INTERNACIONALES › COMO OPERAN LOS NUEVOS DUEÑOS DE LA ECONOMIA
La mafiosa burguesía rusa
Del comunismo surgió una nueva clase: la oligarquía rusa. En esta nota, cómo opera y qué trata de hacer Vladimir Putin con ella.
Por Claudio Uriarte
Los oligarcas dejarán de existir como clase”, proclamó Vladimir Putin en su campaña electoral de 2000. El ex jefe de la KGB arrasó, pero los oligarcas también: un estudio reciente concluye que ocho clanes oligárquicos controlan el 85 por ciento del valor de las 64 compañías más grandes de Rusia, y que las 12 compañías principales solas igualan los ingresos del gobierno. “No está mal que en algunas áreas y en algunas industrias haya consolidación: eso trae estabilidad”, señaló hace poco Oleg Deripaska, de 34 años, “rey del aluminio”, que recientemente acaba de cerrar con Putin un trato característicamente oligárquico. El presidente, cuyo Estado ha invertido 1000 millones de dólares a lo largo de dos décadas para construir una planta de energía de 3000 megawatts en Siberia, necesita otros 1000 para completarla. El dinero no estaba, pero Deripaska apareció con una oferta que Putin no podía rechazar: un préstamo de 10 millones de dólares para mantener vivo el proyecto. Si el Estado no le devuelve el dinero, Deripaska recibirá el 25 por ciento de la propiedad de la planta, cuyo valor es de 2000 millones. Es un buen negocio, pero Deripaska lo minimizó: “Puedo encontrar miles de oportunidades con un retorno más alto; es sólo que la industria del aluminio necesita de la planta, y así salvo un proyecto importante mientras protejo mi inversión”. Entonces ¿nada ha cambiado –o todo ha empeorado– desde los tiempos mafiosos de Boris Yeltsin, cuando la oligarquía pisaba fuerte no sólo en la economía, la prensa, el Parlamento, la política y los tribunales, sino en el propio Kremlin? Hasta cierto punto. Los oligarcas surgieron como clase una década atrás, de las ruinas del comunismo, cuando el Estado ruso empezó a privatizar las industrias estatales. En el frenesí de ambas partes por hacer dinero, los reformistas de Yeltsin pusieron a la venta propiedades del Estado a precios irrisorios, y las mafias salidas de la descomposición de la URSS, únicos sectores con el poder de compra y los contactos políticos necesarios, se adueñaron de pozos petroleros, minas y fábricas, girando grandes cantidades de efectivo a cuentas en el extranjero. Deripaska, por ejemplo, amasó una fortuna de 1500 millones de dólares y controla la segunda compañía de aluminio del mundo y la segunda automotriz de su país. No es raro que la “consolidación” no lo moleste.
Pero en la ecuación entre Estado y oligarcas, Putin parece haber logrado cierta autonomía. Después de ordenar investigaciones y forzar la salida del país de Boris Berezovsky y Vladimir Gusinsky –dos de los oligarcas más notorios de la era Yeltsin–, ha concretado una suerte de pacto de no agresión por el cual los oligarcas no se meten en política y él los deja hacer sus negocios. La mayor parte, al menos. Cada tres meses, Putin y el primer ministro Mijail Kasyanov reciben a los oligarcas en sesiones de té en el Kremlin para regular lo que los oligarcas pueden hacer. De acuerdo a los oligarcas, les dice que sí un 70 por ciento de las veces. Eso marca la relación de fuerzas entre el Bonaparte del débil Estado ruso y la oligarquía; también, los actuales límites de Putin en la tarea de convertirla en una burguesía normal.