Domingo, 21 de febrero de 2016 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
El dato económico de la última semana fue la nueva preocupación del Poder Ejecutivo por la inflación. El hecho importa especialmente por su impacto en el sostenimiento del eje del modelo: paritarias que consoliden el recorte de salarios producto de un año de inflación, con subas desatadas desde noviembre y que, según números del propio oficialismo, tocaron en enero un impresionante 4,1 por ciento. A ello se sumarán los aumentos de tarifas, un shock que comenzará a sentirse en marzo y cambiará los ánimos populares de la gran ciudad amarilla, la que vía medios concentrados define el clima mediático nacional. La caída del Producto, en tanto, ya se profundizó y, según la consultora filo oficialista de Orlando Ferreres, el PIB pasó de crecer 2,6 por ciento interanual en diciembre a caer el 1,9 en enero; prodigios del libre mercado.
En este escenario comenzaron disputas de manual. A la cabeza se ubicó el clásico entre una supuesta ala blanda del Gobierno, que estaría representada por el propio equipo económico que conduce Alfonso Prat-Gay y el exultante publicista ecuatoriano Jaime Durán Barba, elevado a gurú absoluto tras el imposible conseguido y que no quiere sellos en la frente de Mauricio Macri, y el ala dura, encabezada por el titular del Banco Nación, Carlos Melconian, y el presidente del BCRA, Federico Sturzenegger, ambos fogoneados desde afuera por conocidos gurkas de la city, como el consultor Miguel Angel Broda.
Palabras más, palabras menos, la cosa es así: aunque a los ortodoxos les guste en los papeles escribir ideas ramplonas en lenguaje matemático y preferentemente en inglés, la “normalidad” económica que sustentan es puramente contable. Parece ser que si se elimina completamente el déficit fiscal y se tiene una política monetaria restrictiva, se generará el contexto macroeconómico favorable para que las empresas privadas hagan solas todo el resto y se abarroten las inversiones del exterior. La vulgata del presente pregona en tanto la existencia de un gigantesco déficit heredado y del inmenso riesgo de no controlarlo muy rápidamente por preferir sujetarse a “restricciones políticas”.
El ala dura, los halcones –¿quién no preferiría ser halcón a paloma?– sostiene que estos mayores gastos sobre los ingresos deben cortarse de un sablazo limpio, sin miramientos, para que así los mercados comprendan que la cosa “va en serio”, que el gobierno no vacila y que no repara en los resquemores populistas propios de la política.
El recorte debe hacerse, primero, sobre los salarios a cargo del presupuesto público. Lo notable es que esto se afirma al mismo tiempo que se conceden exenciones impositivas y arancelarias multimillonarias a exportadores agropecuarios y hasta multinacionales mineras, porque “en ningún país del mundo se le cobra a las mineras”, es decir; al mismo tiempo que se genera un fabuloso desfinanciamiento al erario, complementado con rebajas en ganancias a los sueldos más altos. Quizá se advierta algún tono irónico en el párrafo, pero aunque suene increíble es lo que dicen los economistas del gobierno. Incluso lo dicen en serio. La idea básica, entonces, es que sin solución de continuidad el contador gubernamental traslada la cuenta de los exportadores a los asalariados para, al instante, agregar un reproche moral sobre la necesidad de la austeridad de las cuentas públicas. El conjunto es descripto como el camino para volver a la normalidad, para ser como el resto del mundo y alejarse de las ideas extrañas insufladas por más de una década de populismo.
Pero imagine el lector por un momento lo que sucedería si se atendiese a rajatabla la regla contable y se recortasen sin más los presuntos gastos excedentes de un Estado al que previamente se desfinanció en favor de los más ricos. Gastos que mayoritariamente no son en obras públicas; infraestructura y proyectos de desarrollo, sino en ítems tan inelásticos como jubilaciones, sueldos de educadores, fuerzas de seguridad y una sumatoria de servidores públicos. Imagínese luego el efecto espejo de esta pauperización forzada y desempleo públicos sobre el sector privado. Agréguese que con la excusa de las finanzas sanas y la contención de la inflación (alejada ya definitivamente de la causalidad deficitaria-monetaria y devenida nada menos que oligopólica) y, en especial, por medio de la amenaza de despidos, también se les intenta imponer al sector privado un techo en paritarias. El resultado sobre el consumo es de manual y ya lo registraron todos los dueños de comercios.
A diferencia de lo que sostienen sus impulsores y defensores, en estas medidas no hay “económica técnica” alguna, sólo la provocación de un desastre social autoinfligido. No es nuevo. Ya sucedió muchas veces entre 1976 y 2002. Un economista en serio es otra cosa. Es un científico social que sabe considerar los efectos de cada una de sus medidas sobre el bienestar de la población. No es un gerente administrativo al que sus mandantes le ordenan sanear una empresa. Son mundos distintos, con reglas y lógicas diferentes. Quienes proponen ajustes draconianos no son quienes están más cerca de lo “más técnico y menos político”, solo son, en la más benévola de las lecturas, ignorantes económicos.
Luego, como parecería que los recursos propios igual nunca alcanzarán, los halcones proponen aprovechar el desendeudamiento dejado por la pesada herencia, para tomar deuda por 35.000 millones de dólares en un año. Para ello deben primero cumplir con los requisitos del poder financiero, “hacer todo lo que el juez Griesa nos diga”, es decir; subordinarse a todos los caprichos largamente combatidos por el gobierno anterior hasta en Naciones Unidas y regalarles a los buitres un piso de 10 mil millones de dólares. Recién entonces comenzaría a caer la lluvia de dólares prometida. Nada se dice sobre el destino de los nuevos fondos que tanto habrá costado conseguir. No hay un plan de desarrollo, esa locura antimercado, y nada se dice sobre el súbitamente olvidado impacto fiscal que, ya en el primer ejercicio, comenzará a tener la nueva deuda. Sólo se vende la panacea, pero sin el para qué y suponiéndola gratuita. El despilfarro del desendeudamiento.
¿Y en el ala blanda, las palomas, qué quieren? Lo mismo, pero despacito, aunque desde el 10 de diciembre nadie sacó todavía el pie del acelerador. El mensaje es otro. Si el ajuste no funciona podrá decirse, como en los 90, que fue por insuficiente, lo que disparará una nueva ronda. Al menos mientras los dueños de los sindicatos sean cómplices o mientras los asalariados aguanten.
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