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Miércoles, 5 de mayo de 2010

CINE › SOFíA MORA, DIRECTORA DE LA HORA DE LA SIESTA

El fin de la infancia

La cineasta sigue el deambular de dos preadolescentes a los que se les acaba de morir el padre. Esa situación, además de su edad, los lleva a replantearse a sí mismos.

 Por Oscar Ranzani

El duelo ante la muerte de un ser querido es una situación que no se vive de la misma manera cuando alguien está en la preadolescencia que cuando es adulto. El dolor aparece en cualquiera de los momentos de la vida, pero cuando un chico está por ingresar en la adolescencia viene acompañado de un estado de confusión que lo deja en una especie de limbo y que lo hace sentir como un extraño ante el mundo y sus alrededores. De eso trata la ópera prima de Sofía Mora, La hora de la siesta, que se estrena mañana jueves. El film plantea esta situación a través del vínculo de dos hermanos preadolescentes, Franca (Belén Poviña) y Guido (Elías Maidanik), quienes, ante el fallecimiento del padre, comienzan a deambular sin rumbo por las calles de su barrio reflexionando acerca del sentido de las creencias religiosas, las supersticiones y varios temas un tanto existenciales. Ese caminar sin un punto preciso de llegada en el que se sumergen Franca y Guido funciona como una especie de metáfora acerca de hacia dónde van los hijos cuando los padres mueren. Filmada en blanco y negro y sin situarse temporalmente en una época determinada (aunque tiene algunos guiños a los ’70), La hora de la siesta fue la película ganadora de la Competencia Latinoamericana en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata 2009. “Fueron una alegría y una sorpresa enormes”, dice Mora sobre el galardón, en entrevista con Página/12. “Sentí que pudieron valorar y apreciar mi película, que sé que no es muy convencional y que, incluso, puede ser difícil de digerir para algunos.”

–¿Por qué decidió filmar la película en blanco y negro?

–Me la imaginé así cuando escribía. Y después, a la hora de filmar, reconfirmé esa decisión. Por un lado, porque quería lograr algo atemporal con el tratamiento de la imagen: no estaba buscando hacer el retrato actual de dos adolescentes en la Argentina, con sus códigos y todo eso, sino que buscaba algo despegado de la realidad. Y creo que el blanco y negro genera eso por una cuestión de códigos. Después, porque me servía concretamente para hermanar a los dos protagonistas, porque son bien diferentes y, a la vez, similares. Pero no son hermanos ni muchos menos. El es rubio y ella morocha. Y el blanco y negro hacía algo también con el tono de la piel y con los rasgos, que también funcionaba. Así que fue una suma de cosas.

–Usted trabajó dos momentos clave para la vida de cualquier persona: la muerte del padre y el ingreso a la pubertad. ¿Por qué los condensó en una sola historia?

–Por un lado, la idea fue tratar el fin de la infancia. Si lo relacionaba dramáticamente con un momento muy concreto como el enfrentarse a la muerte por primera vez, eso me permitía tocar el tema con mayor intensidad. Cuando uno tiene que enfrentarse por primera vez a la muerte de un ser querido y a un duelo, se da, de por sí, un replanteo de uno mismo. Y esto se relaciona con esa etapa de la vida en que uno deja de ser chico para ser grande. Obviamente, la pérdida de un padre o de una madre es uno de los pasos definitivos hacia la madurez.

–Más que angustiados, los hermanos están confundidos por la muerte del padre. ¿Por qué lo planteó así?

–Porque me interesaba ver lo que pasaba con una especie de percepción diferente de la realidad. Los chicos, al enfrentarse con la muerte del papá, luego de una larga enfermedad, están como sho-ckeados ante la pérdida. Contrasto esto con lo que les pasa a los adultos, que asimilan la muerte de otra manera: los rituales ya están establecidos. Me interesaba ver cómo estos chicos se enfrentaban a esa situación. No creo que solamente uno sienta el dolor de la pérdida cuando muere un ser querido, sino que además hay algo de mirar el mundo desde otro lugar. Uno se corre del lugar habitual. Y me interesaba indagar sobre eso más que sobre el dolor que genera una pérdida; es decir, esa pieza que se mueve cuando alguien se va y cómo se reacomoda eso.

–Con la excusa de la muerte, ¿también quiso mostrar los miedos y la soledad de los personajes?

–Sí. Todo lo que quería contar del duelo, de los hermanos y de la adolescencia, partió de la búsqueda de dos personajes muy concretos que, sin duda, son bastante particulares. Son dos hermanos muy diferentes, pero muy unidos entre sí. Y ese enfrentarse con la muerte también produce una separación. A veces, hacerse grande también ocasiona perder relaciones fuertes que uno tiene en la infancia. Son cosas que se diluyen. Y puede ser que terminen en un estado de soledad.

–¿Qué relación encuentra entre la ingenuidad y el cinismo de los personajes?

–Me interesaba el pasaje de la niñez a la adultez, pero no desde un punto de vista naif. Hay algo de cinismo, de humor negro y de cosas oscuras que uno también atraviesa en ese paso a la adultez. Incluso, en la niñez hay cosas oscuras y algo morbosas que se van liberando de distintas maneras.

–¿Qué lleva a Franca y a Guido a preguntarse sobre creencias y supersticiones?

–Ellos fueron educados en la religión y, ante la muerte, todos esos valores y esas creencias también se ponen en jaque. En algún punto, se cuestionan todo eso que les enseñaron y en lo que creyeron. Hay algo de la pérdida de fe ante la muerte.

–Las preguntas que se hacen ellos, ¿también se las hizo usted?

–Sí, son interrogantes universales. En algún momento, todo el mundo se cuestiona cosas de la vida, de la muerte, de la madurez, de la fe, de la religión.

–¿Por qué les fascina sentirse escépticos?

–No sé si les fascina, pero la cercanía con la muerte pone en duda todo lo que hasta ese momento ellos creían como certero. Esa proximidad con la muerte lo vuelve a uno un poco escéptico.

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Mora filmó a “dos hermanos muy diferentes, pero unidos”.
Imagen: Guadalupe Lombardo
 
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