Miércoles, 1 de febrero de 2012 | Hoy
TEATRO › MURIó AYER EL ACTOR, DRAMATURGO Y DIRECTOR JUAN CARLOS GENé
Arrancó en la década del ’60 y no descansó hasta el estreno de Hamlet, su versión de 2011 para el San Martín. En el medio, escribió obras que hicieron historia, concretó interpretaciones notables y tuvo una intensa actividad gremial y política.
Por Hilda Cabrera
Cuando el actor, dramaturgo y director Juan Carlos Gené regresó a la Argentina después de un exilio que abarcó el período 1976-1993, primero en Colombia y luego en Venezuela, con retornos periódicos en los ’80, supo recuperar esos años de ausencia, no totalmente perdidos, puesto que, en tanto emigrado, fundó el Grupo Actoral 80 (en 1983), ocupó el cargo de director adjunto del internacional Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral, y en la vuelta, el de presidente de la sede en Buenos Aires y la Secretaría de Formación de Recursos Humanos para el Teatro. Gené no cortó lazos y estrenó obras creadas en el exterior, como Ritorno a Corallina, y acompañó otras: Guarda mis cartas, pieza de su compañera, la actriz y bailarina chilena Verónica Oddó, armada en base a la correspondencia de Violeta Parra. En esos y otros trabajos, Gené adhería a la idea de revitalizar el texto y el papel del actor, tanto en sus obras como en la de otros autores. Un ejemplo lejano fue El vestidor, de Ronald Harwood, que dirigió Luis Agustoni y el actor protagonizó junto a Oddó y Pepe Soriano. Actor y director premiado en el país y en el extranjero, Gené falleció ayer, a los 82 años, como consecuencia de un cáncer, tras una trayectoria en la que no hubo respiro.
A la actividad artística sumó la gremial y política. Fue presidente y secretario general de la Asociación Argentina de Actores, director de LS 82TV Canal 7 (designado en 1973) y director del Teatro San Martín de Buenos Aires, desde 1994 hasta 1996. Nacido en Buenos Aires, escribió obras que hicieron historia, publicó textos teóricos que enriquecieron su labor docente, y se destacó en papeles que exigían intensidad, entre otros en Los hijos de Fierro, Tute cabrero y Quebracho. Escribió guiones para el cine (Gracias por el Fuego y La Raulito) y la TV (el ciclo Cosa juzgada). Arrancó en la década del ’60 y no descansó hasta el estreno de Hamlet, su versión y dirección de 2011 para el Teatro San Martín.
Este último desafío era otra muestra de su convicción respecto del valor de la cultura, en su opinión “la avanzada de la integración”. Esta convicción, aplicada a los países de América Latina, le daba ocasión para enumerar sucesos y referirse a cada país como poseedor de “una personalidad inequívoca”. Valoraba el hecho de que, a pesar de las presiones políticas y económicas, el deseo de ir en busca de un lenguaje “generaba una dialéctica” con la propia cultura y con ello la posibilidad de que surgieran “otros productos, nuevos y absolutamente auténticos”.
Por temperamento y experiencia gremial apoyaba los reclamos. “Patear y seguir, como se pueda y donde se pueda”, sostenía en un momento crítico para la cultura. De modo que sus obras no obviaban la realidad. Sucedió con Se acabó la diversión, en 1967, y, entre otras, El inglés, que subió a escena en 1975; Golpes a mi puerta (1985) y Ulf (1988), entonces junto al Grupo Actoral 80, en un montaje de Claudio Di Girolamo. En ese gusto por la reflexión entre metáforas, acuñó títulos como El herrero y el diablo, que dirigió Francisco Javier; Memorial del cordero asesinado (1990); la inolvidable Memorias bajo la mesa, junto a Pepe Soriano; y en tanto voz, Sólo tengo una certeza, homenaje de Oddó a su hermano Guillermo Fernando, quien fuera cofundador del conjunto Quilapayún, que vivió en el exilio y fue apuñalado en 1991, en circunstancias no aclaradas. Más cerca en el tiempo, El sueño y la vigilia, también con Oddó. Espectáculos todos que sumaban calidad a una lista de títulos consagrados: El zoo de cristal; El avaro, de Molière; Un guapo del 900; Krapp, la última cinta magnética, la excelente puesta que protagonizó Walter Santa Ana; Factor H: Williams Hnos. S.A., fragmento de una trilogía experimental; su reciente versión de Hamlet y, antes, la adaptación de Stefano, de Armando Discépolo. Allí, la historia del emigrado, trombonista frustrado, brilló en la puesta de Gené. Ese hombre que desde la tierra elegida anima a su familia a unirse a la aventura y le pinta un panorama auspicioso e irreal, congeniaba con las ideas que sobre la inmigración sustentaba el dramaturgo. La obra rebatía la épica del emigrado y trasladaba al espectador a un tiempo documentado y a la vez simbólico.
Ese tono se afinaba en otro magnífico trabajo de Gené: Todo verde y un árbol lila, pieza escrita en base a la correspondencia de inmigrantes. Su actuación en Minetti, la descarnada pieza de Thomas Bernhard que dirigió Carlos Ianni, fue otro recordado trabajo de este artista. Y quién no recuerda su labor en Copenhague, obra del londinense Michael Frayn que dirigió Carlos Gandolfo, donde compartió el escenario con Alicia Berdaxagar y Alberto Segado. Entonces recreaba junto a sus compañeros un fantasmal encuentro entre el físico danés Niels Bohr, la mujer de éste y el científico alemán Werner Heisenberg, personaje que decía estar vigilado por la Gestapo.
Condecorado por el Gobierno de Venezuela con la Orden Andrés Bello (1984), designado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires en 2002 y premiado por su trayectoria en 2008 por el Fondo Nacional de las Artes, Gené tenía predilecciones. El poeta y dramaturgo Federico García Lorca era uno de sus admirados y quien le inspiró obras, a él y a su compañera Oddó. Se los vio juntos en Aquel mar es mi mar (en el Celcit), que recordaba un anterior trabajo, Yo tenía un mar, estrenado en el Teatro San Martín. Supieron reunir varios espectáculos sobre el poeta granadino: otros fueron Cuerpo presente entre los naranjos y la hierbabuena y Las delicadas criaturas del aire. Esta era una fidelidad al autor y a una escena que nace de la necesidad de expresar particularidades: “Nuestro país avanza culturalmente sobre el esfuerzo creativo de la gente, que trabaja independientemente de cualquier interés económico”.
El tema de la inmigración retornó en varias ocasiones, transparentando siempre la fragilidad de quienes llegaban a la Argentina con la esperanza de una vida mejor. Por eso en sus versiones de los clásicos nacionales no había triunfadores, sí en cambio “ideales inalcanzables”. “Es una experiencia muy argentina ésa de sentir nostalgia de algo que se cree haber perdido cuando en realidad no se tuvo nunca”, sostenía. Sin embargo, lo seducían los mitos, y supo relatar uno personal: “Puedo decir que estuve en la Plaza de Mayo el 12 de octubre de 1928. En la panza de mi madre, que celebraba la segunda presidencia de Yrigoyen. Mi abuelo había sido ministro en la primera presidencia. Siendo chico, y también después, imaginé verla entre la multitud. No puedo decir que recuerde el golpe militar del ’30, pero creo que algo de ese clima de miedo y tristeza quedó en mí. No sé si por lo que contaba mi familia o por mi memoria, creo recordar el ruido que producía el paso de la caballería por los adoquines de la avenida Córdoba”.
Apasionado por los hechos de la historia y la política del país, Gené no obviaba en sus conversaciones los vaivenes de las luchas políticas y el sentimiento de desarraigo, “esa herencia de dolor, de sensación de pérdida de la que muchos argentinos no nos desprendemos”. Se refería entonces a los exilios del pasado y a las emigraciones durante los años de la dictadura militar. En su actividad como funcionario, debió atravesar situaciones conflictivas, especialmente durante la dirección del Teatro San Martín, derivadas, en parte, de los recortes presupuestarios y las pugnas internas. Sucedió cuando el estreno de Volpone, comedia del inglés Ben Jonson que adaptaron Mauricio Kartún y David Amitín, donde reemplazó a Pepe Soriano en el papel del viejo taimado del título. Pero más allá de este y otros contratiempos no dudaba en pedir pasión para el teatro y en algún encuentro advertía al auditorio sobre la necesidad de esa pasión, rescatando una reflexión del dramaturgo alemán Bertolt Brecht que consideraba legítima: “Cuando la gente no viene al teatro es porque ni nosotros ni la gente sabemos lo que debe ocurrir en él”.
Otra pasión era la docencia, y la aplicaba a las obras en las que actuaba o dirigía: “En pedagogía todo es pregunta; y toda afirmación debe ser considerada una pregunta. Una afirmación no es otra cosa que un modo de discurrir, y no la instalación de una verdad que no deje espacio a otras alternativas”.
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