Domingo, 21 de julio de 2013 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
Si había algo que la actual administración debía rectificar eran los devaneos de su política energética, desde la creación de la empresa importadora de gas Enarsa, al triste ingreso del grupo Petersen al capital accionario de la filial local de Repsol. La recuperación del capital mayoritario de YPF constituyó en esta secuencia un verdadero punto de inflexión. El capital privado, librado a sus propias reglas, demostró –por si hiciera falta una muestra más– incapacidad para conducir el circuito petrolero. Fue así porque, en un sistema capitalista, la atendible lógica de maximización de ganancias no siempre va de la mano con las necesidades del desarrollo sectorial, proceso que requiere siempre del Estado planificador y regulador.
Como lo reconoció taxativamente esta semana CFK, YPF “no se recuperó por capricho”, sino porque gracias a la política energética errada de los ’90, pero también de los 2000, no sólo se perdió el autoabastecimiento, sino que la nueva demanda provocada por el fuerte crecimiento de la última década convirtió al país en creciente importador de energía. La situación se volvió explosiva. Una demanda en aumento junto a “producción” y reservas en caída libre, todo en un país de estructura económica desequilibrada con tendencia a la escasez de divisas tras períodos largos de crecimiento no podían sino conducir al desastre: el agotamiento del proyecto macroeconómico.
Aunque fueron necesarios los primeros números en rojo para advertirlo, lo importante es que, a partir de ellos, se crearon las condiciones políticas para dar el golpe de timón. Y si bien sucedió hace muy poco, no debe olvidarse el panorama al momento de la recuperación. En 2011 el Departamento de Energía de Estados Unidos difundió un informe que situaba a la Argentina en el tercer lugar del ranking mundial de reservas de gas no convencional, detrás de China y muy cerca de Estados Unidos. La mitad de estas reservas potenciales se encuentra en territorio neuquino y equivale a diez Loma de la Lata. Pero aunque se conocía esta información, estudios más recientes indican que Argentina tendría las segundas reservas de gas no convencional y las cuartas de petróleo. Repsol no pensaba en explotarlas, sino que multiplicaba las remesas de utilidades al exterior reduciendo las inversiones hasta el límite de las mismas amortizaciones. Peor aun, antes que pensar en desarrollar estos recursos cuya pérdida hoy lamenta, Repsol estudió la posibilidad de cederlos al capital chino, siempre ansioso por invertir en recursos naturales. Las petroleras, todas, también recurrían al viejo método de provocar escasez en las estaciones de servicio para irritar a la población. Se creaban así las condiciones para subas de precios, a la vez que para forzar al Estado a concesiones de todo tipo. Con YPF bajo control estatal, en menos de un año la escasez prácticamente desapareció como por arte de magia. Y ello a pesar de cataclismos, como la salida de producción de la refinería de La Plata.
El modelo energético del kirchnerismo anterior a la recuperación de YPF puede definirse como mixto. La explotación siguió en manos privadas, pero con el Estado regulando precios internos vía retenciones, las que comenzaron con un porcentaje fijo y terminaron siendo móviles. Esta política no sólo aisló al mercado interno de la oscilación de los precios internacionales, sino que provocó una redistribución de la renta petrolera en favor de los consumidores, con fuerte impacto en costos de producción y transporte. Se trató de un subsidio indirecto al costo del combustible, con efecto ingreso, que sirvió de impulso al crecimiento. Como contrapartida, al seguir la explotación en manos íntegramente privadas, las nuevas inversiones se decidieron con estricto criterio de mercado. La pregunta es por qué una empresa multinacional, como el grueso de las petroleras, invertiría en un país donde obtiene una rentabilidad menor que la que puede conseguir en otros mercados del planeta. El resultado, entonces, fue que las petroleras se dedicaron a explotar lo existente sin invertir en la indispensable producción nueva. Este comportamiento –vale destacarlo– no se debió a actitudes de “reticencia inversora” de las empresas, o a la maldad intrínseca del capitalismo saqueador, sino a la más pura lógica económica. Advertido de este problema de falta de inversión, el Gobierno recurrió en principio al único incentivo al que responden las empresas: las señales de precios. Con este objetivo creó los programas Petróleo, Gas y Refino Plus, los que garantizaban, sólo para la producción nueva, un precio mejor del resultante de la aplicación de las retenciones móviles.
Tras la recuperación de YPF, el objetivo político fue iniciar el largo camino hacia el autoabastecimiento para evitar el tremendo impacto del rubro combustibles y energía en la balanza comercial. El camino lógico, frente a reservas convencionales en declinación, fue pensar en avanzar en el desarrollo de los recursos nuevos y abundantes: los no convencionales. Para ello se podría haber recurrido a inversión propia del Estado nacional, por ejemplo acudiendo al transitado comodín de las menguadas reservas internacionales, lo que no garantizaba necesariamente resolver el problema del know-how, o bien intentar asociarse con empresas que dispongan del capital y la tecnología, con el beneficio adicional del ingreso de dólares. ¿Qué se le ofreció a cambio a una empresa capitalista, Chevron, en el caso del acuerdo firmado esta semana? Disponer “libremente” del 20 por ciento de los nuevos recursos extraídos, a partir del año seis desde el comienzo de la inversión, siempre y cuando se constate una inversión mínima de mil millones de dólares. O sea, nada menos que el 80 por ciento, en el caso de las grandes inversiones, sigue bajo las condiciones que fije el Gobierno para el mercado interno, a lo que se agrega que el proyecto será conducido por YPF. Desde el punto de vista de los números no parece a priori un acuerdo particularmente entreguista, más cuando se trata de poner en valor recursos multimillonarios y esenciales para el actual proyecto macroeconómico.
Por eso, cuando esta semana se escucharon los reparos al acuerdo, fue difícil no sorprenderse. Los reparos, algunos predecibles, fueron de dos tipos: honestos y oportunistas. Dentro de los primeros se destacan dos líneas argumentales, el reparo ecologista y el de una supuesta renuncia de soberanía. Entre los segundos, a falta de otro, el argumento principal fue el de la soberanía. El reparo ecologista, de vieja data, sostiene que el fracking es una técnica ambientalmente riesgosa. Agrega que multiplica el uso de un recurso escaso como el agua. Si bien el respeto por el medio ambiente es indiscutible y demanda una estricta regulación y seguimiento, como en cualquier tipo de explotación de recursos naturales, es bueno aclarar que los problemas de filtración de hidrocarburos en napas de agua se dieron en regiones de Estados Unidos, Canadá y Francia, donde las fisuras hidráulicas se realizaron a pocos cientos de metros, incluso decenas. En la cuenca neuquina, las capas de arenas y arcillas compactas se encuentran a varios miles de metros. Luego, en cuanto al problema del agua, se trata de una cuestión de costos de traslado, no de escasez. Neuquén se encuentra sobre la segunda cuenca hidrográfica del país y descarga al mar, sin aprovechamiento, un promedio de más de 1000 metros cúbicos por segundo, de los que el fracking utilizará, a lo sumo, el 0,5 por ciento en 40 años. Más allá de cierto ludismo ancestral que preferiría que la yerma estepa neuquina se mantenga inalterada, no parece haber aquí argumentos de peso, como sí ocurre con otras explotaciones mineras.
En el caso del argumento de la pérdida de soberanía, se cuestionan las supuestas concesiones al capital extranjero. El argumento es válido para quienes creen en el modelo de la vieja YPF estrictamente estatal y, además, confían en que estos inmensos recursos, calculados en unos 40.000 millones de dólares, están disponibles sin alterar las variables macroeconómicas. Pero soberanía hoy es otra cosa, es no tener que importar energía, es aumentar la inversión y alejar la restricción externa, es mantener el control global del funcionamiento del circuito hidrocarburífero. La dimensión oportunista es la de quienes hoy hablan de soberanía, pero no la nombraron durante las privatizaciones, la de quienes apuestan al fracaso de YPF y del Estado y la de quienes repetían que la petrolera, ahora bajo control estatal, no conseguiría un socio inversor por haber violado la “seguridad jurídica”. Para todos ellos, como dijo CFK, está la “vacuna jajá”. Claro que en materia energética no alcanzará con reírse de oportunistas e impresentables sin coherencia. La inversión inicial conocida esta semana es de “sólo” 1500 millones de dólares y su horizonte de 5 años. El aumento de las importaciones de combustibles, en tanto, ocurre ahora
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