Miércoles, 22 de junio de 2005 | Hoy
BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
El ministro de Hacienda brasileño, Antonio Palocci, fue el primero que se dio cuenta de la que puede llegar a ser la nueva estrategia argentina: “Hablemos de cualquier cosa menos de fútbol”, se atajó cuando se reunió a principios de semana con Roberto Lavagna para discutir por las grietas abiertas del Mercosur. Lo que sucede es que el fabuloso 3 a 1 en el Monumental reveló la fórmula para negociar con Brasil los conflictos de integración en el bloque regional. No se trata solamente de una licencia para la burla deportiva, que en parte lo es porque en un país futbolero no es poca cosa ganarle al eterno rival. Se trata de que si los habitantes de la Cancillería argentina carecen de la contundencia de sus colegas de Itamaraty, el triunfo al scratch les dejó una enseñanza: a los brasileños hay que decirles que son los mejores del mundo, que son el Dream Team, mandar a Maradona para que se saque fotos con ellos, que el Diego les asegure también que tienen al número uno, como hizo con Ronaldinho. El Gobierno debe subir el ego de los brasileños hasta el cielo, insistir en que son lo mais grande do mundo. De ese modo entrarán dormidos de vanidad en el momento de sentarse a la mesa a negociar los acuerdos, y ésa será la oportunidad de darles un baile bárbaro.
Más allá de esta ironía futbolera, el panorama político y económico de Brasil está adelantando un baile, y no precisamente uno placentero. La lupa de los principales gobiernos de la región se detuvo en Bolivia por la profunda crisis social e institucional gatillada por la batalla del gas. Cada tanto aparece la presión sobre el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, como si fuera un factor de desestabilización de Latinoamérica. La relación de la Argentina con Chile se presentó en varias oportunidades como un elemento de tensión. Si bien cada una de esas situaciones debe ser atendida por sus respectivas implicancias en la zona, el caso de Brasil no está siendo considerado en su verdadera dimensión, por lo que más vale estar prevenido.
Roberto Lavagna explica a sus colaboradores la resistencia que existe en los centros de poder para abordar la situación de Brasil. El ministro ilustra ese comportamiento de la siguiente manera: se tapa los ojos con las dos manos. Esa reacción es muy notable en Wall Street y como reflejo en la city local, pero también se verifica en Washington, puesto que la administración Bush y el Fondo Monetario Internacional han erigido al gobierno de Lula como el alumno modelo. La traumática experiencia que regaló la convertibilidad enseñó que lo que se denomina mercado tiende a demorar los juicios negativos sobre la marcha de la economía, así como también a acelerar los efectos positivos, generando burbujas especulativas. El saldo de esa perversa dinámica es una crisis.
La gestión de Lula debería ser motivo de un debate más intenso por aquellos que aspiran a construir o, mejor dicho, reconstruir sobre las ruinas del neoliberalismo. Si fuerzas de centroizquierda gobiernan en América latina con paradigmas ortodoxos, como festejan The Economist y The Wall Street Journal, es una señal de que las cosas son más complejas de lo que se cree. Lula es un político de origen obrero, el primer presidente latinoamericano de esa clase social, que llegó a ese máximo cargo luego de perder varias elecciones sin por eso rifar sus banderas. Pero cuando finalmente llegó al poder, tanto esfuerzo de construcción de una inédita fuerza política parece que es tirado por la borda. Cruzado por explosivas denuncias de corrupción (pagos en negro de 12.500 dólares por mes a legisladores para que lo apoyen), atrapado por una política económica que lo encamina al precipicio, con un crecimiento económico previsto para este año de apenas un poco más del 2 por ciento, fracasando en su política social de Hambre Cero, regalando ganancias espectaculares al sistema financiero con una de las tasas de interés real más alta del mundo, cayendo en las encuestas de imagen, abandonado por sus aliados políticos e incluso por sectores del PT. Lula, hoy, es una gran frustración.
Esa desilusión tiene su costado político y también uno económico. Ese proyecto, por ahora malogrado, puede provocar un cimbronazo en la Argentina. En la actualidad, con un crecimiento mediocre de la economía brasileña, se generan pujas sectoriales en industrias sensibles por el ingreso de productos del vecino país. Basta imaginar un escenario de recesión en el socio mayor del Mercosur para adelantar los conflictos que pueden estallar: las empresas buscarán colocar el excedente que el mercado interno no absorbe en las plazas más cercanas y con escasas barreras de entrada. Esa eventualidad es uno de los horizontes que más inquieta al equipo económico. La idea de “cláusula de adaptación competitiva” que propuso Lavagna a Brasil apunta a un objetivo de mediano y largo plazo, que es el de dar tiempo a la industria local para acompañar el ritmo de expansión de la brasileña. Pero también tiene una mirada de corto plazo que está referida al temor a una fuerte desaceleración del crecimiento brasileño. En la propuesta argentina no se trata de aplicar salvaguardas sino que consiste en formalizar restricciones temporarias a las importaciones sobre “bases de medición objetivas” de los desequilibrios comerciales. Estos, por caso, se verificarían en una situación de recesión brasileña, que se supone sería temporaria, pero que si no se toman prevenciones podrían barrer con la reciente recuperación de sensibles sectores de la industria local.
Una crisis económica en Brasil tendrá indeseables consecuencias en el frente comercial y, por ese motivo, es preferible tomar los recaudos necesarios para minimizar esos costos. Más difícil se presenta diseñar un plan de emergencia a un eventual shock provocado por una debacle financiera originada por la monumental deuda del gigante de la región. No sería de buen perdedor responder con semejante samba al baile del Monumental.
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