Jueves, 1 de junio de 2006 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA AL DRAMATURGO RENEE POLLESCH
El autor de Sex, según Mae West llegó para colaborar en los ensayos de su obra.
Por Hilda Cabrera
El autor alemán Renée Pollesch llegó a Buenos Aires para ofrecer un workshop en el Instituto Goethe y trabajar en la puesta de una de sus obras, Sex, según Mae West, junto al director Luciano Cáceres. Está entre los artistas que en su país experimentan sobre el lenguaje y apuntan a discursos relacionados con las condiciones laborales en la era digital. Hace cinco años que se encarga de la programación de la Sala Prater de la histórica Volksbühne, de Berlín, ubicada en lo que fuera la República Democrática Alemana y conducida desde 1992 por Frank Castorf. Estrenó numerosas piezas, entre otras Tres mujeres histéricas, Heidi Hoh no trabaja más aquí, Telefavela, Mil demonios te desean la muerte, La ciudad como botín, El oculto encanto de la burguesía en la generación de la riqueza, La magia de la desesperación y Pablo en el supermercado.
Es oriundo de Freidberg, participó de proyectos junto a los prestigiosos Heiner Müller y George Tabori, completó estudios en el Royal Court Theater, de Londres; se desempeñó como autor dentro del Luzerner Theater y la Deutsches Schauspielhaus y fue distinguido con numerosos premios. El título Sex refiere a la actriz y guionista estadounidense Mary Jean West, conocida como Mae West (1893-1980), quien a los 14 años perfilaba ya como baby vamp y en los años siguientes se convirtió en “ángel negro”. La sensual Mae escribió para el teatro escandalizando con Sex, calificada de obscena, y Drag, sobre la homosexualidad. Supo del éxito comercial, el fracaso y la censura. De ahí su frase “Creo en la censura, después de todo, he hecho una fortuna a su cuenta”. Otra frase que perduró fue “¿Tienes una pistola en tu bolsillo o es que te alegras de verme?”
–¿Por qué asocia la sexualidad con Mae West?
–Leí varios textos de West que no me interesaron, pero sí un fragmento de una obra donde una prostituta decide no entregar su cuerpo por dinero. Aparece un cliente que le ofrece 100 dólares y ella lo rechaza, también a otro que le ofrece el doble. Un tercero le entrega una pluma de un ave exótica y ella accede. Eso era lo que siempre había querido. Tomé esa escena como punto de partida de Sex..., porque está expresando una realidad muy sencilla que se puede comprobar: somos explotados por nuestros deseos.
–¿Por un deseo genuino, propio o impuesto por otros, como la publicidad, por ejemplo?
–La publicidad es una trampa, pero no la única que se relaciona con los deseos. Me gusta contar historias a partir de una anécdota o de algo sencillo, como el hecho de que las mujeres llevan en general el pelo largo y los hombres, corto. Si uno les pregunta por qué, responden porque les gusta, cuando, en realidad, detrás de esa respuesta hay un orden social que va modificando la subjetividad. Ese orden no se sustenta en la publicidad sino en algo que permanece oculto y no es de naturaleza psicológica. Es un orden social vigilante que nos desorienta y que se produce en distintos ámbitos: la literatura, el cine, el teatro...
–¿En el trabajo también, como en Heidi Hoh no trabaja más aquí?
–Sí, cuando el trabajo está respondiendo a una orden. Heidi Hoh es una “trabajadora a distancia”. Ella no quiere estar frente a una computadora ni perder su vida en ese trabajo, pero no sabe dónde está esa vida que ya no es completamente suya.
–Se dice que la pierde organizando su casa como si fuera una empresa. ¿Ese es el problema en Tres mujeres histéricas o esta obra es una versión de Sex...?
–No, no es la misma, Tres mujeres... la estrenamos en 1998, tres años antes que Sex... En este momento no le pondría ese título porque crea malentendidos.
–¿Cómo influye la tecnología en los sentimientos? En Pablo en el supermercado, utiliza el video...
–No soy de los que creen que la tecnología es imprescindible en el teatro. Tanto Frank Castorf como yo comenzamos a utilizarla en la Volksbühne por influencia de nuestro escenógrafo Bert Neumann. El empezó a construir escenografías en habitaciones cerradas donde los actores desarrollaban escenas que de alguna forma debíamos mostrar.
–¿Incorporando cámaras, como Castorf en Endstation Amerika, la obra que presentó el año pasado en Buenos Aires?
–Sí, pero, como Castorf, sin la intención de “tematizar” la tecnología, término que me interesa a la manera de Michel Foucault. No creo que un celular, por ejemplo, pueda modificar nuestra vida ni nuestro pensamiento. Sí, en cambio, los modifica el dinero. En otro plano, la tecnología genética, “focalizada” en nuestro sistema biológico, es una demostración de cómo se nos quiere centrar en cuestiones que nos alejan de la filosofía y de otras disciplinas del pensamiento, incluidas la religión. Uno se ve a sí mismo como un todo conformado por cuerpo y espíritu. Esa tecnología genética, en cambio, nos separa.
–¿Esa separación es más notoria en los países de mayor desarrollo?
–No. En San Pablo, por ejemplo, se vive el capitalismo extremo como en cualquier otra gran ciudad controlada por las leyes del mercado, los grandes inversores financieros o inmobiliarios. En esas ciudades, la gente debe pensar cada día cómo sobrevivir.
–¿Relaciona ese control con el sentimiento de soledad?
–La soledad no es un tema que me atrae. Me importa sí el trabajo que se ha ido “desconcentrando” para servir a un capitalismo extremo que parece inevitable, y el amor, porque quiero redefinirlo.
–¿Este es el propósito en Sex...?
–Si en una obra se une la sexualidad con el dinero seguramente no habrá problemas. Todos estarán de acuerdo. Pero si relacionamos amor con dinero, veremos que la sociedad no lo tolera. En Sex..., tratamos de unir justamente esos dos conceptos. ¿Por qué no aceptar que el amor y el dinero mantienen unido a un matrimonio y que eso no significa que se destruya al amor? Nosotros decimos: ¿por qué no formalizar esa realidad?
–¿Cree que aun así el amor es un misterio?
–El amor es enigmático, sin embargo todo el mundo habla del amor como si supiera qué es. Quisiera que fuera todavía más misterioso y contradictorio. Un buen ejemplo de ligereza es la película Moulin Rouge, de Baz Luhrmann, donde trabaja Nicole Kidman. Ella interpreta a una prostituta a la que cortejan un poeta pobre y un empresario rico. Como es una historia convencional, la prostituta se queda con el poeta, porque eso asegura el happy end necesario para convencer al público de que el dinero contamina el amor y el productor pueda ganar millones.
–¿Le interesa generar situaciones cómicas en sus obras?
–No me propongo escribir comedias, pero veo que los actores y espectadores se ríen de cuestiones que no son directamente cómicas, como en una escena de Sex... donde los personajes se preguntan qué pasaría si los gurkas, los mercenarios que fueron enviados a Afganistán, hicieran el mismo trabajo en Disneylandia.
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