Domingo, 10 de abril de 2011 | Hoy
OPINIóN
Por Claudio Scaletta
Los economistas que trabajan en el Gobierno o los cercanos a él parecen concentrados en dos tareas básicas. La principal es completar la batalla cultural contra la ortodoxia. La batalla ya fue ganada en la práctica. La mejor muestra es la propia evolución de la economía argentina en todas sus dimensiones, desde el crecimiento con inclusión a la autonomía nacional del Banco Central. En el campo teórico, en cambio, la tarea es más ardua. No porque no exista una teoría heterodoxa alternativa y superior, desde la demanda efectiva de J. M. Keynes o M. Kalecki a los tópicos de macro local aportados por M. Diamand, sino por el enquistamiento de la ortodoxia (y sus sencillos silogismos vueltos slogans), que sigue dominando no sólo en muchos centros académicos locales, sino especialmente en el escenario internacional. El ejemplo más cristalino son las salidas que ensaya Europa para sus economías en crisis. La segunda tarea de los economistas citados, directamente vinculada al debate teórico, es la descripción de los logros conseguidos.
Ambas tareas, batalla cultural y difusión de logros, son tan necesarias como loables, pero conviven con un fenómeno más propio de la dinámica de grupos que de la teoría económica: cierta endogamia intelectual. La endogamia puede implicar que, en el fragor de la batalla y la defensa del modelo, se escapen algunos datos. En particular: la “nominalidad” de algunas variables económicas. Dicho de manera muy concreta: la velocidad de crecimiento de los salarios y de los precios es muy superior a la evolución del tipo de cambio. Todos lo saben, pero recordarlo es antipático y se presta a suspicacias. Si el interlocutor afirma que el crecimiento de los salarios en dólares a una tasa del 20 por ciento anual es un problema mayúsculo para cualquier economía capitalista vinculada al mercado mundial, corre el riesgo de ser fulminado con el anatema de estar en contra de una redistribución positiva del ingreso. Luego de la acusación vienen algunos argumentos: primero, que el consumo sigue traccionando el crecimiento, por lo que la inflación (aunque sea también en dólares) no sería un problema. Segundo, que dada la revaluación de las monedas en toda la región y el mundo, todavía existiría un “colchón de competitividad”. Sería interesante que quienes hacen esta última afirmación definan con claridad en qué sectores sigue existiendo tal colchón.
Seguramente ello ocurre con el agro pampeano, con algunas industrias básicas y con el sector financiero, los que históricamente funcionaron casi con independencia del tipo de cambio. También con las noveles armadurías: desde la electrónica de Tierra del Fuego a parte de la industria automotriz, ensambladoras que importan el grueso de sus componentes y se les reserva impositivamente el mercado interno. Este es un flanco fácil para la crítica neoliberal y una muestra de cómo no debe hacerse política industrial. Vale recordar que todos los países de industrialización tardía que reservaron mercados para sectores que promocionaron siempre les exigieron “algo” a cambio.
Respecto al impacto cambiario, no ocurre lo mismo con el grueso de las economías regionales que se recuperaron y motorizaron el crecimiento tras la salida de la convertibilidad. ¿Hace falta aclarar que el poder adquisitivo del salario no depende directamente de su nivel en divisas? A comienzos del gobierno de Néstor Kirchner se le respondía al conservadurismo populista que “los trabajadores argentinos no gastan en Nueva York”. El mismo argumento vale para el presente. Otra vez: no se afirma que deben mantenerse los salarios en dólares de la inmediata post-convertibilidad, solamente que es un problema serio que lo hagan al 20 por ciento anual en moneda dura. ¿Faltarán trabajos econométricos que correlacionen para la historia económica argentina crecimiento, nivel de salarios y tipo de cambio? ¿Qué pasará cuando más temprano que tarde la revaluación cambiaria termine con el superávit externo?
La situación es distinta, las restricciones de largo plazo son muy diferentes, pero algo parecido sucedía durante la convertibilidad, cuando algunos economistas despistados decían que “los fundamentals” estaban bien. También entonces el tipo de cambio se mantenía con ingreso de capitales. Pero la diferencia es abismal: en los ’90 la entrada de capitales se debía a privatizaciones primero y endeudamiento después, y hoy se debe a los siderales precios de las commodities. Son ingresos genuinos pero que, al igual que entonces, empujan a la revaluación del peso. Claro que hay múltiples caminos extra-cambiarios para mejorar la competitividad, pero no parece fácil contrarrestar la nominalidad actual.
La endogamia, entonces, puede estar provocando el indeseable fenómeno de la negación. Algo de esta negación se escuchó esta semana en un seminario “de integración económica y financiera” organizado por el Cefid-Ar, la CNV y el Cemop. Allí economistas muy valiosos hablaron de los costos de combatir la inflación por la vía de dejar revaluar el tipo de cambio aprovechando los ingresos de divisas, tanto por los precios de las commodities como por la baja tasa de interés de la Reserva Federal. Dijeron que por esta vía se paga el costo innecesario de la reprimarización de las economías. ¿Dónde ocurre esto? En Brasil, en Chile, en Uruguay. ¿Y en Argentina? “No, aquí todavía hay colchón cambiario”, afirmaron.
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