frágiles y valoran otros atributos de impacto, vinculados a las necesidades y calidad de vida de sus sociedades, más allá de los aspectos puramente de mercado.
En este sentido, el caso de la agricultura es contundente. Los subsidios en la Unión Europea son vitales para poder mantener la actividad primaria. La Comisión Europea sostiene que su “Política Agrícola Común contribuye mucho más aun en las zonas vulnerables, donde la agricultura es especialmente difícil para garantizar que esas regiones vulnerables mantengan una buena salud económica y no desaparezcan”. También, en los países asiáticos de mayor desarrollo y equidad, los subsidios al campo son indispensables para la supervivencia de los productores. La asistencia estatal en Corea y Japón (equivalente al 1,8 y 1,1 por ciento del PIB, respectivamente) representó prácticamente el mismo ingreso que el de las empresas en el mercado en los últimos tres años.
Las décadas ininterrumpidas de subsidios multimillonarios a los campesinos de esos países no bastaron para hacerlos competitivos. Sus gobiernos siguen imponiendo además barreras discrecionales al comercio internacional, avaladas por la Organización Mundial del Comercio. Tampoco hay un plazo definido de eliminación de las prácticas anti mercado. En contextos de crisis, tanto las ayudas al agro como los obstáculos al comercio se potencian y la desigualdad distributiva entre países desarrollados y pobres recrudece.
Existe en esos países una firme política de oposición discriminatoria de la libertad comercial. Las naciones más perjudicadas son las de mayores dotaciones de recursos naturales, como nuestro país que, bajo un esquema utópico de liberalismo pleno y recíproco, tendría una mayor presencia en los centros de consumo mundiales y podría multiplicar sus riquezas.
El ejemplo de fomento de los países desarrollados a las actividades vulnerables que permiten una mayor contención social es el que Argentina debe seguir, en la medida en que no haya otro sostén que permita incluir a los trabajadores en actividades productivas. En un escenario mucho más hostil, como resultado del impresionante crecimiento industrial asiático en el siglo XXI, con la inserción en sus fábricas de cientos de miles de operarios con salarios inferiores a los 200 dólares mensuales, el apoyo a la industria nacional tiene que redoblarse.
La manufactura local, además de la gran acumulación de conocimientos tecnológicos que posee, es la principal dadora de trabajo privado registrado en el país con 1,25 millones de empleos, de acuerdo a las estadísticas del Ministerio de Trabajo. Esta cantidad representa el 20 por ciento del empleo formal privado total y, según la UIA, por cada empleo directo se originan 2,07 puestos de trabajo en forma indirecta. En los sectores apuntados a reconvertirse, el empleo directo registrado asciende a 148.000 puestos (116.000 en la cadena textil y 32.000 en la de electrónica); ambos representan el 12 por ciento de la fuerza laboral industrial registrada y equivalen al 77 por ciento de los empleos formales en los cultivos agrícolas.
Si parte de esos trabajadores pierden sus empleos en la industria es un gran interrogante en qué otros espacios de mercado podrían reinsertarse. Desde la visión neoliberal, el exceso de oferta laboral provocaría una baja de salarios y, supuestamente, de forma espontánea surgirían emprendimientos que se volverían rentables y los contratarían.
En una economía en recesión, con caída del consumo, desplome económico en Brasil y estancamiento del resto de Latinoamérica es improbable que surjan actividades que puedan recontratarlos. Por el contrario, resulta factible que otros empleos generados indirectamente también se pierdan y que la contracción más aguda del consumo provocada por la destrucción de puestos de trabajo y la reducción de salarios retroalimente la caída de la actividad. Son las mismas políticas que ya hundieron al país con mucho sufrimiento social y destrucción de capacidades productivas hace sólo 15 años.
Bajo el esquema actual de políticas económicas, sólo el prometido crecimiento de la inversión pública podría moderar el cuadro recesivo. Y, en caso de financiarse con endeudamiento externo, poca sustentabilidad tendrá si no hay un cambio de rumbo con estímulos a la demanda y herramientas concretas de aliento a la producción.
El problema de fondo es la decisión política de relegar al mercado la asignación de recursos. La desregulación facilita la acumulación de ganancias extraordinarias en sectores concentrados que, por factores tecnológicos e institucionales, no afrontan ninguna competencia externa y que, por las grandes barreras de capital para ingresar a esos mercados, tampoco enfrentan amenaza de competencia interna. Por lo tanto, las empresas dominantes de esos rubros fijan precios mucho más altos que los estándares internacionales, concentran ganancias derivadas de su poder de mercado y tienen total libertad para fugarlas al exterior. En tanto, las insuficientes inversiones que realizan no suelen estar alineadas a un plan de desarrollo nacional y su oferta representa un cuello de botella cuando la actividad local crece.
Dos mercados muy evidentes donde se produce ese comportamiento son el financiero y el de las telecomunicaciones. En el primero orientan sus recursos a la actividad especulativa de corto plazo, en detrimento de las necesidades de la inversión productiva. También fijan precios mucho más altos que los estándares internacionales. Por ejemplo, a través del negocio de las tarjetas de crédito, cobran aranceles que multiplican por seis a los de España, son cuatro veces superiores que los de Estados Unidos y 2,3 veces más altos que en Brasil, Chile o Malasia, según datos de CAME que impulsa una ley para bajar el arancel.
Los niveles reales de aranceles son mayores aún debido a las promociones bancarias. Se debe a que el servicio se cobra por el valor facturado y no computa el porcentaje de descuento que después recibe el consumidor en su resumen de cuenta. A este negocio, además, debe agregarse el costo coercitivo de intereses con alícuotas abusivas fijadas unilateralmente por el banco y el costo de alquiler del posnet.
Es un mercado muy dinámico por el que los bancos recaudarán este año más de 34.000 millones de pesos (suponiendo que sólo el 15 por ciento de las compras se cancelen con tarjeta de crédito y el 5 por ciento con débito). Parte de esos recursos extraordinarios podrían canalizarse a planes de promoción de la producción.
Algo similar sucede con las llamadas por celular que además brindan un servicio de pésima calidad. En Argentina, el precio por minuto promedio prepago es 5,8 veces más alto que en México, 4,6 veces superior que en Colombia, 3,8 veces más alto que en Chile y 2,3 veces más caro que en Perú, según un informe de abril pasado del Organismo Supervisor de Inversión Privada en Telecomunicaciones de Perú.
También deterioran sensiblemente la competitividad los costos internos desmedidos en la intermediación comercial e inmobiliaria, los seguros, las ART, la logística, la alta presión tributaria sobre las actividades productivas que deben competir internacionalmente y los altos precios de los insumos industriales de uso difundido que, por costos de transporte y por escala, también están poco afectados por la competencia mundial.
La mayoría de esas actividades son cautivas de la evolución del mercado interno porque no pueden ofrecer sus servicios en el exterior. Por eso, su regulación, con decisión política, debería aplicarse rigurosamente en base a estudios técnicos de costos, estableciendo niveles de rentabilidad crecientes en función del cumplimiento de metas de inversión que garanticen una oferta con precios compatibles con las necesidades del desarrollo nacional.
Históricamente, en una situación de ahogo por altos costos internos en dólares, la salida fue la devaluación. El gobierno posterga esa decisión y apuesta a la reactivación a través de la contención salarial, del impulso a la obra pública y a que la reducción de las retenciones al campo movilice su actividad. Sin embargo, en el escenario recesivo actual y ante la desmedida suba de las tarifas de los servicios públicos, eso no parece alcanzar para dinamizar inversiones en el mercado interno que permitan recuperar los empleos perdidos y aumentar la producción, sobre todo en caso que continúe la incertidumbre y avancen los temidos planes de reconversión sectoriales vía una mayor apertura comercial.
El desafío de mejorar la competitividad, sin caer otra vez en la contracción del poder de compra de los trabajadores, jubilados y pensionados o en una brusca devaluación que comprime el mercado interno y golpea con más intensidad a los más débiles, debe implicar una fuerte reducción de costos de sectores con oferta concentrada. También es indispensable una reforma tributaria y activas políticas industriales que redistribuyan el excedente desde los sectores con posición dominante en el mercado hacia la actividad productiva. Deben reemplazarse los actuales estímulos en favor de la especulación financiera por otros que realmente premien las inversiones productivas, en especial de las Pymes que son las que más empleo generan y que permiten una distribución más equitativa del ingreso.
* Economista EPPA. Profesor UBA y Undav.
@marianokeste
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-El Gobierno hizo trascender lineamientos básicos del Plan Productivo Nacional.
-Clasifica a los rubros fabriles en tres tipos: competitivos, semi competitivos y los que deberán afrontar una “reconversión productiva”.
-Estos últimos son industrias con gran parte de la producción atomizada en Pymes que, sin protección comercial, deberían contraerse o cerrar por las grandes diferencias de precios en relación al resto del mundo.
-Este criterio de administración pública se contrapone con el de la mayoría de los países desarrollados.
-En una situación de ahogo por altos costos internos en dólares, la salida fue la devaluación.
-El desafío es mejorar la competitividad sin caer otra vez en la contracción del poder de compra de los trabajadores y jubilados.
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