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Sábado, 29 de noviembre de 2008

TEATRO › MARINA RODRíGUEZ, AUTORA Y DIRECTORA DE LA EMBAJADA

“En el exilio, todo es provisorio”

Del recuerdo del embajador que facilitó el salvoconducto de cientos de uruguayos perseguidos surgió esta obra que El Galpón de Montevideo aporta al Encuentro Internacional de Teatro por la Identidad, que finaliza mañana en el Cervantes.

 Por Hilda Cabrera

Durante dos años estuvo dándole vueltas a una dramaturgia que nació de una experiencia personal y deseaba compartir con aquellos que atravesaron por una situación semejante pero también con quienes la desconocían. La actriz, dramaturga y directora uruguaya Marina Rodríguez supo en 2005 que había llegado el momento de escenificar su vivencia de niña asilada en 1976, cuando en su país arreciaba la dictadura militar instalada tras el golpe de Estado del 27 de junio de 1973. La impulsaba el recuerdo y la tarea del embajador mexicano Vicente Muñiz Arroyo, que facilitó el salvoconducto de cientos de uruguayos perseguidos. De aquella memoria de adolescente surgió La embajada, obra que la dramaturga y el equipo de El Galpón de Montevideo aportaron al Encuentro Internacional de Teatro por la Identidad que finaliza mañana en el Teatro Nacional Cervantes. Rodríguez opina que la situación del asilado ha sido una de las menos tratadas, tal vez por el inexplicable sentimiento de culpa que embarga a quien se salvó. La autora menciona un relato del cubano Alejo Carpentier, El derecho de asilo, “que no es lo mismo”, aclara, y el documental Asilados, próximo a su obra, estrenada en julio de 2007 en El Galpón, fundado, como otros teatros independientes, en la década del ’40. Su propósito ha sido limar los rasgos autobiográficos sin apartarse de una mirada adolescente: tenía catorce años cuando halló refugio junto a su madre y su hermanita bebé en la Embajada de México en Uruguay. Esa fidelidad a la niña que fue desdibuja los miedos y las incertidumbres de aquel asilo: “Para un niño o un adolescente era encontrar un lugar tranquilo –dice–. Las estadías eran de quince días, aunque alguna gente estuvo allí meses y hasta un año.”

–¿Cuál era su situación?

–Nosotros esperamos dos meses el salvoconducto, compartiendo el asilo con unas cien personas más. El trámite fue complicado, porque mi padre estaba preso y yo tenía que salir del país con permiso suyo. Mi padre estuvo nueve años en la cárcel: lo liberaron recién en 1984. Había muchos integrantes de El Galpón en la embajada: ellos ingresaron en junio de 1976. Después hubo una avalancha de asilados y se produjo una trancadera muy grande: no dejaban salir ni entregaban salvoconductos. Fue una situación muy fea y muy dura. Mi hermanita nació en mayo del ’76 y mi madre le puso Victoria, porque la niña nació en un sanatorio normal y ella no padeció como las mamás secuestradas: mi hermana tiene la edad de los jóvenes que nacieron en cautiverio y no saben quiénes son sus padres biológicos. Tuvimos la suerte de que esto no nos pasara y de encontrar a un embajador como Muñiz Arroyo, que nos gestionó el asilo político. Fue un hombre brillante. No era diplomático de carrera. Era economista y representante de México en la Asociación Latinoamericana de Integración, pero se desempeñó como embajador entre 1975 y 1977. Fue un hombre valiente.

–En enero de este año se supo del destrozo del monolito levantado en su homenaje en 2005...

–Sí, incluso los vecinos vieron a tres hombres bajar de un coche e ir directamente a destrozar. Ahora estamos organizando otro recordatorio.

–¿Hubo otras embajadas en apoyo de los perseguidos?

–En aquellos años no había dónde meterse. Durante un tiempo tuvimos la protección de la Embajada de Venezuela, pero después de lo que pasó con la maestra Elena Quinteros, dejó de ser una posibilidad. Quinteros, que había sido sometida a torturas, logró entrar en el jardín de la embajada, pero fue recapturada. Es una desaparecida.

–¿Qué siente hoy cuando recuerda la experiencia en la embajada?

–Dolor por tanto atropello. Mi hijo, que tiene 20 años y vio nuevamente la obra, se pregunta con qué derecho nos obligaron a dejar el país y cómo pudimos salir a la nada sin dinero y sin trabajo. Por otro lado siento un profundo agradecimiento hacia Muñiz Arroyo, que falleció en Montevideo en agosto de 1992. Mi deseo es que este episodio humanitario no se olvide.

–Pero sus personajes son de ficción...

–Para armar esta obra tomé episodios que viví o me contaron. La mayoría de las situaciones son reales, pero mezcladas con invenciones.

–¿Todas sus obras nacen de hechos reales? ¿La novia en el balcón, por ejemplo?

–En mis recorridos en ómnibus por Montevideo me atraía la vidriera de una antigua sedería de nombre Japón (en otro tiempo las sedas llegaban especialmente de Japón). Imaginaba escenas con los vestidos y los maniquíes y con el sueño de las mujeres de convertirse en novias. A veces quedaba un balde en la vitrina, o un trapito, y pensaba cómo sería la persona que rondaba a esos maniquíes. Otra obra, Piedras y pájaros, está basada en las cartas que le escribía mi bisabuela asturiana a su hijo, mi abuelo, que se fue a los 15 años de la aldea y nunca más volvió, como no volvieron los otros hijos. Eran cartas de distinta letra y gramática, porque mi bisabuela no sabía escribir y pedía a otros que la ayudaran. Ahora pienso en una obra que refleje al barrio en que vivo, pero estoy algo trancada. Es un barrio de mezclas, entre Malvín y Buceo. Quiero tratar el tema de la violencia y mostrar cómo se posiciona cada uno frente a un hecho de gran violencia. En cuanto a La embajada, me interesó ponerla en El Galpón, porque la mayoría de los que trabajaban allí tuvieron que exiliarse y muchos de ellos buscaron asilo en la embajada de México.

–¿Se ha realizado también un video?

–Sí, Asilados, de Gonzalo Rodríguez y Nacho Seimanas. Fue una coincidencia. Cuando Gonzalo me llamó para participar en su documental, yo estaba escribiendo la obra. Nos dimos cuenta de los años que habían pasado sin que se hablara de aquel episodio. No sé por qué ocurrió eso. No hubo oportunidad o no se quiso hacer memoria. Puede que yo no me haya atrevido por un sentimiento de culpa. Ocurre con los asilados, porque pasar quince días o meses o un año en una embajada no tiene comparación con lo que sufrieron los presos. Pude vivir en México y estudiar, aun cuando en el exilio todo es provisorio, porque lo que se está esperando es hacer las valijas y volver. A Uruguay regresé en el ’84, con El Galpón.

–¿El temor al reproche silenció historias como las que se cuentan en La embajada?

–La ley de caducidad –refrendada por un plebiscito de 1986– favoreció el silencio. Nosotros juntamos firmas para derogarla, pero no sirvió. Muchos no querían saber del pasado. El silencio era común en las escuelas: generaciones enteras pasaron por el Liceo sin que se les hablara de la dictadura. Que los alumnos supieran algo dependía del profesor, y en la casa, de la familia. Yo misma encaré el tema de la embajada recién en 2005: tuvieron que pasar décadas para que me atreviera a compartir aquella experiencia.

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“Tuvieron que pasar décadas para que me atreviera a compartir aquella experiencia”, dice Rodríguez.
Imagen: Sandra Cartasso
 
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