Domingo, 23 de octubre de 2016 | Hoy
Por Pablo Mira *
Hacia octubre del año pasado el BCRA decidió utilizar una herramienta común de su menú de políticas: vender dólares a futuro, o mejor dicho, comprometerse a “vender” dólares a un precio determinado en un plazo determinado (por ejemplo, a 10,6 en marzo de 2016). Las comillas en “vender” significan que en realidad el BCRA no debía desprenderse de los dólares en marzo de 2016, sino que le pagaría a quien compró esa posición la diferencia en pesos entre el valor original (10,6 pesos por dólar) y el valor del dólar en ese momento. Por esta razón, los contratos que prometían un dólar de casi 11 pesos para marzo de este, se han cancelado a un valor 40 por ciento mayor, debido a que el tipo de cambio se situó finalmente cerca de los 15 pesos por dólar.
Vista en perspectiva, la operación difícilmente logró los objetivos para los que originalmente había sido diseñada. La situación de virtual corrida contra el peso que enfrentaba el gobierno anterior (una de varias) lo obligaba de tomar un conjunto de decisiones en materia cambiaria para apaciguar las aguas o, eventualmente, eliminar la tensión sobre las reservas dejando flotar el tipo de cambio, lo que hubiera significado una fuerte devaluación. El BCRA eligió el primer camino, mientras que el nuevo equipo a cargo de la institución eligió el segundo, dando lugar al peor escenario posible.
En medio de este dilema macroeconómico, la justicia decidió intervenir e imputó por la venta de futuros a varios supuestos involucrados en la operatoria, lo que ineludiblemente invita a un debate acerca de la judicialización de la política económica.
¿Cómo debería ser la intervención judicial sobre la política económica? Un principio que parece evidente es que debería evaluarse la ilegalidad de las medidas a priori, y no en función de sus resultados. Es fácil ver por qué. Consideremos una violación incuestionable de la ley como la malversación de fondos públicos. La justicia la considera punible más allá de sus consecuencias. Aunque la maniobra termine favoreciendo al Estado indirectamente (por ejemplo, esos fondos se podrían invertir exitosamente y pagar muchos impuestos), se considera que debe ser penada. La razón no es económica, sino que se basa en criterios morales o filosóficos que adopta cada sociedad. Las consecuencias económicas no importan, y el acto ilegal se considera punible en sí.
Como la denuncia a las ventas de futuros ocurrió mucho antes de conocer sus resultados, eso sugiere que la medida debió ser considerada ilegal en sí, más allá de sus consecuencias. De modo que es difícil argüir que la política implicó “una grave pérdida patrimonial para el BCRA”, porque de ser así, estaríamos evaluando la medida en función de sus efectos.
¿Y qué pasaría si sometiéramos a la justicia a la política económica en función de los resultados? Esto sería muy difícil de poner en funcionamiento. Primero, el estado del conocimiento de la teoría macroeconómica impide que muchas medidas se consideren estrictamente buenas o malas para la sociedad. No hay economista en el mundo que pueda probar más allá de toda duda razonable cuál es el régimen cambiario más adecuado para un país. No hay libro que defina claramente la participación óptima del Estado en la economía. No hay teorema que determine la relación entre crecimiento y distribución del ingreso. Para peor, las teorías que se juzgaban “bien establecidas”, como el hecho de que las finanzas ayudan a profundizar el desarrollo, quedaron demolidas por las crisis financieras de las últimas décadas, coronadas por la gran recesión mundial de 2009. ¿Debió la justicia intervenir para resguardar el bien económico mundial en estos casos?
Otra razón es que juzgar políticas por resultados es imposible porque mientras están en vigencia hay eventos inesperados. Esto es lo que le pasó a Islandia, que tras promover la financiarización del país se perjudicó enormemente por una crisis internacional ajena que por poco destruye para siempre su economía y su futuro. Otra vez, la justicia tiene poco para decir o hacer a este respecto.
Una restricción adicional es que las políticas no siempre son efectivas debido a las maniobras del sector privado para evitar que los perjudiquen. La decisión de imponer un impuesto internacional a los capitales especulativos puede ser fácilmente eludida destinando el dinero a un paraíso fiscal, lo que obviamente limitará el efecto originalmente buscado. Es difícil saber quién debe ser procesado en situaciones como ésta.
En el caso que nos ocupa, la evaluación según consecuencias no es ajustada, porque si finalmente el tipo de cambio no se devaluaba, entonces la apuesta de los compradores de futuros habría fracasado y se hubieran perjudicado. En noviembre, era evidente que la medida produciría pérdidas para el BCRA sí y solo sí el tipo de cambio se devaluaba suficientemente.
Todavía queda la posibilidad de que la justicia interprete que la devaluación era absolutamente inevitable, asumiendo así que la venta de futuros se hizo bajo la plena conciencia de que el dólar subiría mucho de precio. Por supuesto, hay circunstancias en que la devaluación es inevitable, como cuando el BCRA se queda sin ninguna reserva. Pero este no era el caso. El BCRA contaba con 25 mil millones de dólares, una cifra más que suficiente para soportar la presión cambiaria durante varios meses, y las autoridades habían fortalecido durante el año los controles para reducir la fuga de capitales. No se produjo ninguna corrida bancaria y la economía estaba volviendo a crecer. Bajo cualquier indicador, se estaba muy lejos de una situación terminal.
Ahora detengámonos un poco más en la medida concreta, para ver si se trata de una medida desesperada o excepcional. Luego de varias corridas cambiarias, el gobierno enfrentaba un episodio más de stress a los que nos hemos acostumbrado en tiempos de elecciones. Para simplificar, supongamos que en ese momento se evaluaron dos alternativas opuestas: (i) no devaluar, no subir la tasa, y vender futuros; (ii) no vender futuros, subir la tasa de interés y devaluar. ¿Cuál es la mejor opción?
La alternativa (i) elegida por el BCRA en ese momento tenía dos objetivos. Uno era evitar el drenaje de reservas durante las turbulencias transitorias típicas de las épocas de elecciones. El otro objetivo era estratégico. Si el tipo de cambio se sostenía sin un salto violento hasta marzo, los especuladores perderían y eso los haría recapacitar sobre los riesgos de correr contra la moneda local en el futuro. La situación exigía continuar administrando el tipo de cambio, y las expectativas de que ello sucediera no eran irreales: las elecciones resultaron muy ajustadas y de ganar el candidato oficialista seguramente no se habría eliminado el “cepo” con tanta prisa. También se podía considerar que en un cambio de gobierno el presidente del BCRA seguiría en su cargo, respetando la independencia del organismo respecto del Poder Ejecutivo, y por ende manteniendo la política anterior.
Pero además, se debe considerar el costo de oportunidad de la política, lo que podía suceder en caso de seguir la alternativa (ii). Tenemos indicios porque el gobierno actual de hecho tomó esas medidas: elevó la tasa de interés (pasiva) hasta el 38/40 por ciento y liberó el tipo de cambio, lo que implicó un aumento del dólar del orden del 50 por ciento.
Las consecuencias de estas políticas son elocuentes: la devaluación aceleró la inflación y produjo una contracción con graves consecuencias sociales. El punto central aquí es que éste no es un resultado inesperado. Lo mismo ocurrió en 2002 y en todas las devaluaciones anteriores. De modo que la alternativa de las autoridades en noviembre era provocar una devaluación devastadora con consecuencias negativas previsibles (y por qué no decirlo, con obvias consecuencias eleccionarias), o pasar la tormenta de la corrida vendiendo futuros y establecer un cronograma de corrección de precios relativos más ordenado y con un impacto social lo más moderado posible. En este escenario, la elección de vender futuros no parece descabellada.
Una crítica potencial es que la venta de futuros podía producir ganancias extraordinarias a especuladores (como finalmente ocurrió), algo moralmente reprochable. Por cierto, esta posibilidad estaba presente. Pero las alternativas también implicaban consecuencias distributivas. El nuevo gobierno implementó una fuerte suba de tasas de interés que favorece a los ahorristas y perjudica a los deudores. Más aun, al comparar estas tasas con la evolución cambiaria esperada, las ganancias en dólares para quienes accedieron a las licitaciones de las Lebac pueden ser muy jugosas. Pero de nuevo, esta herramienta ha sido juzgada como necesaria por las autoridades macroeconómicas, y la justicia tiene poco para decir al respecto.
Concluimos entonces que tanto el contexto como las alternativas sugieren que la política de venta de futuros, además de ser una prerrogativa legal del BCRA, estaba lejos de ser una medida desatinada.
Finalmente, corresponde hacer una aclaración técnica que se suele pasar por alto. Se ha argumentado que la venta de futuros significaba una “grave pérdida patrimonial para el BCRA”. Pero esta observación es conceptualmente confusa.
Dicho resumidamente, en un sistema con dinero fiduciario un Banco Central no “pierde dinero” estrictamente. El BC puede crear tanto dinero como quiera, simplemente imprimiendo billetes al costo de producción (normalmente mucho más bajo que la denominación del billete). La decisión de imprimir billetes y ponerlos en circulación es simplemente un aspecto de la política económica, y los efectos más importantes no son sobre su patrimonio sino sobre la actividad económica, los precios, y la riqueza y su distribución.
Cuando el BC utiliza el dinero impreso para comprar bonos hace política monetaria, mientras que cuando lo hace sin “comprar nada a cambio”, como por ejemplo cuando paga la diferencia por la venta de futuros, o financia un mayor gasto público en jubilaciones, está financiando una política fiscal (expansiva). La “pérdida” del BCRA es “ganancia” del sector privado y viceversa. La sociedad como un todo no pierde nada, de modo que decir que la operación hizo “malgastar dinero al país” por un equivalente a 70 mil millones de pesos carece de sentido.
En suma, la acusación que pesa sobre los funcionarios que hacen política económica o se funda, paradójicamente, en argumentos económicos. Cercenar las opciones de política judicializando las decisiones lleva a un camino sin salida. Muchos de los que hoy se escandalizan con la venta de futuros tomaron ellos mismos decisiones sobre seguros de cambio, nacionalización de deuda privada y canjes de deuda a tasas insostenibles. Dejemos que sean la consecuencias de las políticas y el voto lo que, finalmente, defina qué política económica es la correcta.
* Economista.
judicializar
-La Justicia decidió intervenir e imputó por la venta de futuros a varios supuestos involucrados en la operatoria, lo que ineludiblemente invita a un debate acerca de la judicialización de la política económica.
-¿Qué pasaría si sometiéramos a la Justicia a la política económica en función de los resultados? Esto sería muy difícil de poner en funcionamiento.
-Tanto el contexto como las alternativas sugieren que la política de venta de futuros, además de ser una prerrogativa legal del BCRA, estaba lejos de ser una medida desatinada.
-Se ha argumentado que la venta de futuros significaba una “grave pérdida patrimonial para el BCRA”. Pero esta observación es conceptualmente confusa.
-Cercenar las opciones de política judicializando las decisiones lleva a un camino sin salida.
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