Domingo, 17 de abril de 2005 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
El ser humano cambia su conducta al sobrevenir alteraciones en su entorno. No sobrevivió en la tierra por su mayor fuerza física sino por su cerebro. En el origen debió superar adversidades naturales, y más tarde, agresiones creadas por sus semejantes, como las que surgen del intercambio de bienes en el mercado. Creó la economía, una de cuyas primeras “leyes” es la de la demanda, que expresa uno de tales cambios: el cambio en la demanda de un bien cuando su precio varía. No reducir el hombre la cantidad que demanda de un bien cuando su precio sube, sería ir contra su propio bienestar. Si dispone de 100 pesos y compra un artículo que vale 10, le sobran 90 para otras compras. Si el artículo sube a 11 pesos y el resto de los bienes que adquiere no cambia de precio, seguir comprando igual cantidad significa que le sobran 89 para otras compras. Su nivel de vida necesariamente baja. Su defensa es no comprar el bien anterior, ahora a 11, y cambiar por otro similar que valga 10, que probablemente será de calidad menor. Esto permite ver que la demanda de cualquier bien depende de los precios de todos los bienes que cada persona demanda. Cualquier suba de un precio reduce el ingreso del consumidor, lleva a reducir la cantidad demandada de ese bien y de sus bienes complementarios, y a sustituir esa demanda por la de otros bienes. Sólo un negado –y en este país es una estirpe ya extinguida– permanecería sin hacer algo. Sin embargo, el Gobierno gasta carradas de dinero en atosigarnos con una propaganda para que sustituyamos un bien cuyo precio aumenta. El hecho recuerda la gran mentira de los cronistas de Indias, que informaban que los indios guaraníes eran tan bobos que los padres jesuitas a medianoche debían tocar una campana para que cumplieran sus deberes conyugales. El gran Hegel recogió este disparate en sus Lecciones sobre la Historia Universal. Era parte de una literatura europea, de antigua data, orientada a demostrar que en el Nuevo Mundo toda cosa y ser era más pequeño o menos maduro. Ello tenía un propósito evidente: convencer que los americanos no podían gobernarse por sí solos y debían ser tutelados como infantes por la vieja Europa. Si no es ése el fin de la publicidad oficial, debería demostrarlo, y reorientar los dineros que derrocha en tales propagandas hacia otros fines más útiles a la sociedad, por ejemplo, en mejorar las remuneraciones en el sistema público de salud.
Mencionar el 18 de abril es, para ciertas personas, como presentarle a un vampiro un crucifijo o una ristra de ajos. Antes que se implantara en febrero de 1932 el entonces bautizado por Raúl Prebisch como impuesto a los réditos, la clase pudiente argentina en bloque se oponía hasta a hablar del asunto, en el que se interesaron Weigel Muñoz, Oria y Dell’Oro Maini durante la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, y el ministro Rafael Herrera Vegas en la presidencia de Alvear, cuando buscó informarse sobre el tema enviando a jóvenes becarios de Ciencias Económicas a Estados Unidos, Europa y Oceanía a conocer la experiencia del “income tax”. Resistir la tributación directa fue (y es) un viejo deporte argentino, desde 1821 cuando Bernardino Rivadavia intentó crear un sistema tributario fundado en la riqueza de los ciudadanos de Buenos Aires, o la propuesta de Esteban Echeverría (1837) de un sistema tributario fundado en la calidad de los terrenos y su distancia a la metrópoli portuaria. El impuesto a los ingresos (el income tax de los británicos) significaba un cambio radical en los fines del Estado. Los terratenientes y latifundistas, como lo reconoció Alberdi mismo, querían un Estado al servicio de sus intereses, o como decía Smith y Alberdi repetía: un Estado para proteger a los ricos (en este caso, los propietarios de grandes estancias, mayormente ubicados en Buenos Aires) en contra de los pobres. Los años dorados de la Argentina fueron también los de un Estado represor (y exterminador) de las poblaciones originarias, los trabajadores y los movimientos sociales. El income tax presuponía un Estado que buscase equilibrar inequidades: sacar algo de aquellos que más tenían, y entregar algo a quienes tenían menos, o poco, o nada. No necesariamente dándoles dinero sino permitiendo al pobre y al trabajador acceder a determinadas prestaciones que no podrían pagar si ellas fuesen provistas a través del mercado por empresas particulares, como la educación, la salud, la pensión por vejez y enfermedad; o impidiendo la explotación del hombre por el hombre a través de la reglamentación de la jornada laboral y condiciones de trabajo en general, y de mujeres y niños en particular. Además, si este impuesto es progresivo, actúa como estabilizador automático, al tomar más cuando la economía está en expansión, enfriándola, y menos cuando la economía declina.
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