Domingo, 15 de enero de 2006 | Hoy
BUENA MONEDA › BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
La mayoría de las empresas está ganando mucho dinero, niveles de rentabilidad que en una sociedad organizada bajo las reglas de un sistema capitalista generan perspectivas optimistas. En esa lógica de funcionamiento resultan previsibles el aumento en la actividad, una mayor inversión y la expansión del empleo. A medida que esa rueda va girando, crecen los sueldos y, a nivel agregado, se incrementa la masa salarial y el consumo. Esto vuelve a aumentar la actividad y las ganancias totales, dinámica que se desarrolla así puesto que la caída en la rentabilidad unitaria por la suba de los costos es más que compensada por las mayores ventas, retroalimentando así las expectativas. Este ciclo va convergiendo, en teoría, a niveles de rentabilidad unitaria normales y sustentables, tanto económica como socialmente. Ahora bien: en ese proceso, ¿qué es lo que está fallando en la economía argentina? ¿Por qué, si existe un ciclo extraordinario de fuerte crecimiento y ganancias abultadas, se producen tensiones en el sistema de precios?
Para encontrar el rulemán que está generando fricción en esa calesita de la felicidad hay que atrapar la sortija “caída de la rentabilidad unitaria por subas de costos”, que en lugar de ser “compensada por las mayores ventas” se pretende mantener elevando los precios de las unidades producidas. Por esa vía se afecta ese círculo virtuoso de un modelo capitalista de desarrollo. Ajustan por precio y no por cantidad, como es usual resumir ese comportamiento.
La cuestión en la Argentina no es que está mal vista la ganancia empresaria, como afirman indignados representantes del establishment cuando el Estado o los sindicatos pretenden participar en la discusión sobre cómo se reparte la torta, sino que gran parte de esas utilidades no son reinvertidas en ampliar la frontera de producción. Excedentes que no se utilizan para aumentar la actividad y, por lo tanto, se empieza a trabar el proceso de crecimiento.
En esta instancia del ciclo, el Gobierno se ha lanzado a buscar, en un comienzo a los tumbos y luego en forma más prolija, acuerdos de precios. Esos convenios concentran más o menos resistencias en cada uno de los sectores involucrados según la mayor o menor dependencia de sus ganancias a las ventas internas. Aspiran, en definitiva, a intervenir en la falla argentina del modelo capitalista de desarrollo.
Los desalentadores o menos malos índices de precios resultantes de esos acuerdos reflejarán el relativo éxito o el ingrato fracaso en ese objetivo. Se sabe que los acuerdos temporarios de precios, la liga de seguimiento del conurbano y los mecanismos de defensa de la competencia no pueden considerarse en sí mismos una política antiinflacionaria. En cambio, sí son herramientas para aportar a los consumidores mecanismos de protección en una relación desigual.
En ese contexto y conociendo ese origen en la tensión existente en el régimen de precios, resultan aportes valiosos dos recientes informes. El primero, elaborado por la Sociedad de Estudios Laborales, consultora dirigida por Ernesto Kritz, concluye, en base a datos del Indec al tercer trimestre del año pasado, que los sectores transables aún contabilizan, en promedio, un costo laboral 37 por ciento inferior al mes previo a la devaluación. Esto significa que esos rubros –industria y agro, en especial– disponen de un gran margen para absorber mejoras salariales sin tener que trasladarlas a los precios. Para no confundir es más adecuada la comparación en un período más prolongado, y desde el punto máximo de la crisis, que la que surge de la evolución del último año, cuando hubo una mejora del salario y, por lo tanto, un leve aumento del costo laboral. Este último análisis conduce al camino equivocado que los salarios son culpables de la inflación y que las empresas están perdiendo rentabilidad. Ambas conclusiones son, por lo menos, mezquinas.
El segundo informe, preparado por Grupos Unidos del Sud, entidad donde trabajaba el actual presidente del Banco Provincia, Martín Lousteau, se refiere al Indice de Rentabilidad por Indice de Precios. El IRIP es un indicador que mide la rentabilidad de la economía tanto a nivel agregado como por grandes sectores. La definición de rentabilidad que utilizan es la de resultado operativo por unidad de producción, es decir los ingresos por ventas menos los costos directos de venta y los gastos fijos y variables (excluyendo el pago de intereses e impuestos) por unidad de producto. Con semejante rigurosidad concluyen que el año pasado la rentabilidad promedio de la economía se mantuvo en elevados niveles del 27,9 por ciento, con las particularidades correspondientes de cada uno de los sectores. Ese porcentaje medio apenas se ha reducido a lo largo del período post-convertibilidad, ubicándose aún unos 8 puntos por encima del registrado en enero del 2002. En el trabajo se menciona que en el último año ha habido una reducción de los márgenes en la mayoría de los sectores, destacando que “no debe ser preocupante, ya que forma parte del natural proceso de convergencia hacia niveles de rentabilidad sustentables y razonables en términos históricos”.
Aquí aparece el principal nudo de conflicto: ¿cuál es el nivel de rentabilidad “normal”? O, ¿cuál es el “razonable”? El empresario trata de maximizar sus ganancias y en la Argentina tiene la excusa de que, ante las crisis recurrentes de las últimas décadas, no sabe qué puede pasar mañana y, por lo tanto, poco le importan los niveles de rentabilidad “en términos históricos”.
Así se entiende, pese a los costos laborales devaluados, el cacareo histérico de los empresarios porque de un 2006 con más presiones salariales amenazaría la estabilidad. En los hechos se está desarrollando una intensa puja distributiva y, a diferencia de lo que difunden voceros y analistas de la city, no fue gatillada por los trabajadores. Han sido las empresas líderes, formadoras de precios, que no están acostumbradas en la Argentina a funcionar en el círculo virtuoso de un modelo capitalista de desarrollo quienes movieron las primeras fichas de esa puja. Se resisten a ceder las porciones adicionales de la renta que se apropiaron luego de la megadevaluación. Y, como se ve, en esa pelea están habituadas a llorar y mamar. Si hay que evaluar esa estrategia por los resultados, mal no les fue. El desafío, ahora, es que todo lo bien que les vaya a ellos no signifique todo el mal para la mayoría.
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