Miércoles, 1 de febrero de 2012 | Hoy
TEATRO › OPINIóN
Por Mauricio Kartún *
Mi padre murió cuando yo era muy joven. Cada tanto, sin embargo, vuelvo a verlo. Sueño con él cada vez que algún problema importante me preocupa y no sé cómo resolver. Aparece en el sueño y a su sola presencia me baña una tranquilidad inefable. El me lo va a arreglar, siento, o me dirá cómo con absoluta precisión. El despertar nunca es angustiante sino nostálgico. Me deja curiosamente esperanzado. Es raro: desde mi adolescencia he sentido esa serenidad, esa seguridad exclusivamente con dos personas: aquel recuerdo ensoñado de mi viejo y la presencia real, consejera y tranquilizadora de Juan Carlos Gené. La sensación de estar ante alguien tan sabio, tan sensato y tan generoso que te podía curar de palabra.
Nos conocimos en el ’72 militando en la Podestá, aquella agrupación mítica que habían creado con el otro negro querido: Carlos Carella. Ellos eran ya figuras de rotundo prestigio y yo un pichi que pisaba en puntas de pie el teatro y la política. Con paciencia estoica me escuchó Juan durante horas leerle mis primeras obras en su departamento de Belgrano. Fue por su recomendación que conseguí mis primeros trabajos profesionales. Empantanado en una obra complicada recurrí una vez más a su consejo en los ’80, ya en su exilio, y atesoro todavía una larguísima carta desde Caracas, una lección de dramaturgia en la que me explicó con detalle las virtudes y los problemas de aquel texto que me desvelaba. Y me lo resolvió, claro. En los ’90, en gira, nos volvimos a encontrar allá en el notable Celcit de Venezuela. Había construido su sala, Actoral 80, en el segundo subsuelo de cocheras del edificio en que vivía y viéndolo pasar días enteros sin pisar la calle, subiendo a su casa solo para dormir y comer, comprendí lo que era ser auténticamente un “bicho de teatro”.
A su regreso compartimos aquí aquella experiencia notable que fue Teatro Nuestro. El orgullo de verlo actuar al fin en una pieza mía es algo que me emociona de solo recordarlo. Tenerlo aquí en Buenos Aires los últimos años fue como la tranquilidad de un seguro. Lo necesitase o no, Juan estaba ahí. Se murió el negro Gené. Me siento desolado y huérfano. En cierto empecinado optimismo que padezco me esperanza pensar que a partir de ahora, cuando sueñe, le podré presentar a mi viejo.
* Dramaturgo y director teatral.
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