Domingo, 21 de octubre de 2007 | Hoy
BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
En estos días intensos de discursos de campaña electoral, la cuestión económica se introdujo en el debate de manera superficial. Y una vez más quedó expuesto que la distancia que media entre la palabra y los hechos no es un defecto exclusivo de los políticos. La clase dirigente empresaria tradicional ha confirmado que acompaña ese retorcido comportamiento con marcado entusiasmo. Como la economía genera precaución porque la mayoría considera que esos temas están reservados para expertos, se acepta cierta impunidad de aquellos a quienes se les asigna el poder de ese saber. Bajo esas circunstancias, las más importantes organizaciones del establishment tuvieron la oportunidad de expresar sus preocupaciones a diversos candidatos. Manifestaron que las cuestiones que los desvelan son el proceso inflacionario y la necesidad de un mayor caudal de inversiones. Y aquí aparecen las contradicciones que el sentido común debería revelar, pero que el consenso dominante ignora por conveniencia o por ingenuidad. Si la inflación es un problema que preocupa a los empresarios, la pregunta de un lego sería: ¿quién sube los precios? Y, si esa inquietud tanto obsesiona a los hombres de negocios, ¿por qué aconsejan / exigen subir las tarifas de los servicios públicos? Un aumento de la luz, el gas, el colectivo, el boleto de tren o las naftas se traduce en inflación, según puede entender cualquiera que tiene una moneda en el bolsillo.
La hipocresía del discurso del poder económico es uno de sus rasgos característicos, pero en Argentina asume una particularidad que no deja de llamar la atención. Con la cuestión de los precios, se parece al zorro que está cómodo en medio del gallinero pidiendo protección para la granja mientras se va comiendo a los pollitos. La sucesión de argumentos de los empresarios para trasladar la responsabilidad a otros, y en especial al Estado, es bien expuesta por los economistas de la city. Estos se enfrentan con una dificultad porque los motores habituales de transmisión de presiones inflacionarias, el desequilibrio de las cuentas públicas y la expansión monetaria desmedida no están presentes en el actual ciclo económico. Entonces, apuntan los dardos a la carencia de inversiones para incrementar la oferta ante una demanda creciente, que se traduce en alza de precios.
Si los empresarios expresan intranquilidad por una inversión insuficiente, aquí aparecería otra pregunta de un no especialista: ¿quién tiene que invertir en sus empresas para ampliar la frontera de producción? Esa propia deficiencia, ya sea por desconfianza en el actual proceso político y económico o por una visión conservadora en el manejo de las abultadas utilidades de la compañía, la enmascaran en la excusa sobre la seguridad jurídica o las presiones de los costos. Lo cierto es que el sector privado posee el principal incentivo para invertir, que consiste en un mercado doméstico activo y en expansión, además de uno externo favorable para las firmas exportadoras. La falta de inversión, en realidad, es el atajo que encontraron para justificar una estrategia de ajustar por precios y no por cantidad ante una demanda en ascenso. Y si el ajuste es por precios, aparece la inflación, que es, paradójicamente, el tema relevante de las cavilaciones de los popes empresarios.
En los hechos, la corriente inversora es fuerte, pero va corriendo detrás del ritmo que marca los requerimientos de una economía de elevado crecimiento. Pese a las observaciones sobre su escasez, hasta la inversión proveniente del exterior es intensa: en el lapso de quince días se anunció la extranjerización total de dos empresas nacionales emblemáticas, como Acindar y Alpargatas.
Cómo se explica, entonces, la secuencia que presenta el establishment a la sociedad de que los precios suben porque no hay inversión suficiente y, además, porque la extranjera no está viniendo. Además de las tensiones del crecimiento que se verifica en algunos sectores, una de las principales causas del actual proceso inflacionario tiene que ver con la pretensión de retener tasas de ganancias extraordinarias alcanzadas luego de la violenta transferencia de ingresos que implicó la megadevaluación. Cuando esas utilidades fabulosas empezaron a transitar un sendero de normalización, que en Argentina significa igualmente niveles muy altos con relación a países desarrollados, el ajuste de precios fue el mecanismo de preservación de esas rentas sorprendentes. Los balances son testigos de ese recorrido asombroso.
En otras palabras, es lo que se denomina puja distributiva. Hasta el año pasado, los ingresos de los trabajadores fueron recuperando a ritmo constante gran parte del terreno perdido, ganando la carrera contra los precios. En éste, cuando el escenario era bastante similar al anterior, con acuerdos de mejoras de salarios que se pactaron unos puntos por encima de la inflación esperada y, además, con un avance del salario informal por encima del promedio, los ajustes de precios se hicieron más fuertes. Así, se estancó la sostenida tendencia al alza del salario real con relación a cualquier índice de precios que no sea el dibujado por el Indec. O sea, sin derivar en un retroceso, quedó detenido el lento proceso de una distribución del ingreso más equitativa.
Precios e inversión son los interrogantes dominantes en los discursos del poder económico, cuestiones que prendieron en filas del oficialismo y de la oposición. Resulta evidente que son temas importantes, pero otro también tan relevante o más no despierta tanta curiosidad: ¿por qué si la economía ya acumula 57 meses consecutivos de crecimiento a tasas chinas aún persisten elevados niveles de pobreza e indigencia?
Avanzar en respuestas de este interrogante descolocaría la construcción del escenario económico que concentra su atención en inflación e inversión. Así, el establishment junto a sus economistas-voceros plantean el juego del distraído para desviar la atención que, gracias al bombardeo mediático, la mayoría acepta participar.
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