Domingo, 12 de septiembre de 2010 | Hoy
MUNDO FINANCIERO › IMPUESTOS SOBRE ACTIVIDADES FINANCIERAS
Por Carlos Weitz
La interminable discusión referida a la necesidad de establecer impuestos sobre la actividad financiera constituye uno de los ejemplos más patéticos de la incapacidad existente entre los países desarrollados para efectivizar iniciativas comunes sobre las que supuestamente existen consensos políticos mínimos. La idea de gravar operaciones financieras resurgió el año pasado en respuesta a la crisis internacional, buscando tanto desalentar transacciones especulativas de corto plazo, como acumular recursos para evitar que sean los contribuyentes quienes terminen pagando en el futuro los desaguisados que se originen en el mundo financiero.
Esta semana, los ministros de Finanzas de la Unión Europea volvieron a plantear –por enésima vez– la posibilidad de implementar un impuesto sobre las transacciones financieras, barajando dos opciones. La propuesta más amplia apunta a gravar todo tipo de transacciones realizadas con acciones, obligaciones, bonos, divisas y productos derivados, alcanzando –con una tasa del 0,1 por ciento– una recaudación estimada cercana a los 370.000 millones de euros anuales. Esta alternativa tiene dificultades que no se limitan a la complejidad de gravar productos muy sofisticados, como los “derivados financieros”, sino que su aplicación llevaría a que Londres, en su carácter de principal centro financiero europeo, se apropie de más de un 70 por ciento del total recaudado.
La segunda alternativa bajo estudio resulta más acotada, ya que propone gravar sólo las transacciones efectuadas con acciones y bonos, dejando fuera la operatoria cambiaria, segmento al que apuntaba el Premio Nobel de Economía James Tobin cuando propuso, casi 30 años atrás, el impuesto sobre las transacciones financieras que lleva su nombre. Las operaciones de divisas conforman el mercado financiero más voluminoso del planeta. Si bien la crisis internacional pulverizó el crédito y el precio de los activos, no sucedió lo mismo con la operatoria cambiaria. Durante la crisis, la mayor incertidumbre alimentó los flujos cambiarios de operadores económicos que buscaban huir de activos denominados en una determinada moneda para refugiarse en otra. Datos oficiales estiman que las operaciones cambiarias se han triplicado desde el 2001, alcanzando la cifra de 4 billones (millones de millones) de dólares diarios, volumen de operaciones equivalente de un día a lo que produce Alemania a lo largo de todo un año. De ese total, solo el 13 por ciento son transacciones que corresponden a operaciones provenientes de la economía real, un 39 del monto operado diariamente involucra operaciones puramente financieras concentradas entre las veinte principales instituciones bancarias globales, mientras que casi la mitad de las transacciones se realizan con otras entidades financieras no bancarias, como fondos de pensión, compañías de seguro y fondos de inversión.
El principal inconveniente que afrontan esas iniciativas para resultar efectivas radica en la necesidad que las mismas sean adoptadas por todos los países conjuntamente, evitándose de esta forma maniobras de elusión impositiva. El accionar de organismos financieros internacionales tendiente a implementar estas medidas se ve limitado por intereses nacionales divergentes y por el fuerte poder de lobby que mantiene la industria financiera. Otro Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, ha señalado que estas instituciones internacionales son “incapaces de regular los fallos decisivos del mercado” afirmando que “se mantienen como organizaciones opacas y poco democráticas”, proponiendo la creación de un Consejo Global de Coordinación Económica que regule aspectos económicos, sociales y ecológicos. La ausencia de un Estado cohesionado y participativo, tanto a nivel nacional como supranacional, constituye un territorio fértil para que las crisis castiguen más duramente a los más desprotegidos
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