Domingo, 9 de abril de 2006 | Hoy
AGRO › EL STOCK GANADERO ESTA ESTANCADO DESDE HACE AñOS
Por Susana Diaz
El empresario Alberto Samid siempre hizo méritos para ubicarse en el lugar del malo de la película. Sus modales quizá rudos y cierto halo de falta de transparencia en muchos de sus negocios, por expresarlo de manera elegante, resultaron la mejor combinación contra su buena imagen. En las últimas semanas, su carácter de empresario cárnico lo regresó a las noticias de primera plana. Y aunque se trata de un hombre conocido por sus expresiones frontales, esta vez hizo uso de la fina ironía para referirse a sus colegas de la pretenciosa Sociedad Rural. En una nota publicada por el semanario agropecuario El Federal se refirió a los ruralistas como “estos ganaderos que hacen esa fiesta tan linda en La Rural, hablan de la genética, de todo, menos del stock, jugando a un país más chico, porque piensan: ojalá que las únicas vacas que queden sean las nuestras”.
No se descubre la pólvora al decir que la especulación desatada con los precios de la carne se montó sobre algunos factores objetivos de demanda interna y externa, pero ello, como ironizó Samid, no debe hacer perder de vista que las condiciones “de mercado” se agravaron especialmente por los problemas de oferta, una responsabilidad empresaria. A diferencia de sus pares sojeros, los ganaderos conservan en su gran mayoría la vieja visión de producción extensiva que dominaba en el campo argentino hasta los primeros años ’30, cuando la dinámica del desarrollo capitalista mundial puso fin a las ilusiones de la Argentina dorada del modelo agroexportador. Hasta entonces, el inmenso diferencial de fertilidad otorgaba al campo local ventajas comparativas (estáticas) frente a la producción del resto del mundo. Las vacas se reproducían y engordaban con sólo liberarlas en la floreciente campiña. La revolución verde y la producción intensiva eran un futuro lejano. Cuentan los primeros ingenieros que ayudaron a difundir los agroquímicos en el país a partir de la década del ’50 –cuyo núcleo duro, en el que se destaca Simón Tolchinsky, sigue reuniéndose semanalmente para recordar viejos tiempos– que una de las respuestas que más se escuchaban en aquellos primeros años era: “¿Para qué voy a cambiar (la manera de producir), si mi padre lo hacía así y le iba bien?”. Justo es decir que buena parte de los empresarios agropecuarios dejaron de pensar de esta manera hace muchas décadas, aunque no sucedió lo mismo con los sectores más tradicionales de la vieja oligarquía.
En un contexto signado por la concentración de la propiedad, a pesar de las ficciones contables, y en el que las explotaciones son cada vez más grandes, no se vislumbran aun las ventajas de las economías de escala, excepción hecha de las ganancias personales. En el último cuarto de siglo, mientras la cantidad de cabezas de ganado se duplicó en Estados Unidos y se triplicó en Brasil, en la Argentina se mantuvo estancada, incluso con períodos de reducción. Echarle la culpa a la macroeconomía parece insuficiente. Probablemente los empresarios ganaderos deban hacer un mea culpa y aprovechar los viajes al exterior para observar cómo en el resto del mundo se logró aumentar la producción y elevar el índice de parición, que en la Argentina es de alrededor de 0,6 (de cada 10 vacas nacen 6 terneros por año) cuando en otros países es de 1 o más. También asumir que el problema no se resuelve abasteciendo la demanda externa en vez de la interna a la espera infinita de que con ganancias extraordinarias la inversión aumente y con ella, en un futuro improbable, la producción.
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