Domingo, 8 de julio de 2012 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
El sector financiero es realmente notable. Con prescindencia de cómo le vaya a la economía, siempre gana. Sin hacer mucha historia, tuvo su fiesta durante los años más oscuros, a partir de 1976 y de la inmediata reforma financiera de 1977, y ganó durante los ‘90 con el negocio de prestarle al Estado a tasas de usura, determinadas por una prima de riesgo de propia factura. A ello sumó la patente de corso de filtrar la masa salarial a través de las escandalosas comisiones de las AFJP. Luego, sobre fines de la década, acicateó el dilema del decisor sobre el momento óptimo para salir de la Convertibilidad. Así, mientras que los Machinea y Cavallo, por no contar a los fugaces, demoraban el abandono del 1 a 1 y la recesión se profundizaba, los bancos aprovecharon la tardanza para seguir girando al exterior las ganancias del período, dólares abundantes y baratos. Cuando finalmente la fiesta se agotó, el poder político le regaló corralitos y corralones. Durante la peor crisis financiera de la historia económica argentina no hubo caída de bancos. Nadie, salvo el nivel de actividad, pagó el famoso “riesgo moral”, ni siquiera los ahorristas, que, aunque tarde y en bonos, recuperaron sus depósitos. Se capeó el temporal y, con el retorno al crecimiento, las súper ganancias recomenzaron, esta vez, de la mano de los créditos al consumo. Vale destacarlo: con visión rápida y acertada, los bancos no crecieron acompañando el “viento de cola”, por ejemplo: financiando prioritariamente el comercio exterior, sino que se enfocaron sobre el sector más dinámico del período: el consumo. La regla de oro del negocio fue muy sencilla: continuar prestando con garantías de riesgo cero, pero con tasas de riesgo máximo. Los resultados fueron los esperables. Según los balances que las principales firmas del sector presentan periódicamente a la Bolsa de Comercio, las entidades financieras se mantuvieron año a año entre las empresas con mayores ganancias, absolutas y relativas.
Entre estas firmas las hay de capitalistas nacionales, como los bancos Macro o Galicia, pero la mayoría son extranjeras y, las principales, españolas, como los bancos Santander y BBVA Francés. El dato de la nacionalidad importa por dos razones. Primero porque las casas matrices de estos bancos, que seguramente no tienen un conocimiento del negocio inferior al de sus sucursales de ultramar, están en posición de ser rescatadas. Y segundo por el grado de compromiso supuesto que nacionales o extranjeros tendrían con el devenir de la economía local.
El balance preliminar podría servir para eslóganes incendiarios: se trata de banca, extranjera, fugadora de divisas, con súper ganancias en todas las coyunturas y, encima, que no prestan para el desarrollo y las pymes, las que, por el contrario, gozan de certificado de bondad, cualquiera sea el nivel de informalidad en que trabajen. Para completar y ser contemporáneos se puede sumar, como colateral, que los ingresos que se obtienen en el sector financiero no pagan Ganancias.
La pregunta frente a este panorama es si los banqueros poseen alguna maldad intrínseca o bien se trata de simples capitalistas que aprovechan con perspicacia el marco institucional en que se desarrollan. Una vez más, aunque los malos siempre existan, buenos y malos no son categorías económicas. Poner el mal en los otros puede ser sólo una excusa para evitar la siempre necesaria autocrítica.
El problema de fondo con los bancos es que, quizá, todavía no se haya terminado del todo con el neoliberalismo en el sector financiero. La afirmación no significa desconocer los muchos avances. Para empezar, el país creció porque abandonó la lógica financiera que hoy, como si la experiencia latinoamericana no existiese, causa estragos en Europa. Luego se regularizó la deuda con una quita histórica, aunque sobre un capital nominal sobredimensionado y no revisado, y se pagó lo adeudado al FMI, lo que permitió prescindir de su nefasto tutelaje. Finalmente en el primer gobierno de CFK se terminó con el régimen de las AFJP y, ayer nomás, se reformó la Carta Orgánica del Banco Central, terminando con su contenido noventista. La inacción sólo puede afirmarse desde un izquierdismo infantil o bien desde la tradicional deshonestidad intelectual de la derecha vernácula. Desde el pensamiento económico crítico, en cambio, conviene pensar en lo que falta antes que regodearse en la contemplación de lo conseguido.
Los acontecimientos de esta semana sirven de muestra. La oposición, es decir la prensa de derecha, puso el grito en el cielo por una nueva línea de créditos decidida por el Banco Central que ordena a los bancos privados más grandes prestarle 15.000 millones de pesos a la industria y, encima, con una tasa tope (Badlar más 4 puntos), que tampoco es un regalo. Dicho monto representa solamente alrededor del 5 por ciento de los depósitos. Su objetivo es financiar la compra de bienes de capital y de instalaciones para la producción. Dicho de otra manera, intentar que los bancos tomen un porcentaje mínimo de los depósitos y no lo sigan prestando solamente a los destinos de menor riesgo, sino que apunten a la industria. El 50 por ciento de la nueva línea deberá destinarse a MiPyMEs, lo que suma un riesgo extra y cubre un sector que generalmente no es sujeto de crédito. Finalmente el Central adelantó que estudia incentivos, posiblemente baja de encajes, para el financiamiento privado de mediano y largo plazo. En principio, se trata de una intervención virtuosa en un mercado sumamente imperfecto y oligopolizado, pero el titular más generalizado de la oposición mediática fue “el Gobierno obliga a los bancos”. Es más, no faltaron los analistas despistados que dijeran que la tibia intervención conducía a “un dirigismo absoluto” e, incluso, que el estímulo sería recesivo.
Pero más que en los obsesionados con el neoliberalismo interesa pensar en las necesidades de financiamiento para el desarrollo. Pensar en qué país del mundo el financiamiento de mediano y largo plazo es algo que ocurre por afuera del Estado y, llegados al actual estado del modelo, pensar si no se necesita un poco más de “dirigismo”, con una reforma de la Ley de Entidades Financieras y la creación de una Banca para el Desarrollo
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