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Domingo, 15 de enero de 2006

EL BAúL DE MANUEL › POLÉMICA

 Por M. Fernández López

Cerviño y Vieytes

El desarrollo agroexportador argentino –del cual el país todavía no ha salido– se fue definiendo durante la primera mitad del siglo XIX, a medida que se tomaba mayor conciencia de las posibilidades de las Provincias Unidas, y conforme a los cambios políticos y tecnológicos del resto del mundo. Los primeros que plantearon el uso de la tierra para generar saldos exportables fueron, curiosamente, dos estudiosos con raíces en Pontevedra, Galicia, a saber: Pedro Antonio Cerviño y Juan Hipólito Vieytes. Cerviño era nacido en Campo Lameiro, Pontevedra, y Vieytes era hijo de Juan Vieytes, también nacido en Pontevedra. Hacia 1800 Cerviño era el director de la Academia de Náutica y Vieytes un empresario particular, propietario de una agroindustria, una fábrica de jabón. Ambos diagnosticaron un exceso estructural de oferta de tierra. Para Cerviño, la posibilidad de llevar productos rurales a Europa dependía principalmente de erigir puertos adecuados y construir embarcaciones propias. Vieytes, en cambio, tenía una visión más compleja del problema. Asiduo lector de Adam Smith, de cuya obra poseía toda una variedad de ediciones, veía la producción como resultado de tres factores distintos: la tierra, el trabajo y el capital. Como Smith, concebía la acumulación de capital como un proceso gradual, que no afecta por igual a todos los sectores de actividad económica: primero el capital se dirige a la agricultura, que es donde obtiene mayor ganancia por unidad de capital, y cuando las oportunidades agrarias se agotan, se dirige a la industria. Finalmente, cuando la industria está plenamente desarrollada, las inversiones se canalizan en el comercio exterior. Fue el primero en ver la necesaria complementación entre los tres factores productivos, y por tanto percibió que el muy escaso capital se dirigiría preferentemente a la agricultura, pero tardaría varios siglos en saturar a toda la tierra disponible. El factor abundante se reflejaba en un precio ínfimo de la tierra, y los factores escasos (brazos y capital) en precios altos. Vieytes expuso estas ideas en Causas de la escasez y carestía de los jornales (1804). No existían aún en el mundo las migraciones masivas de capital y de personas, por lo que poblar el campo se haría con la migración de los pobladores urbanos, tal vez con alicientes, como créditos para adquirir los medios de producción necesarios.

Alberdi

Alberdi en las Bases (1852) delineó una Constitución asentada sobre el libre ingreso de trabajo y capital extranjeros, y eligió suponer un país desierto: “¿qué nombre merece un país compuesto de doscientas mil leguas de territorio y de una población de ochocientos mil habitantes? Un desierto”. La Constitución que mejor conviene al desierto es “La que sirve para hacerlo desaparecer; en el menor tiempo posible, y se convierta en país poblado”. Por su parte, “los capitales son valores aplicados a la producción: pueden trasformarse y convertirse en muelles, en buques de vapor, en ferrocarriles, puentes, pozos artesianos, canales, fábricas, máquinas de vapor y de todo género para beneficiar metales y acelerar la producción agrícola”. La forma de capital más necesaria era el ferrocarril, por las grandes distancias: “Es preciso traer las capitales a las costas, o bien llevar el litoral al interior del continente. Sin el ferrocarril no tendréis unidad política en países donde la distancia hace imposible la acción del poder central”. Pero los ferrocarriles debían ser construidos por la población, y a la existente, cuyo prototipo era el gaucho, “por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción, en cien años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente”. No sólo era necesaria más población, sino “mejor población”. “Lo que hay es poco y es malo. Conviene aumentar el número de nuestra población y, lo que es más, cambiar su condición en sentido ventajoso a la causa del progreso”; “para hacer caminos de fierro, para hacer navegables y navegar los ríos, para explotar las minas, para labrar los campos, para colonizar los desiertos”. Al Estado correspondería centralizar el financiamiento y construcción de “caminos de fierro, canales, puentes, grandes mejoras materiales, empresas de colonización, cosas superiores a la capacidad de cualquier provincia aislada, por rica que sea”; “el único medio de llevar a cabo la construcción de las grandes vías de comunicación será el encargar de la vigilancia, dirección y fomento de esos intereses al gobierno general de la Confederación, y consolidar en un solo cuerpo de nación las fuerzas y los medios dispersos del país, en el interés de esos grandes y comunes fines”. En Alberdi, la “tríada económica se ordena en sus manos así: capital, trabajo, tierra”.

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