Dom 19.08.2007
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BUENA MONEDA

Testarudos

› Por Alfredo Zaiat

En general, cuando alguien se equivoca y tiene un poco de amor propio siente cierto malestar corporal que lo incomoda. Si es consciente de esa limitación natural de que no siempre se tiene la razón o que, a veces, se tropieza en la construcción de análisis que la realidad se empecina en refutar, aprenderá que la prudencia es una buena consejera, además que se requiere del esfuerzo de ser más riguroso sobre lo que se pretende informar. Pese a lo reiterado, no deja de llamar la atención los despropósitos de los economistas de la city, con el acompañamiento militante de un coro de comunicadores sociales. El colapso energético, la desaceleración del nivel de actividad, el deterioro de las cuentas fiscales y ahora los impactos devastadores en el ámbito local que adelantan tendrá la crisis financiera global son sentencias que se repiten sin pudor a pesar de que las respectivas variables muestran otra cosa. Por caso, se presentan como una burla a esos profetas testarudos y a sus seguidores mediáticos las últimas cifras de crecimiento económico, que arrojaron un aumento del 8,3 por ciento en junio pasado respecto al mismo mes del año anterior, con un impacto irrelevante de las restricciones energéticas. Sin darse cuenta, la absurda posición de los gurúes de pronosticar escenarios negativos resulta funcional a la estrategia del Gobierno de evitar la discusión de debilidades estructurales del actual proceso económico. Si el debate pasa por el resultado de los indicadores, que serían la comprobación de que algo anda mal según esos economistas, la actual administración tiene todo para salir victoriosa. En cambio, resulta más sustantiva si la discusión, por ejemplo, se dirige a que las tensiones en el sistema energético tienen su raíz en el propio modelo de manejo de la energía. Por esa vía, la (ir)responsabilidad del Gobierno se hace más evidente en cuanto a la proyección de una economía sustentable en el mediano plazo.

Lo mismo pasa con el tema de la inflación o la evolución de las cuentas fiscales. El bochorno de la intervención en el departamento de IPC del Indec tiene gravedad institucional, miserias de la política y soberbia de los funcionarios responsables de ese escándalo. Pero por el Indec no pasa el problema de la inflación. La aceleración en las subas de precios tiene que ver con el relajamiento de los acuerdos con sectores oligopólicos y la inoperancia para la reconstrucción de estructuras estatales necesarias para el control y regulación de mercados de bienes sensibles de la canasta básica. La grosera intervención del Indec sólo agrega más confusión a un proceso de expectativas inflacionarias en alza.

Con relación al tema fiscal las alarmas son, por lo menos, exageradas. Resulta poco importante la disminución de un punto del superávit fiscal anualizado durante algunos meses porque el horizonte del Ministerio de Economía es culminar el año dentro de la meta establecida, teniendo en cuenta que el gobierno de Kirchner tiene una obsesión por el saldo positivo de las cuentas públicas. Nuevamente, el debate no debería pasar por 2,5 o 3,5 por ciento de superávit del PIB, sino que la discusión estructural se debería dirigir a saber ¿por qué la economía argentina necesita de un excedente tan abultado? o ¿por qué tiene que ser 3,5 y no 1,0 por ciento?

La disciplina fiscal significa cuentas en orden, con una recaudación en alza por crecimiento y eficiencia en la lucha contra la evasión y con un gasto público orientado a facilitar la ampliación de la frontera productiva y a redistribuir ingresos con una estrategia de inclusión social. Esa idea de ahorrar en momentos de vacas gordas para enfrentar los períodos de las flacas está probado que permite cierto desahogo en el hogar familiar e incluso, aunque con más limitaciones, en el ámbito empresario. No es tan evidente la efectividad de esa política previsora para un Estado porque la magnitud de sus compromisos, muchos de ellos con marcada inflexibilidad a la baja o a su eliminación, hace casi imposible poder afrontarlos con una cuenta de ahorro en un período de crisis. Un fondo fiscal anticíclico sólo sirve como una herramienta para orientar expectativas favorables de los agentes económicos, teniendo en cuenta las experiencias traumáticas de las últimas décadas, además de un auxilio puntual para hacer frente a gastos imprevistos, como los provocados por las restricciones energéticas o por la cancelación de deuda externa.

Esa obsesión, que no es propia de la Argentina sino que se extiende a toda la región, de que un Estado debe registrar el máximo excedente posible, además de acumular recursos fiscales para enfrentar eventuales crisis, no tiene muchos antecedentes en el resto de las economías del mundo. Es cierto que los desequilibrios pasados provocan una sobre reacción en la cuestión fiscal, pero la exageración puede empachar. Más importante que el ahorro fiscal es la política de acumulación de reservas internacionales para enfrentar situaciones críticas. Como quedó demostrado en estos días turbulentos en el frente financiero, la tenencia de dólares en cantidad en las arcas del Banco Central fue una sólida defensa anticíclica. Un fondo fiscal es simplemente una píldora de Ribotril para el espíritu de la ortodoxia. Más efectivo en esa materia sería construir un régimen impositivo cuya recaudación no sea tan dependiente del ciclo económico (por caso, el IVA) o de condiciones internacionales favorables (por las retenciones a los commodities).

Esa manía fiscalista quedó otra vez en evidencia con las críticas indirectas al reciente aumento de los jubilados. Como no es socialmente aceptado oponerse a la mejora de ingresos de ese sector vulnerable de la población, las críticas apuntaron al crecimiento del gasto público por encima del ritmo de alza de la recaudación. Más brutales fueron los operadores bursátiles que explicaron la caída de las cotizaciones de los bonos porque, con ese ajuste de los haberes previsionales, las cuentas fiscales se colocaron en una situación de mayor vulnerabilidad. Luciano Miguens, el presidente del Sociedad Rural, en su discurso de inauguración de la muestra, fue aún más transparente que los gurúes de la city y financistas, al criticar lo que denominó “el gasto público improductivo”. No precisó si en esa categoría incluye los salarios de los empleados públicos, las jubilaciones, el destinado a educación y salud, las obras públicas, los subsidios –entre los que se encuentra el destinado al gasoil para el sector agropecuario– o los pagos de deuda. Sería interesante conocer lo que la ortodoxia define como “gasto improductivo”.

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