Jueves, 1 de junio de 2006 | Hoy
TEATRO › CARLOS PERCIAVALLE, AL BORDE DE LOS CINCUENTA AÑOS DE CARRERA SOBRE LAS TABLAS
Uruguayo de nacimiento, “argentino por adoración”, Perciavalle toma el estreno de Yo, Carlos II como un modo de empezar los festejos. “América latina atraviesa un momento de mucha libertad creativa, y eso me hace bien”, dice.
Por Emanuel Respighi
Mucho más formal que lo que acostumbra vestir, Carlos Perciavalle (jeans negros, camisa azul, pañuelo de leopardo al cuello y gigantescos anteojos de sol negros) entra a la “cueva fashion” del Faena Hotel con una enorme sonrisa. Recién aterrizado del avión que lo trajo de su Uruguay natal, el “rey del café concert” –tal como se lo denomina por su prolífica trayectoria en el género– se presenta ante el cronista diciendo que está pasando un “momento bárbaro”. “Acabo de cumplir 65 años y los festejé con una fiesta en Montevideo que estuvo genial. Fue muy emocionante porque estaban todos mis amigos”, detalla ante Página/12. Pero además tiene otra razón de peso para festejar: el próximo 22 de julio cumplirá 50 años en el escenario, tras el debut cuando apenas tenía 15 abriles en un café concert de Montevideo ya extinto. Y como no podía ser de otra manera, el uruguayo festeja su primer medio siglo con el espectáculo estrenando el unipersonal Yo, Carlos II, que desde esta noche se presenta todos los jueves de junio, a las 21, en el salón El Academy del Faena Hotel.
Envuelto en ese clima de festividad galopante en el que se encuentra por estas fechas de aniversario, a Perciavalle se lo percibe más inquieto que nunca. Y, fiel a la costumbre que lo convirtió en uno de los exponentes más destacados del café concert, habla, habla y habla. Mucho. Sin dar respiro. “Es que América latina está atravesando un momento muy fructífero, de mucha libertad creativa, y eso me hace bien”, dispara. Y, claro, sigue hablando. “Después de haber sufrido el franquismo en España y los militares aquí, ¿cómo no voy a disfrutar el mundo de hoy?”, explica. “Socialmente, en cuanto a las libertades individuales, se ha evolucionado para bien. Los que dicen que involucionamos no tienen memoria. Si uno se deja llevar por los medios, parecería ser que estamos en un mundo cada vez peor. Y eso no es verdad: estamos en un mundo que progresa y se libera.”
–En relación con las sociedades dictatoriales, no hay dudas.
–En la época de Franco no existía un Almodóvar. No había los actores y directores con libertad y capacidad para hacer lo que quisieran. El teatro que se hacía en España era muy anticuado. Era otro siglo.
–¿Y cómo se movía en aquel tiempo?
–Con mucha pesadumbre, porque no tenía libertad para nada. En España nunca nos dieron el cartón para trabajar. Recién me lo dieron a los seis meses, y ya a esa altura no tenía ganas de quedarme. No quería quedarme para después tener que cuidarme en lo que decía. La gracia de este trabajo es hacerlo con total libertad, gozándolo y haciendo gozar al público. Si hay alguien que te estipula qué se puede decir y qué no, más vale quedarte en tu casa. Entonces, nos vinimos para acá e hicimos La mandarina a pedal, parodiando a La naranja mecánica, que en aquel tiempo estaba prohibida en Argentina y la gente la tenía que ir a ver a Uruguay. Acá también nosotros tenemos nuestra historia de censuras, por eso disfruto tanto estos tiempos, donde uno tiene libertad para decir lo que piensa.
–A lo largo de estos cincuenta años como artistas, usted vivió diversos contextos sociopolíticos en los que la libertad individual era avasallada.
–Muchos. A mí, por suerte, los militares nunca me hicieron nada. Yo siempre digo, un tanto en broma y otro en serio, que ellos pensaban que yo era un miembro encubierto de la CIA. Creo que pensaban eso porque en 1964 hice en Estados Unidos Canciones para mirar, con China Zorrilla, y tuve una relación estrecha con un capo de la CIA, que incluso me hizo zafar de ir a Vietnam, porque yo tenía la green card (la cédula de residencia). Entonces, yo, argentino (sic), lo llamé no para que me exonere, pero sí para que me pusiera al menos en el cuerpo de entretenimientos. Me dijo que no podía hacer nada, sólo que me iba a avisar al momento en que salía la carta de convocatoria para que hiciera las valijas antes de que llegue a mi domicilio. Y así fue como cuando me avisó volví al país, aun cuando en el Actor Studio’s había quedado como finalista de un musical.
–¿Y con qué Buenos Aires se encontró?
–Era un Buenos Aires que refulgía, donde el arte resurgía de la tierra. Era una ciudad de arte, un lugar y un tiempo en el que la liberación de ideas y la libertad creativa no tenían límites. Estaban el Di Tella, los Minujín, los I Musicisti, los Bonino... El Buenos Aires de los ’60 era una gloria, que nunca más se va a recuperar. Después, los militares cometieron el error de creer que la guerrilla estaba en el arte y acabaron con todo. Incluso cerraron el Di Tella, que era el ámbito donde menos cachengue político había...
–Para la intolerancia militar, todos los que no usan botas representan una amenaza. Mucho más si se trata de artistas...
–Eramos transgresores, por supuesto. Lo que pasa es que para los militares los artistas son de temer. Yo siempre hice de todo. Lo único que no nos dejaban era salir en televisión, porque en aquel entonces eran todas emisoras estatales. Después, yo trabajé en todos los teatros y nunca me pasó absolutamente nada. Siempre dije lo que se me dio la gana. Nunca me cuidé en lo que decía.
–¿Y por qué cree, entonces, que nunca lo censuraron?
–Supongo que como yo era muy chico y mi público era minoritario y exclusivista, mi influencia no era tan dramática para sus intereses. Cuando se formó la Triple A y echaron a los primeros amenazados, que eran Nacha Guevara, Héctor Alterio, Luis Brandoni y Horacio Guarany, yo me planteé qué era lo que debía hacer. No sabía si irme o si me quedaba. Y decidí quedarme porque yo me había formado acá, éste era mi país y mi tropa estaba acá... Además, yo siempre creí que no había que mezclar el arte con la política. En ese sentido, tenía la mente muy tranquila... Y eso que vi las cosas más atroces de la represión. Con todas esas cosas que hemos pasado, ¿cómo, entonces, no me va a parecer que vivir hoy en Buenos Aires es una gloria?
–¿No era algo ingenuo creer que porque no hacía política no le iba a pasar nada? Muchos artistas fueron secuestrados...
–Decían que si estabas en más de cinco libretas de personas que habían sido detenidas, también te llevaban a vos. Pero a mí no me pasó. Y eso que a muchos amigos míos se los llevaron.
–¿Y no tenía miedo?
–Yo no sé lo que es tener miedo. Nunca lo tuve. Además, yo estaba seguro de que aun en una época tan horrible como ésa, existía la justicia. En realidad, tenía que creer que existía la justicia porque si no podías vivir acá. Te tenías que ir... Ahora, los guerrilleros también eran bravos. El ejército tuvo que tomar represalias contra un grupo que estaba muy bien organizado y que hizo cosas terribles.
–Pero aun si hubiera sido así no se justifica la brutal represión ilegal de Estado y treinta mil desaparecidos...
–Por supuesto. Yo detesto la violencia. En fin, es historia, la hemos vivido y superado. En general, es un tema del que a mí no me place hablar porque yo nunca dejé de trabajar. Tampoco nadie, en ningún lado, me vino a decir que no podía dejar actuar a Fulano, ni vinieron a revisar mi casa. Yo nunca fui miembro de nada, salvo del Actor Studio’s. Yo sólo soy artista...
–¿Nunca militó en política?
–Jamás milité en nada. No me interesa la política. Por eso nunca hago monólogos políticos, ya que creo que es el opuesto de los artistas: la política está hecha para dividir y reinar, mientras que los artistas pensamos en unir para sobrevivir. Nadie puede gobernar o dominar a un pueblo que se ríe. Lo único que puede salvar a un país gobernado por un gobierno dictatorial es un pueblo que se ría. No hay nada que abra más la cabeza que la carcajada.
–Dice que no se interesa por la política. Sin embargo, realizó la campaña política que llevó a Carlos Menem a la presidencia en 1989...
–Hice esa campaña porque no era yo el que la hacía, sino un personaje. Y porque yo trabajo de actor y me pagaron una fortuna, ¿por qué no la iba a hacer?
–Pero hay que convenir que, para un actor, una campaña política no es un trabajo como cualquier otro...
–Debo confesar que Menem me caía bien, le tenía mucha simpatía. Pero nada más. Además, no era yo el que hablaba: el que hablaba era el personaje Nosferatu adentro de un dólar. Si no lo hacía yo, lo hacía otro.
–¿Pero no cree que cuando un actor le pone el cuerpo a una campaña política está avalando su gestión y una forma de pensar?
–No, porque no era yo el que hablaba, sino un personaje. Si era Carlos Perciavalle ciudadano el que hablaba y no el actor, hubiera sido distinto. Además, yo nunca me voy a olvidar cuando Menem fue a ver un show de Antonio Gasalla, y pese a que Antonio le decía las cosas más brutales, el ex presidente nunca dejó de reírse de sí mismo. Pensé que eso sólo pasaba en Estados Unidos.
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