Domingo, 31 de agosto de 2008 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
En los días que corren, los escritos de politólogos y opinadores varios se nutren cada vez más de la dificultad de formular juicios sobre las grandes variables de la economía, a raíz del carácter impreciso de sus valores. Por ejemplo: se sabe con precisión cuántas familias de todo el país reciben los llamados “planes”, para acceder a los cuales es condición necesaria no tener trabajo. La recta interpretación del conjunto de recipiendarios lleva a considerarlos como desocupados. Sin embargo, para el Gobierno, esa ínfima suma hace las veces de un salario, lo que supone alguna forma de contraprestación. En suma, los beneficiarios son computados como ocupados. Hay, pues, un número, del cual no sabemos si mide ocupados o desocupados. El número es preciso, pero su significado no. Es un número “borroso”, es decir, que “no se distingue con claridad”, según el Diccionario de la Lengua Española. No debe confundirse con “incertidumbre”, condición de ciertos valores futuros sobre los que no cabe asignar una distribución de probabilidad. Ni con “riesgo”, condición en la que sí cabe asignar a determinados valores futuros una distribución de probabilidad. Hay otro caso: el del índice de precios al consumidor, o costo del nivel de vida. En lugar de calcularlo sobre precios observados en los mercados reales, el ente oficial pone los precios convenidos con algunas empresas, que las mismas empresas suelen no respetar. Ante esta anomalía –de tomar lo deseable por lo observado–, varias asociaciones encararon su propio ipc, aunque entre sí sólo tienen de comparable el nombre. Con ello, para un único hecho real se tendrán varias mediciones alternativas, entre las que es imposible elegir, salvo que se lo haga con un sesgo, a fin de ajustar los salarios nominales a su conveniencia (el empresario, con sesgo a la baja; la CGT, con sesgo al alza). Con la inflación, se distingue entre tasa de interés nominal y real. De la tasa de interés real dependen esencialmente la inversión y el ahorro. Si la medida de la inflación es un número borroso, la tasa de interés real se vuelve también un número borroso. ¿Cómo se valúa si el monto de inversión y de ahorro son suficientes o insuficientes, y si necesitan ser incentivados o complementados, si el guarismo que los determina es borroso? Francisco García Olano decía que la economía necesitaba otra matemática. ¿Acaso una matemática borrosa?
Una experiencia, en principio beneficiosa, puede volverse negativa, y fuente de perjuicio en lugar de beneficio. Puede tratarse de la ingesta de un bien necesario, como el agua, pero que, repetida una y otra vez, puede ser letal. Fue el caso preferido de los economistas neoclásicos para mostrar el decrecimiento de la utilidad subjetiva. O puede tratarse de la aplicación de las manos humanas a extraer papas de la tierra hasta que, de extraer papas de buen tamaño, terminan sacando papas minúsculas, sin valor alguno. Este fue el caso presentado por von Thünen para mostrar el rendimiento decreciente de una tarea agrícola. En ambas situaciones, una actividad (suministrar agua, escarbar la tierra) se repite, una y otra vez, en dosis uniformes, con resultados inicialmente positivos; pero, llegados a cierto punto, sucesivamente de menor magnitud hasta no producir resultado alguno. Pero la demanda y la producción no son los únicos escenarios en que la reiteración de un mismo proceder ocasiona reacciones adversas. Un caso: la poca vocación de los políticos en el poder por cederlo a una alternancia, que les lleva a ofrecer una vez y otra la misma fotografía a los electores, genera el hartazgo, antes que la reiteración de la confianza. Otro caso: la proliferación de leyes sobre determinados temas, en un país poco amante de cumplir la ley, lleva a mayor confusión, lo que amplía el marco del incumplimiento de la ley. A la luz de estos resultados, pues, parece que en la sociedad prevalecen las relaciones causa-efecto no lineales, o como dicen los economistas, “rendimientos decrecientes a escala”. El descubridor merece no ser olvidado. Fue el fisiólogo alemán Ernst Heinrich Weber (1795-1878). La ley de Weber, que vincula sensaciones con estímulos, fue perfeccionada por su discípulo Gustav Theodor Fechner (1801-1887), autor de Elementos de psicofísica (1860) y fundador de la psicofísica, desarrollada en esa obra. Por aquellos años, tres grandes economistas (el inglés Jevons, el austríaco Menger y el francés Walras) se adjudicaron haber descubierto una ley análoga a la de Weber-Fechner, la ley de la utilidad marginal decreciente. La ley de los rendimientos decrecientes en la agricultura, por su parte, ya era conocida en el siglo XVIII a través de las obras de Steuart, Ortes y Turgot. Una ley que algunos no quieren reconocer pero que, como las brujas, que rige, rige.
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