Jueves, 21 de octubre de 2010 | Hoy
TEATRO › LORENZO QUINTEROS ESTRENA EL CIELO DE OTROS LUGARES
El actor, director y docente está a cargo de la puesta de la versión libre que Daniel Zaballa –también intérprete– hizo de “El cocodrilo” y otros cuentos del autor uruguayo Felisberto Hernández. La obra podrá verse desde el sábado en el C. C. de la Cooperación.
Por Hilda Cabrera
“¿Quién no acaricia hoy una media Ilusión?” Con esa frase, el protagonista de El cielo de otros lugares gana un concurso, pero es otro el recurso que le permite ganarse el pan. Ese personaje, vendedor de medias y concertista de piano, llora en escena, conmueve y vence con lágrimas. El cielo... es versión libre de “El cocodrilo” y otros relatos del escritor y músico uruguayo Felisberto Hernández, admirado por Julio Cortázar, Italo Calvino y otros importantes autores y personalidades de la cultura. Ese reconocimiento, sin embargo, no derivó –según el actor y director Lorenzo Quinteros– en una mayor y merecida divulgación de su obra. Este montevideano, que nació en 1902 y murió en 1964, escribió cuentos y novelas cortas que fascinaron a aquellos que las leyeron, entre otros al mismo Quinteros, quien dice haber quedado “agarrado a sus relatos” y quien dirige El cielo... (se estrena este sábado en el C. C. de la Cooperación). La pieza es versión de Daniel Zaballa, aquí también intérprete, de “El cocodrilo” y otros textos de Hernández incorporados al espectáculo: “Tierras de la memoria”, “Diario de un sinvergüenza”, “Mi primer concierto” y “El caballo perdido”. “Felisberto es único –sostiene Quinteros–. No le encuentro similitudes con otros. Además, uno nunca sabe si lo que está contando es o no lo que cuenta”...
–¿Esa ambigüedad es consecuencia de apelar al recuerdo, a las ensoñaciones, a los objetos animados?
–Ponerles vida a los objetos es una característica muy suya, como si éstos tuvieran una vida secreta. Diría que, en este sentido, es un animista. A veces describe a las personas como si fueran objetos o animales. Su literatura produce extrañeza.
–¿Encuentra equivalentes en otros autores uruguayos?
–No soy investigador literario, pero es difícil asociarlo a otros. Su sentido del humor me hace pensar en el escritor y músico Leo Maslíah. Alguien dijo que el humor de Felisberto surge con naturalidad, pero si uno toma distancia ve que hay algo más: nos resulta familiar y extraño.
–¿El hecho de dramatizar con un títere/concertista aporta extrañeza?
–En el prólogo de Cortázar a la edición española de La casa inundada y otros cuentos se destaca esa alianza de lo cotidiano con lo excepcional, tan particular en Felisberto. Cuando actúo o dirijo, busco los puntos clave del autor, y en él uno de éstos son los muñecos. En la nouvelle Las Hortensias se ocupa de muñecas.
–¿Manifiesta el extrañamiento en lo cotidiano?
–Sí, no necesita de lo sobrenatural para inquietarnos. Escénicamente, es muy interesante trabajar este aspecto, porque los objetos ayudan a contar la historia.
–¿Por eso un piano es una caja de recuerdos y la sala de Celina, personaje de otro cuento?
–Es otro vínculo con el autor, como esa cosa pueblerina del viaje en tren. Imaginé a Felisberto atravesando zonas polvorientas, durmiendo en hoteles, ofreciendo sus conciertos... Hay grabaciones. El componía, dibujaba, escribía. En un pueblo dijo que le interesaba la filosofía, le pidieron que hablara sobre temas filosóficos, y lo hizo. Se cuenta que era tímido, pero tuvo cuatro mujeres. Era un colgado, seguro. Fue seducido por Africa de Las Heras, espía de la KGB, la policía secreta de la Unión Soviética, y él sin darse cuenta...
–¿Sergio Elena, nieto de Hernández y ejecutante de piano en la obra, le aclaró aspectos de la vida del escritor?
–Me sirvió hablar con él. Además, le gusta que se lleven a escena los textos de su abuelo. Me interesaban también otros textos: “El balcón”, “Ya nadie apaga las lámparas” y Las Hortensias, pero estoy conforme: la versión de Zaballa es ingeniosa.
–Usted es docente. ¿Se reconoce hoy a maestros en la dirección teatral?
–Hay directores fundamentales: Norman Briski, Raúl Serrano, Ricardo Bartís, Cristina Banegas... El alumno pide, directa o indirectamente, que le enseñen conduciéndolo. Le gusta que uno trabaje con él, aunque la enseñanza fría tiene ventajas: el maestro se separa del alumno y deja que éste descubra sus propios procedimientos. Cuando se estudia según el modelo de una escuela salen todos parecidos, y esto no es bueno.
–¿Cuál es la opción?
–Los grandes modelos cayeron. Se habló de la generación de los ’60, después de los ’70, como una década de ruptura teatral, y así con las siguientes. Ahora prevalece la experimentación, a veces horripilante, o trabajos en base a técnicas que se conocían desde hace tiempo, pero de las que algunos no se enteraron. Al lado de esto hay producciones interesantes, y quizás esa mezcla sea lo mejor. En la Universidad de Morón tuve una linda experiencia con la puesta de 300 millones, de Roberto Arlt, que es en sí misma una clase de teatro, por la admirable relación entre fantasía y realidad. Cuando uno no puede vivir de la realidad, vive de la fantasía; ante los imposibles de la realidad quedan los sueños.
–Una es la variedad en teatro y otra la relacionada con lo social y político, a veces tan cerca de la teatralización...
–Eso es otra cosa, porque en política vale la fuerza y el lobby, no interesan las ideas ni las construcciones teóricas acerca del futuro. Venimos medio ralos de ideas. La pelea se limita a no perder lugar.
–¿Cómo es su actitud ante la docencia?
–Después de haber estado un año sin enseñar, porque tuve mucho trabajo y vendí el teatro El Doble, alquilé un estudio y armé grupos nuevos y heterogéneos: doy clases en la EMAD (ahora Escuela Metropolitana de Arte Dramático) y organicé un taller de Introducción a la puesta en escena. Se experimenta mucho. Concuerdo con el director y teórico Eugenio Barba cuando dice que la dirección no se puede enseñar porque es una labor poética. Se puede aprender, pero no enseñar. Yo aprendí de mi propia experiencia: haciendo y quemando. La gente de mi generación sólo tenía directores particulares dando cursos: Jaime Kogan, Carlos Gandolfo... En estos momentos me gusta más dirigir que actuar: es una tarea muy poética y creativa. Me gusta lo sencillo, como los trabajos de Peter Brook, tan equilibrado y catalítico. Diría que un solo actor trabajando sobre el propio conflicto es atractivo. También alguien que no lo es: basta ver a un tipo que pide limosna... Hay uno que anda por Corrientes tocando tan mal la flauta que llama la atención.
–¿El vendedor de medias de El cielo... es producto de conflictos relacionados con la pobreza?
–Sobrevive, pero también es concertista y en su historia hay algo de la cosa pueblerina. Soy de Monte Buey, un pueblo de Córdoba, y recuerdo que, cuando era chico, en los días lluviosos quedábamos aislados. Las rutas eran de tierra, se anegaban, y no se podía salir ni entrar del pueblo, salvo que se usaran tractores. En aquella época éramos visitados cada tanto por un poeta o un conferencista, convocados casi siempre por la intendencia. Eso no pasa hoy. La TV cambió todo: se fue perdiendo lo singular, lo genuino, esas particularidades que veo en Felisberto. Su obra es distinta, singular. A su manera, muestra al hombre que se aísla, como Macedonio Fernández. Felisberto tiene una frase que me parece maravillosa: “Cuando me aburre una conversación, dejo la cara y me voy”. A mí, personalmente, también me pasa. A veces dejo la cara, y los otros se dan cuenta. Entonces me preguntan “¿Lorenzo, estás acá?” Y yo, si tengo confianza, respondo “¡Perdonáme!”.
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