BUENA MONEDA
El monstruo de dos dígitos
Por Alfredo Zaiat
La reacción tiene que ser rápida para evitar que el aire contaminado invada el terreno que está siendo limpiado de malezas. La ortodoxia económica encontró en el repunte del índice de inflación el disparador para avanzar con dos de las falacias más extendidas en las últimas décadas. Esas son las siguientes: aumentos de salarios=inflación y emisión monetaria=inflación.
Esas identidades no se cumplen necesariamente en forma lineal como quieren hacer creer ciertos gurúes de la city. Es cierto que ante ajustes descontrolados se gatillan presiones inflacionarias, pero ése no es el caso actual. Para una análisis más fino de las condiciones estructurales de la inflación, hay que tener en cuenta la evolución de otras variables clave, como la productividad, margen bruto de explotación, demanda de dinero, inversión. Y también cómo están conformados los mercados en cuanto a su transparencia y nivel de competencia.
Esos factores son ignorados por los profetas del apocalipsis que, con más o menos claridad en la enunciación, proponen una receta conocida: congelar el ingreso de los trabajadores, limitar la emisión de dinero que conlleva una caída del tipo de cambio y también subir la tasa de interés. Para que la confusión no sea el horizonte, la historia económica argentina enseña que esas medidas conducen indefectiblemente a un enfriamiento de la actividad, a brindar el escenario para espectaculares ganancias del sector financiero, a impulsar un aumento de la pobreza y, finalmente, a convocar a una recesión. Esto no es otra cosa que alentar un destino de fracaso.
Para prevenirse de esa tormenta y, a la vez, comprobar el saldo que arroja esa política basta con mirar al vecino Brasil. El Banco Central de Lula, conducido por el ex número uno a nivel mundial del BankBoston, Henrique Meirelles, ha subido la tasa de interés hasta el 18,75 por ciento anual para frenar la inflación. Y, por ahora, tuvo éxito: detuvo el alza de precios, pero también la marcha ascendente de la economía. Ya se redujeron las estimaciones de crecimiento de la industria y del Producto para este año. Aumentó el desempleo y, como muestra contundente de quiénes son los beneficiarios de ese modelo, el sistema financiero contabilizó ganancias como nunca antes: en 2004, los bancos en conjunto registraron utilidades por 4280 millones de dólares, 36 por ciento más que el año anterior.
El riesgo de que aquí se imite ese camino no es nulo. El Fondo Monetario presiona para morigerar el crecimiento, proponiendo la fórmula de la cicuta económica: más ajuste fiscal y suba de la tasa de interés. El rechazo de esa pócima por parte de Roberto Lavagna no es suficiente si en el Banco Central todavía sobreviven nichos ultraortodoxos, que abrevan del cántaro del CEMA, alentando una suba de la tasa, como así también impulsando resistencias a la instrumentación del control al ingreso de capitales especulativos. Por lo pronto la semana última, como inservible señal a los mercados sobre su preocupación por la inflación, el Central subió un poquito la tasa de corte en las licitaciones de Lebac y Nobac, títulos de deuda que emite la entidad monetaria para tener cierto manejo de la masa de dinero.
El problema de la inflación en Argentina es más complejo que pensarlo como una simple cuestión de demanda (aumento del consumo) o de restricción de la oferta (utilización al tope de la capacidad instalada). Existen, obviamente, ambas cuestiones, pero lo relevante pasa por dónde se pone el énfasis. O, en todo caso, dónde se evalúa que se generan más presiones inflacionarias. Y claramente no es por el lado de los ingresos de la mayoría de la población. Esto significa que la política económica tendría que aplicar sintonía fina para enfrentar la amenaza de subas crecientes de precios. Y en esa tarea –para no repetir desalentadoras experiencias pasadas– sería interesante –al menos para probar una vez ese camino– preocuparse más en incentivar la ampliación de la base de la provisión de bienes que en limitar la recuperación de los ingresos de los sectores postergados, o que en subir la tasa que encarece los créditos que frenan inversiones. Si así fuera, habría llegado el turno de que un ministro de Economía trabaje como tal, en un desafío aún más importante que una reestructuración de la deuda: establecer las condiciones para el crecimiento económico con equidad en una base sólida.
Como si el manejo fiscal y monetario no fuera lo suficientemente complicado, la inflación en Argentina no es sólo una cuestión económica. Dados los años de elevados índices de precios al consumidor, de dos híper padecidas y de la reprimida con la convertibilidad, el fantasma de la inflación se ha convertido en un fenómeno cultural. Por golpes recibidos y prácticas especulativas, el empresario responde ajustando precios en lugar de aumentar cantidades. La recuperación y ampliación de los márgenes de comercialización resultan una práctica habitual. Han desarrollado profundos comportamientos defensivos que generan inmediatas y violentas reacciones ante expectativas de alza de precios. Reflejos mucho más rápidos que los que existen en otros países que también lidian con la inflación. La intervención del Estado, con las deficiencias que pueda tener, resulta imprescindible para alterar esa pauta de comportamiento si se aspira a cambiar esa historia.
Uno de esos senderos –relevante aunque no el único– consiste en fomentar la competencia, controlar los monopolios y castigar las posiciones dominantes en el mercado que implican relaciones abusivas con proveedores y consumidores. Un caso reciente en ese sentido fue el de la ahora brasileña-belga Acindar, principal productor de hierro redondo para la construcción. Ese insumo clave para ese sector registró subas de precios desproporcionadas desde la salida de la convertibilidad, y hasta el 50 por ciento en el último año cuando la inflación fue del 6 por ciento. La Comisión Nacional de Defensa de la Competencia ha abierto una investigación sobre el comportamiento de Acindar. ¿Será suficiente?
Es tal la importancia de la inflación en la dinámica local que también impacta en la política. Una identidad que no tiene mucha discusión es que precios en alza es igual a un escenario de desequilibrios políticos. Esto explica la reacción inflamada de Néstor Kirchner ante los aumentos de Shell y de la carne. Lo que pasa es que existe consenso en que la inflación no tiene que superar el límite de dos dígitos en el año para que no empiece a erosionar los márgenes de maniobra política.
Por más broncas, amenazas y cruces entre el Gobierno y el sector privado, la inflación ya ha subido un escalón respecto de 2004. En ese escenario no resultaría tan sencillo implementar lo que muchos consideran inevitable ajuste de las tarifas de los servicios públicos privatizados. El riesgo que se correría sería despertar al monstruo de dos dígitos.