Domingo, 25 de marzo de 2012 | Hoy
OPINIóN
Por Agustin D’Attellis y Fernanda Vallejos *
El sistema financiero desempeña un rol clave en el funcionamiento de una economía, ya que canaliza el exceso de ahorro de determinados sectores hacia otros que presentan atractivas oportunidades de inversión, lo cual resulta fundamental para avanzar en un proceso de desarrollo económico sostenido. Asimismo, una mayor oferta de crédito es un aliciente muy fuerte para la mejora de la productividad. La falta de crédito lleva a aplazar inversiones que serían necesarias para adoptar nuevas tecnologías que mejorarían la productividad.
La ausencia de regulación estatal en el sistema financiero genera serios inconvenientes, como quedó demostrado en la actual crisis económica internacional, que encuentra entre sus principales causas precisamente a la desregulación de este sector. Mientras el comportamiento se rija por las “reglas del mercado”, la asignación de recursos y el direccionamiento del crédito estarán determinados por la lógica de la maximización del beneficio de corto plazo. La única forma de evitar esta lógica nociva para el desarrollo de las economías y el bienestar de los pueblos es contar con un andamiaje jurídico y un Estado que garanticen la regulación del sistema, teniendo en cuenta su sustentabilidad de largo plazo y los efectos macroeconómicos que sus comportamientos generan.
Si se observa el total de créditos otorgados por el sistema financiero al sector privado en los últimos años en nuestro país, el volumen creció de manera sostenida. En su composición, un 41 por ciento son al consumo, otro 41 por ciento son créditos comerciales y sólo un 18 por ciento son créditos de garantía real (prendarios o hipotecarios). Del total de créditos al sector privado sólo un 5 por ciento son de viviendas, mientras que un 32 por ciento son personales. Es notoria la prevalencia del crédito a corto plazo, como corolario del comportamiento maximizador de beneficios de los bancos, que obtienen rentabilidad de un importante spread de tasas, sin incurrir siquiera en descalces temporales entre activos y pasivos.
A partir de estas observaciones se torna evidente la necesidad de una Reforma Financiera, que provea los instrumentos para canalizar el crédito hacia el sector productivo para un desarrollo sostenido de largo plazo. El sistema financiero debe volver a constituirse en un engranaje fundamental del desarrollo económico y social, impulsando la industrialización, la sustitución de importaciones, la promoción de exportaciones y el estímulo a la inversión productiva, que genere más y mejor empleo y mayor agregación de valor. Con este objetivo se planteó la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, aprobada esta semana en el Congreso.
Vale la pena observar las consecuencias de algunas reformas financieras a lo largo de nuestra historia. La más emblemática por la ruptura que produjo con la nacionalización del Banco Central, de la totalidad de los depósitos bancarios y, en suma, por la capacidad de la que dotó al Estado para la ejecución de políticas monetarias y financieras, fue la implementada por el primer gobierno peronista en 1945/46. El resultado de aquella reforma implicó, en términos cuantitativos, la quintuplicación de los préstamos totales hacia fines de 1948, tanto al sector privado como al sector público. En términos de sectores, los préstamos a la industria se multiplicaron por seis mientras que aquellos destinados al sector agropecuario sólo se duplicaron, evidenciando la vocación industrializadora que poseía el programa económico. Estos resultados sólo pudieron ser posibles gracias a la utilización de instrumentos como los redescuentos o la determinación de tasas de interés diferenciadas por parte de la autoridad monetaria.
Actualmente, aparece una instancia en la cual la profundización de los éxitos económicos en los últimos ocho años requiere de un sistema financiero que se mueva en armonía con la política económica. Por este motivo surge la necesidad de recuperar la soberanía monetaria que le fue arrancada al Banco Central mediante la reforma de la Carta Orgánica de 1992, así como por la ley de convertibilidad, que lo redujo a una caja de conversión, limitada a preservar el valor de la moneda y determinar metas de inflación, en escisión con la economía real. La política monetaria y la cambiaria deben actuar coordinadamente con la política fiscal, persiguiendo objetivos de equilibrio macroeconómico y logrando mayores y mejores niveles de empleo, junto con el desarrollo económico y social. A partir de esta idea es bienvenida la reforma de la Carta Orgánica que vuelve a dotar a la autoridad monetaria de la capacidad y los instrumentos necesarios para hacer aquello que le da sentido: política monetaria.
Esta reforma no sólo implica que el Banco Central persiga objetivos múltiples, como el desarrollo económico con equidad, el empleo y la estabilidad del sistema financiero, sino que también apunta específicamente al redireccionamiento del crédito, clave en la actual fase de desarrollo.
De todas formas, no pierde importancia la necesidad de abordar y poner en la agenda pública el tratamiento de aquellos otros elementos que vendrían a conformar una Reforma Financiera completa. Y, en este sentido, la sanción de una nueva ley de entidades financieras, la revisión de las otras veinte normas que componen el marco legal del sistema financiero vigente y la adecuación de las cartas orgánicas de la banca pública también revisten carácter estratégico
* Economistas de la graN maKro.
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