Miércoles, 5 de mayo de 2010 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA A LA ACTRIZ Y DIRECTORA CHINA ZORRILLA
Integra el elenco del ciclo Teatro para Todos, en Polo Circo, que incluye las obras Las de enfrente, Chúmbale y Una margarita llamada Mercedes. China Zorrilla habla de la magia de salir a escena y del cariño que recibe de un público “que no va al teatro”.
Por Hilda Cabrera
Acaso para resguardar a la persona que no desaparece detrás de sus personajes, la actriz y directora China Zorrilla atesora situaciones en las que su experiencia de vida se anuda a la profesión. Los años dedicados a la escena, el cine y la televisión le permiten relacionar hechos que reitera durante el diálogo con el entusiasmo y la insistencia de quien descubre algo nuevo en lo cotidiano y en su departamento, cuyas paredes lucen óleos y fotografías que la actriz describe con intensidad: una imagen tomada en París, donde se ve a una mujer (su madre) empujando un cochecito de niño, en el que se encontraba ella, China/niña, arropada como todo bebé; y otra en la que aparece, jovencísima, junto a una escultura y su padre, el artista uruguayo José Luis Zorrilla de San Martín, quien en una etapa de su vida eligió vivir en Francia y estudiar con el célebre Antoine Bourdelle. China no pasa por alto las obras de su padre que se encuentran en Buenos Aires, entre otras el monumento al general uruguayo José Gervasio Artigas y el que muestra al ex presidente Julio Argentino Roca, que –apunta la actriz– quieren retirar de su actual emplazamiento, en Diagonal Sur. No olvida señalar durante la entrevista con Página/12 su viaje de becada del British Council (en 1946) en la Real Academia de Arte Dramático, tampoco algunas de sus iniciativas en Uruguay, donde, en 1961, creó una compañía junto con Antonio Larreta y Enrique Guarnero.
Homenajeada y premiada, interpretó y dirigió numerosas obras, algunas ofrecidas durante más de una temporada, como sucedió con Emily (sobre la poeta estadounidense Emily Dickinson), de William Luce; Cartas de amor; Eva y Victoria; Delirante Leticia, de Peter Schaffer, dirigida por Agustín Alezzo; Camino a la Meca, de Athold Fugard, y –entre muchas otras– El diario privado de Adán y Eva, junto a Carlos Perciavalle. Participó en ciclos ya instalados, como Teatrísimo (en beneficio de la Casa del Teatro) y Teatro por la Identidad. Ahora integra el elenco del ciclo de teatro leído, Teatro para Todos, en Polo Circo (Av. Garay y Combate de los Pozos), donde se viene ofreciendo Las de enfrente, de Federico Mertens; a la que seguirá Chúmbale, de Oscar Viale, a partir del 21 de mayo, y por último Una margarita llamada Mercedes, del uruguayo Jacobo Langsner, llevada al cine con el título Besos en la frente, protagonizada por Zorrilla y Leonardo Sbaraglia.
La actriz regresa así a un escenario que no es el habitual y en tres obras: “No me importa si el teatro está o no lleno, me basta con que haya gente que quiera ir –dice–. Veo al público y me emociono”. Zorrilla pertenece al bando de los que quieren ir. Se la ve expectante en las funciones de estreno de sus colegas. Un placer muy personal que ella relaciona con el recuerdo de su vida de becada en Londres, cuando tenía libre acceso a todas las salas. “Quería estudiar y vivir del teatro, por eso me presenté como candidata a las becas que daban en Montevideo. Fue en la posguerra, cuando viajar era una aventura –puntualiza–, pero no tenía miedo, y era joven. En Londres aprendí cosas que tenían poco que ver con el teatro, pero fueron importantes. En esa ciudad bombardeada, tomé lecciones de conducta”.
–¿Cuáles, por ejemplo?
–Lecciones para organizarme y tratar de cumplir con lo que se pedía. La gente era estricta: acopiaba la basura en un lugar determinado, respetaba los horarios de utilización de la electricidad, el uso de los vales de comida... Un día conseguí que un compañero me cediera los vales de vegetales, que no le gustaban, y comí un kilo de ensalada de lechuga como si fuera caviar.
–Y ahora, ¿cómo es su experiencia en el ciclo?
–A ese lugar va gente que no entró a un teatro. A mí me reconocen por haberme visto en una película o en la televisión, pero no en el teatro. Es un buen público, aplaude como lo hacen los chicos y aprueba como si estuviera en una cancha o un recital. Nosotros nos ubicamos con nuestros textos, vestidos de calle, sin telón ni timbre que anuncie el comienzo de la función. Me toca hacer la presentación de cada actor y su personaje. Algunos periodistas y conocidos me preguntan por los años que llevo haciendo teatro y se sorprenden de que no me aburra. Entonces les pregunto qué dulce pedían cuando eran chicos y qué piden ahora. La mayoría prefiere el mismo de sus primeros años. No hay secreto: lo que gusta nunca aburre.
–¿Cuesta atrapar a ese público?
–Al principio parece desconcertado. Después de pasada una hora de función conoce el nombre y las características de cada personaje y aplaude. A veces no sé cómo reaccionar, porque en ese lugar, donde no hay escenografía ni grandes luces, igual se produce la excitación del teatro. Cuando llevaba mis espectáculos por las provincias pasaban estas cosas. De pronto, alguien que no iba al teatro me sonreía reconociéndome como a una persona amiga por haberme visto en la televisión.
–¿Una devolución que se da gracias a la TV?
–La televisión, como los videos de teatro, son inventos geniales que nos acercan, pero a los que no me acostumbro totalmente. Mis hermanas dicen que soy vieja, no por mis años, que son muchos, sino porque me asombran los inventos.
–La capacidad de asombro es un privilegio de los chicos...
–Ellas lo dicen porque me sigue asombrando el avión, al que le tengo terror. Los miedos y los amores no se pueden explicar, pero a ese miedo le debo haber hecho viajes maravillosos en barco. He viajado en barcos de carga, que es como vivir en un “no tiempo”. Por suerte, llevé un diario donde anoté todo. De lo contrario, nadie creería lo que vi.
–Algunas de sus anotaciones se convirtieron en espectáculo itinerante. Érase una vez..., por ejemplo. ¿Conserva el hábito del registro?
–Sí, pero ya no me divierto tanto como entonces. La aventura, tan hermosa, la fui perdiendo. Igual estoy encantada, porque siempre tengo trabajo y puedo contar mis experiencias con la misma emoción con que las viví.
–¿La invitaron a participar en cine?
–Me habían llamado para la película Dos hermanos, de Daniel Burman. Graciela Borges es una buena actriz, ¡un amor!, el ser más generoso que conocí, y Antonio Gasalla, un gran actor, muy creativo en el humor. Me costó decir no: tenía miedo de que lo tomaran como un desaire, pero decidí no participar. ¡Cómo me gustaría hacer nuevamente Esperando la carroza, de Jacobo Langsner! Esa obra es un documento. Después se hizo en cine. ¡Las barbaridades que dice ahí mi personaje! Jacobo es un genio; nació en Rumania y la familia lo llevó a Montevideo cuando tenía tres años. Tuvieron que escapar por ser judíos. Con Jacobo estrenamos en los ’70 El tobogán, en Uruguay y otros países de América latina. Esa obra contaba la historia de una familia que venía hundiéndose en la pobreza. ¡Una amargura! Yo hacía el papel de la hija que cuida a su padre, enfermo terminal. Mi monólogo final era terrible: salía a escena y mirando a la platea pedía ayuda; ¡hagan algo!, clamaba. El día siguiente al estreno en Montevideo hubo dos infartos. El público aullaba, lloraba... ¡Jacobo, en otro país, sería Shakespeare!
–¿Qué pasó en Buenos Aires?
–Acá no gustó. Fue adaptada para un episodio de Alta Comedia que se trasmitía por Canal 9. Trabajé con Narciso Ibáñez Menta, Inda Ledesma, Pepe Soriano... Jacobo tiene la cualidad de escribir una obra que angustia y desespera y otra que nos hace morir de risa. Toma los extremos de la sabiduría teatral. Hoy no sería momento para El tobogán; no hace falta que Jacobo nos recuerde que hay gente pobre y abandonada, gente a la que nadie escucha.
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