Domingo, 18 de abril de 2004 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
Nuestra
manera
El 35º aniversario de A mi manera, la popular canción de Frank Sinatra,
festejado esta semana por el cholulaje vernáculo, sugiere indagar cuál
es “nuestra manera” en cuanto al sistema económico en que
vivimos. Sirva como caso el reciente feriado de Semana Santa, que este año
se combinó con el aniversario de Malvinas, e hizo que dos días
laborales (martes y miércoles) quedasen como el jamón del sandwich
entre un fin de semana largo (3 días) y Semana Santa (4 días).
No pocos propusieron hacer no laborable al jamón y tener 9 días
corridos de vacaciones, casi unas vacaciones de invierno anticipadas. ¿Por
qué? La razón principal era inducir un gran desplazamiento de
gente con plata en el bolsillo para gastar en centros turísticos. No
se llegó a tanto, pero todos los medios de transporte agotaron sus pasajes
y todos los alojamientos turísticos casi alcanzaron el tope de su capacidad.
Sus ofertas incluían desde piletas y saunas hasta shows y turismo-aventura.
Actividades todas que, económicamente, son bienes suntuarios. Todos los
destinos posibles estaban pendientes de recibir algo de esa enorme masa de dinero
volcada en bienes de lujo. Por otra parte, el enorme desplazamiento de gente
no pareció afectar ninguna producción o prestación esenciales;
o bien, visto de otro ángulo, la producción pareció no
depender del trabajo de la gente que gozó de esos bienes. Más
allá de la ropa, modales o tecnología, un sistema que funciona
así es semejante al que existía en Europa antes de la Revolución
Francesa. “Todos los órdenes y todos los hombres de un Estado subsisten
o se enriquecen por el gasto de los propietarios de tierras”, escribió
el banquero Richard Cantillon antes de 1730 en Naturaleza del comercio en general,
y sobre su obra se basó el médico Quesnay para construir en 1758
su Cuadro económico. En lo alto de la pirámide social, el rey
y la aristocracia se apropiaban del excedente económico generado por
el resto de la sociedad, y lo gastaban en bienes suntuarios, que no eran insumos
de los sectores productivos, y cuya dilapidación restaba posibilidad
de crecimiento a todo el sistema. En la base de la pirámide –las
pymes y el pueblo–, o sea pequeños comerciantes y artesanos, campesinos
no propietarios agobiados por impuestos, asalariados remunerados a nivel de
mera subsistencia, e indigentes varios sin trabajo ni ingresos, mantenidos por
la caridad pública.
Trenes
de la muerte
Esta semana un joven trabajador, padre de siete hijos, perdió un brazo
mientras viajaba “colgado” en un convoy de la ex línea General
San Martín, rumbo a Retiro. Pasajeros entrevistados declararon enérgicamente
que eso es cosa de todos los días, y se debe al incumplimiento de los
horarios establecidos y a suspensión de servicios, con la consiguiente
acumulación de muchos más pasajeros que los que caben dignamente
en una sola formación. Y la alternativa de abstenerse de viajar no vale,
pues todo quien hoy tiene un trabajo, al salir se ve impelido a llegar al mismo
a horario, y en el regreso no es menor su urgencia por llegar a casa. La empresa,
por su parte, declara que todo se debe a la falta de nueve locomotoras, situación
que quedaría resuelta en el próximo mes de mayo. El caso es penoso,
y también lo es la falta de memoria histórica. La Argentina tuvo
desde hace más de un siglo un sistema ferroviario mixto, estatal y privado,
y la discusión sobre cuál subsistema garantiza mayor volumen de
inversión y prestaciones, y tarifas más reducidas, se remonta
a finales del siglo 19. En Teoría del trazado de ferrocarriles, publicado
en 1895 por la Sociedad Científica Argentina, el profesor de Ferrocarriles
en la Universidad de Buenos Aires, Alberto Schneidewind, se ocupó en
“resolver si los ferrocarriles deben ser construidos por el Estado o por
empresas particulares”. Tomaba como término de referencia el costo
medio mínimo, que determina la menor tarifa a la cual se recupera el
valor de la inversión y “el capital alcanza su valor más
ventajoso”. Ese punto fija “el capital que debe invertir un gobierno
que al construir un ferrocarril sólo tenga en vista los intereses generales”.
Pero esa tarifa deja un dividendo cero. Por su parte, “los capitalistas,
además de los intereses del capital, desean un dividendo máximo.
El dividendo es tanto más grande cuanto mayor es la diferencia entre
la tarifa y el costo de transporte”. “Si el capitalista, en lugar
de emplear el capital que requiere una construcción muy perfecta, emplea
sólo un capital menor, obtiene un dividendo máximo pero con perjuicio
del público, porque los gastos de transporte son mayores que los requeridos
por la vía más perfecta”. Si una empresa privada invierte
un capital igual al más ventajoso para los intereses públicos,
tendrá mejores vías y tren rodante: hará un servicio mejor,
pero ganará menor dividendo.
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